1. La lógica del capitalismo tardío es la del juego. Es totalmente
imaginaria: para un individuo definido en la lógica del juego no hay afuera.
Antes de ser una dialéctica, antes de ser Amo el amo y Esclavo el esclavo,
solamente son dos cuerpos o dos organismos enfrentados sobre una arena que los
iguala al tiempo que los enfrenta. Son dos individuos enfrentados a muerte: los
dos son parte de un juego que no tiene salida ni detención ni pausa, y cuyo
final es la muerte de alguno de los organismos o de ambos. Pero ese juego, se
supone, se supera en el momento en el que uno de los agonistas (aquel que está
en condiciones físicas desventajosas y lleva las de perder), toma la decisión
de suspender el enfrentamiento. El esclavo, por su lugar inconveniente e incómodo
en esa ecuación, podrá levantarse por encima de la rivalidad para pensarla
como antagonismo: el amo es amo porque está dañado o mediado por el
reconocimiento del esclavo (pero el amo no puede reconocer el reconocimiento
del esclavo, y por eso no es capaz de política, o, por así decirlo, de teoría)
y el esclavo es esclavo por estar dañado por el reconocimiento del amo. El
reconocimiento mutuo es tan alienante como constitutivo. Y eso es, siempre, una
relación social o política. Esta superación dialéctica del enfrentamiento
podría no ocurrir, el juego podría estirarse indefinidamente. Pero hay una
tercera posibilidad, que es la más terrible en tanto parece haber aparecido
para acelerar la neutralidad misma del juego imaginario y para imprimirle un
relieve no pervertido sino divertido.
2. En alguno de los episodios, Tom y Jerry se están disputando un objeto
inverso: una bomba, una bola negra con una mecha encendida que se acorta
rápidamente. El gato se la lanza al ratón. El ratón logra atraparla y devolverla
luego de una complicada y graciosísima coreografía de la voluntad y el
esfuerzo. Este esquema se repite dos o tres veces, mientras la mecha está cada
vez más corta y el ratón cada vez más extenuado. No parece haber escapatoria.
De pronto, al recibirla, el ratón no devuelve la bomba esta vez: la abraza,
como si no quisiera que se la arrebataran. El gato, indignado, se la quita. Y
en ese momento la bomba estalla en sus brazos. El gato, que iría a ocupar el
lugar del Amo, era un idiota que ni siquiera estaba concentrado en el objeto
sino arrasado por la rivalidad misma. Y el ratón entiende que su simpática
astucia, esa capacidad de situarse un poco por fuera de la circunstancia
concreta del juego, viene a asistirlo como un nuevo dispositivo técnico para igualar
o incluso derrotar a su adversario. Entonces, se entenderá, acaba de ocurrir
una catástrofe. Este metanivel en el que se ha puesto a jugar el pequeño es lo
contrario de la conciencia. Está en las antípodas de la negatividad de salir
del juego para pensar y suspender el juego, para entender al juego en una
dimensión política. No es sino un exponenciación técnica del
juego en un andarivel que podemos llamar, sin exageración alguna, tecnología.
Ahora sí: lo peor ha ocurrido. En esa dimensión tecnológica el esclavo está a
una distancia doble de la conciencia que le permitiría pensar la rivalidad como
antagonismo político: o, lo que es lo mismo, está incrustado en el juego en una
profundidad doble. El juego se ha conectado a sí mismo. Se ha naturalizado, sin
resto ni falla. Ahora es el juego el que juega solo, como si hubiera estado
ahí, agazapado, esperando el momento. Ahora solamente hay juego. El juego había
sido, desde el comienzo, el verdadero Amo. El asunto ha tendido a resolverse no
en el proceso abierto de la emancipación del esclavo, sino en el momento de
clausura en el que esclavo aprende a jugar bien y además se divierte jugando
(extrae montos de placer del juego). Y así nos ha dominado el capital desde
siempre, aunque en forma particularmente explícita y completa en los últimos
treinta o cuarenta años. Convierte al esclavo en un operador de capital, con la
instrucción axiomática de ser más astuto que su oponente, para ocultar y
reprimir que el verdadero antagonista no es el oponente sino el juego mismo.
3. Con esta perspectiva quiero reinterpretar la máxima de Lyotard acerca
de la condición posmoderna como el derrumbe de los grandes relatos: se puede
decir que la “lógica del capitalismo tardío” ha consistido en una caída del
relato, del sentido y del tiempo histórico solamente en la medida en que hubo
un ascenso tecnológico generalizado y abstracto del juego y del jugar. El juego
no es un relato y no tiene un sentido: el juego odia a la historia, al mito y
al origen. Todo se globaliza al golpe de un “saber jugar” que sustituye con
eficacia pragmática al “sé que juego”. El principio realista-fantástico
(hiperrealista) del juego suplanta al viejo principio (simbólico) de realidad.
E históricamente la distancia no es tanto aquella que lleva de capitalismo
industrial a capitalismo posindustrial (materialismo
empirista que no nos lleva a ningún lugar profundo), sino aquella otra que
conduce de la relación política salarial a la relación
estrictamente técnica post-salarial, libre de responsabilidad
política y de resistencia histórico-subjetiva. El asunto es que este
aparato posmoderno autorregulado de relaciones técnicas de
producción sin relaciones políticas ya estaba embrionariamente —como muchos han
señalado antes— en el despliegue mismo de la razón moderna. Y eso
incluye la presencia siempre culposa de la diversión: relevo de las
viejas formas de la ideología a través de la ironía y el
cinismo en los que tantos han visto la característica fundamental de “los
nuevos tiempos”. Estos “nuevos tiempos” han sido tiempos posconciliares.
Reunificación y cura, a través de la tecnología, los códigos y los algoritmos,
de una sociedad quebrada por la política y la historia. Reunificación y cura, a
través del carnaval de los media y la masa, de una cultura
quebrada por la seriedad dramática de las clases, la ideología
y el sujeto.
4. Una vez instalado el juego capital, esto es, la clausura tecnológica
del capital en sí mismo, la pérdida y el daño es incalculable. Ya no hay social
ni historia ni defensas políticas o simbólicas. Solamente naturaleza y máquina,
cuerpo y organismo y aparatos inmunológicos. Ya no hay relatos, ni sentido ni
análisis. Solamente cálculos predictivos y mundos posibles. Sabido es que
los mundos posibles son chatos y bidimensionales: no son otra
cosa que meras variantes de la ontología del mundo real. En la pragmática del
juego no hay posibilidad alguna de algo nuevo. Todos jugamos con nuestras
herramientas y nuestras capacidades: algunos empujados a ser proactivos y emprendedores,
otros pasivos y consumidores, y todos pragmáticos, adaptativos y resilientes.
Todo lo que se sustraiga de esta monotonía técnica será acusado, perseguido,
filmado y escrachado como un intruso demasiado humano en el sistema biológico
de la democracia: personas e individuos, pero también instituciones, gobiernos,
Estados, partidos políticos, todos bajo la sospecha continua de corrupción, de
ineficiencia, de ineptitud gerencial, de la soberbia de poner a la política por
encima de las leyes naturales del juego económico, en fin. (¿Será necesario
aclarar que solamente un tonto o un cretino entenderá que estoy planteando un
plebiscito entre la ineptitud o la corrupción por un lado, y el control y
el testing tecnológico obsesivo de la salud del organismo por
el otro?) El tema clásico del poder fue suplantado por el empoderamiento.
La paciente negatividad de la teoría fue suplantada por una lucha histérica por
el mero reconocimiento del Amo. El deseo de entender fue suplantado por el
placer empático de sentir y expresarse. Entones, en rigor, haber planteado el
problema histórico y social exclusivamente en términos de poder y lucha fue uno
de los síntomas tempranos de la recaída en lo imaginario más radical: la
identidad entre vida y economía.
5. La globalización solamente puede ser un mercado. Su lógica no es
persuasiva ni argumentativa: es un empuje. Es un funcionamiento sin fricciones,
sin leyes, sin política y sin poder. Pura descentralización y equilibrio en un
sistema vascular ilimitado de circulación y flujo. Hace tiempo que hay un
organismo global que ya no es capaz de otra cosa que de dejarse llevar como un
sonámbulo o un hipnotizado por el automatismo de la evolución tecnológica. Un
autómata absurdo, un no muerto, una máquina de funcionar o de seguir-viviendo.
Una perfecta máquina de gozar. Nada más que funcionamiento inerte y pasivo,
nada más que repetición y perfeccionamiento de sus propias condiciones de
posibilidad. Por eso Covid-19 parece capaz de devastar al occidente
tecnoglobalizado. El virus no tiene velocidad ni fuerza pero toma las del
propio organismo infectado. Es que este organismo, debido a su neutralidad, a
su laxitud, a su distensión y a su hipotonía simbólica, vive en la exacerbación
alérgica inminente de su sistema inmunológico (se usa como alerta o como
profecía para el chantaje o la amenaza, o para vender cámaras de vigilancia o
armas o servicios médicos o de seguridad o desinfectantes, o programas de
televisión o noticieros, o lo que sea). Por eso es incapaz de evitar o controlar
erizamientos instantáneos de enorme agresividad o de imprevisible
destructividad, o reacciones explosivas en cadena cuando su vida y su
circulación metabólica se siente amenazada, cuando hay un intruso en el barrio,
en la casa o en el cuerpo. Nunca reacciona con una fuerza igual y contraria a
la de la amenaza real. Su fuerza, sobrerreactiva y paranoica, es proporcional a
los enormes montos de energía neutra acumulada y almacenada en la forma de una
tranquilidad siempre tensa y ansiosa.
6. Hay amplificación hiperrealista de la semiología de la enfermedad en
cada pantalla de televisión, en cada sitio web, en cada mapita en tiempo real
que simula o muestra (lo mismo da) la progresión de la caries, en cada cuerpo
recluido en interfaz con la ansiedad del todo, en cada periodista con cara de
bragueta afligida o de enfermera buena que nos orienta y aconseja, en cada
enojo exacerbado porque se ve a alguien sentado en el murallón de la rambla, en
cada recuento de los síntomas laterales como la caída de la venta de
automóviles (parece que nadie piensa que la hiperproducción de autos solamente
puede ser una tara), el colapso de la industria turística, la caída de la
ocupación, la caída de las bolsas. Entonces hay que entender que lo que se le
va de las manos al sistema no es el virus, es su propia locura inmunológica, su
respuesta imaginaria circense y desproporcionada, su impotencia política
radical disfrazada de superpotencia tecnológica. Habrá que entender, quizás,
que Occidente está cansado, que ya superó el umbral de tolerancia a eso que lo
ha hecho vivir al precio de esclavizarlo (esa formación social, como dice Marx,
“donde el proceso de producción domina al hombre, en vez de dominar el hombre
al proceso de producción”), que ya no puede vivir en esa tensión, en esa culpa
y en esa angustia de cuenta regresiva, en esa fuga maníaca y desesperada hacia
adelante como quien no llega a fin de mes y se endeuda. Y entonces ocurre el
momento paroxístico como en las películas slasher o en el cine
catástrofe. Por fin llegó ese momento en el que vemos morir a los teenagers estúpidos
en manos de un monstruo con armas blancas. Por fin terminó la cuenta regresiva
y podemos presenciar la destrucción a gran escala de todas las banderas del
poder capitalista: sus autopistas, sus más hermosas obras de arte, sus ciudades
turísticas, los edificios más altos, los aeropuertos más seguros. El placer de
ver caer eso que, en el fondo, todos odiamos minuciosamente.
CODA. Hoy ya hay cierto consenso en comprender que entre globalizadores
y proteccionistas, entre tecno y paleocapitalistas, se ha abierto una creciente
posibilidad china. Tecnoglobalización capitalista radical de control y testeo
apoyada en una estructura medieval de disciplina y obediencia y con un esquema
político no democrático electoral-liberal sino autoritario y de decisiones
centralizadas.
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