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POR QUÉ CRISTO FUE EL PRIMER GRAN COMUNISTA


por Orlando Avendaño

Algunos acuden a distorsiones de la historia para tratar de legitimar ideas. Los más conservadores, quienes reivindican cierto fundamentalismo para suprimir libertades individuales esenciales, argumentan que aquellas arbitrariedades son auténticas porque del cristianismo también surge un supuesto amor por las mismas libertades —incluso, la individual, lo que sería un despropósito—.

Pero decir que del cristianismo surge una doctrina como el liberalismo, sería eludir la verdad que, si se quiere y se cae en racionamientos disparatados, casi cualquier conjunto de ideas modernas puede tener su inspiración en los Evangelios y en el desarrollo de la Iglesia durante los últimos siglos. Inclusive, el comunismo.

Y de esta última —ya no doctrina sino ideología— sí se pudiese asegurar, y con mayor exactitud, que sus vínculos con los orígenes del cristianismo son mucho más sólidos.

En su libro, La fascinación del comunismo, Konrad Löw destaca que Marx «está fuertemente ligado al pensamiento religioso». El autor señala las referencias e imágenes de los Evangelios que utiliza el filósofo prusiano en su obra. Sin embargo, lo importante acá es recordar que Marx llegó a insinuar que su planteamiento ideológico pudiese tener raíces cristianas; pero que lamentablemente los seguidores de la religión monoteísta se habían apartado de esas mismas raíces. Una tragedia, según él; que lo llevó a decir que aquel modelo era, entonces, «el «opio de los pueblos». Pero quizá no se equivocó cuando lo insinuó.

Cristo fue el primer gran comunista. Aunque no en el sentido estricto de lo que se entiende como comunismo y en lo que derivó la aplicación de la ideología. Quizá una de las mejores obras que sirve para entender esto es Los enemigos del comercio, del filósofo español Antonio Escohotado.

Escohotado, quien podría ser la persona viva más brillante, construye Los enemigos del comercio —casi un tratado sobre «la historia completa del comunismo»— gracias a una profunda investigación sobre todos los movimientos en contra de la propiedad, el mercado y la individualidad que han existido en la historia registrada.

La obra, que comienza con Atenas y termina con el abrazo entre Chávez y Ahmadineyad —son tres tomos extensísimos—, repasa cada episodio de la historia universal en el que la contienda contra el mercado fue protagonista. No obstante, el importante para esta nota es el relacionado con el surgimiento del cristianismo y a lo que le antecedió.

El filósofo relata cómo de una rara secta judía, que repartía sus bienes e ingresos entre todos los miembros, Jesús recibiría las ideas para luego constituir un revolucionario movimiento en contra la propiedad, el lucro; y erigido en torno a la idealización de la miseria. Movimiento sin precedentes de masas que solo permitiría a la humanidad prosperar de forma descomunal al apartarse del Estado.

De los primeros enemigos del comercio a la constitución de una Iglesia pobrista

Cuando los Macabeos retomaron la tierra de Israel y volvieron a establecer el poderoso reino (164 a. C.), una secta judía se apartó del proceso: los esenios. Esta fracción, que disentía del reinado de los asmoneos —sucesores de los Macabeos—, huyó, por miedo a represión, y se alejó de la tierra prometida.

A los esenios no se les menciona, quizá por conveniencia, en los Evangelios. Sin embargo, de ellos «proviene la institución bautismal; un vivo interés por los ángeles y otros seres ‘intermedios’; la fe en una resurrección de la carne; el reparto obligatorio de todas las propiedades (‘consagrar los bienes a Dios’); una limitación del contacto sexual entre esposos a fines procreativos, y la costumbre de llamar «ladrón» al no comunista», según escribe Escohotado.

Sus ideas se alejan por completo de los principios fundamentales del judaísmo. De un «profesionalismo a ultranza»; una veneración total al mérito, la prosperidad; el aprecio al fuerte; y la falta de problemas con los placeres —todos valores intrínsecos a sectas judías mucho más poderosas, influyentes y mayoritarias—; pasan a la interpretación del «mandamiento ‘no hurtarás’ como prohibición del lucro».

Entienden que «cualquier tipo de transacción económica implica saqueo (…) Forman con sus bienes un fondo común, de suerte que el rico no puede disponer de mayor fortuna que quien nada tiene».

Viven apartados y, aunado al desprecio al lucro, al comercio y a la propiedad, agregan costumbres severas e insólitas que les provoca el rechazo, incluso, de los propios judíos. «El esenio es un necio que destruye el mundo», dicen los fariseos, según reseña el filósofo español.

«La severidad de sus costumbres [como, por ejemplo, que los sábados «estaba prohibido incluso defecar»] les condena a ser un grupo minoritario, y tampoco contribuía en principio al proselitismo su planteamiento de un mundo sin comercio», dice Escohotado.

Los esenios se continuaron desarrollando, sometidos al ostracismo, por pocos años más. El último registro que se tiene de ellos es del siglo I. Sin embargo, sus ideas y severos planteamientos, apartados de las insólitas costumbres, trascenderían su existencia por siglos.

Como se mencionó, de ellos proviene la institución bautismal. Y el «más antiguo oficiante de dicho rito es Juan, un primo de Jesús nacido seis meses antes, que la tradición supone educado por esenios». Es Juan quien asume que su primo es el «Mesías esperado» y, por ello, pese a no contar con una educación esenia, lo bautiza y conviene en que él y sus apóstoles «podrán administrar el nuevo sacramento».

Aunque Jesús tuvo una infancia judía convencional, se ha especulado sobre su relación con la comunidad esenia. El mismo papa emérito Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret, dice que «no puede descartarse que Juan el Bautista viviera un tiempo en esta comunidad y haya recibido en ella, en parte, su formación religiosa». Asimismo: «Parece que Juan el Bautista y tal vez también Jesús y su familia fueron cercanos» a los esenios.

Lo cierto es que Jesús y Juan empiezan a constituir un movimiento que Escohotado llama «pobrista». «Juan recorre Galilea seguido por muchedumbres crecientes», escribe el filósofo, y «su orden dice: ‘Quien tenga dos túnicas, compártalas para quien no tenga, y haga lo mismo quien tenga alimento».

«Unidos formalmente por el rito del bautismo, ambos grupos [el de Jesús y el de Juan] practican un rechazo incondicional de la propiedad privada y en particular del comercio como oficio», escribe Antonio Escohotado.

Los pobristas —haciendo referencia al novel movimiento religioso— empiezan a quebrantar la sociedad establecida. Son vistos de forma negativa por aquellos, como los fariseos, que disienten de ese deseo ardiente de detestar el mérito y el comercio. Quizá, por ello, los fariseos luego se ganan el rincón destinado a los villanos en los Evangelios: «Su nombre pasa a ser sinónimo de hipocresía, avaricia y crimen (…) aparecen como ‘guías de ciegos’, ‘víboras’, ‘amantes del dinero’, perversos, ‘saqueadores».

Este nuevo movimiento, cada vez más poderoso, altera lo predeterminado. Ya lo grave no es lo que solía ser para Israel, como el adulterio o la apostasía, sino lo es, ahora, la avaricia y el lujo. Se vuelven, según ellos, pecados casi intolerables.

«Si Amós maldijo a los ‘gozadores’ en general, Jesús precisa: ‘¡Malditos seáis los ricos, que disfrutasteis ya de vuestra felicidad!'», según se lee en el Evangelio de Lucas.

Se trata de un alzamiento de pobres contra ricos, literalmente. Antonio Escohotado insiste en que Jesús fue un revolucionario. De los genuinos y originales. Empezó a agitar a las masas para impulsar un verdadero movimiento pobrista.

Hubo, según señala el autor de Los enemigos del comercio, dos episodios en la vida del Mesías que retratan adecuadamente el carácter de la novel revolución religiosa. Uno sucedió al otro y demuestra parte del «programa ebionita» —el ebionismo sería luego una secta judeocristiana estructurada en torno a la idea de la pobreza como cualidad de salvación—, de acuerdo con Escohotado.

Aun sin contar con la fama de sus últimos días, Cristo entró a Jerusalén y se dirigió al Templo. Dentro aterrorizó y atacó a los «vendedores de ofrendas, diciendo que la casa de su Padre ha dejado de ser ‘casa de oración para convertirse en cueva de bandidos». Con latigazos sacó a los mercaderes del Templo de Jerusalén. «Quitad esto de aquí y no hagáis de la casa de mi padre, casa de comercio», les dijo, también.

Escohotado insiste en que esta fue una agresión osada debido a que, para el momento, los seguidores no eran tantos y los mercaderes constituían «el núcleo de la piedad mosaica, que priva a los peregrinos no solo de víctimas propiciatorias para YHWH [Yahveh] sino de cambio para sus divisas».

Del histórico acto se consolida la idea de que «el comerciante debe mantenerse» apartado de cualquier espacio de adoración. Pero además, el comercio debe alejarse de todo. La agresión se convirtió un hito para cimentar toda una revolución en contra del intercambio voluntario.

Luego de acosar a mercaderes —se debe insistir, parte fundamental del Templo porque eran quienes proveían a los peregrinos de lo necesario para los sacrificios—, el siguiente acto público del que se tiene noción, de Jesús, fue en una montaña al norte del Mar de Galilea.

Desde la altivez que brindaba el terreno, el Mesías sermoneó a una multitud de desamparados. Ahí, entre la perorata, determinó quiénes serían los elegidos para la salvación. Enumeró cuatro categorías, los que gozarían de los beneficios del cielo: «Pobres de espíritu, humildes, afligidos y sedientos de justicia», según el Evangelio de Mateo.

De sacar a latigazos a comerciantes, Jesús pasa a establecer la instrucción inflexible para gozar de la salvación: «Un rico solo entraría en el Cielo si los camellos pasaran por el ojo de una aguja», escribe Escohotado sobre la palabra del Mesías que recoge Lucas. «Ay de vosotros los ricos, porque tenéis lejos el consuelo», dice Jesús.

De esa manera, a partir del ejemplo mostrado por el hijo de Dios en el Templo o en la montaña, se va constituyendo un movimiento revolucionario con el que ningún otro se compararía jamás. Muestras como los ataques a la propiedad, o romantizar la desgracia y la miseria, se convierten en columnas fundamentales de la doctrina que nace.

El mérito ya no sería tener mérito alguno, sino carecer de él. Serán los pobres, los mutilados y los enfermos, los que pasan a constituir fuente de toda nobleza y valor. Lo contrario, la riqueza y el trabajo, pierden, con el desarrollo de la revolución, el valor que por siglos les habían otorgado las sectas más importantes del judaísmo.

Distribuir el salario. Dar los alimentos y las sobras. Jamás lucrarte ni aglomerar ganancias. Son instrucciones que pasan a conformar el dogma de ese movimiento o «programa ebionita», como lo llama Escohotado. Nade alejado de lo que ahora otras doctrinas o ideologías promueven. De lo que se empuña en los discursos y lo que aún es atractivo.

«Cuando des una comida, no invites a amigos, hermanos o parientes, ni a ricos vecinos para que no te inviten a su vez y te sea devuelta la atención. Al contrario, invita a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos. Serás afortunado porque no pueden pagártelo y tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos», se lee en el Evangelio de Lucas.

Sobre el programa, la constitución del novel movimiento y las bases fundacionales de una ideología que luego renegaría de sus vínculos espirituales —pero para imponer regímenes hambreadores por el mundo— el brillante Escohotado escribe: «El comunismo niega al individuo el derecho a hacer con sus bienes lo que le plazca, entendiendo que todo pertenece a todos (…) El principal mérito es precisamente ser pobre o débil de alma (…) Los seres humanos no responden ante iguales sino ante Él [Dios], en un marco donde los logros materiales y profesionales se desvanecen al cesar el descreimiento. Hasta qué punto abundancia gratuita y fe van de la mano lo demuestran la multiplicación del pan y los peces, o la del vino en las bodas de Caná. A la vista de esos portentos ya no hay excusa para desoír la orden: ‘Vended todos vuestros bienes, y regalad el dinero'».

Y esto último que recuerda el filósofo es fundamental: a los miserables y desdichados, pero creyentes, el pan se les multiplicó. Les llegó, de forma gratuita y en abundancia, por su condición ahora «valiosa» y «sublime».

El cristianismo supo «purificar» las ideas de los esenios —a quienes Escohotado llama «los primeros enemigos del comercio»—, apartando lo aberrante para conservar la fobia al comercio, a la abundancia y a la desigualdad. Afinaron el rechazo íntimo al mérito y la presunción de que el valor reside en la desgracia.

«Pero la ecuación propiedad-robo no era solo una idea original sino un programa político y religioso universalizable, y bastó prescindir de sus rituales para que un grupo autoexcluido pudiera convertirse en núcleo ético para el más importante culto de masas de la Antigüedad», escribe el español.

Y así, constituyendo la Iglesia pobrista, el cristianismo deberá subsistir, creciendo en influencia y poder, «obligados a conciliar el carisma pobrista con el hecho de ser durante más de un milenio el único foco de opulencia». Hipocresía similar a la de otros movimientos, doctrinas o, en este caso, ideologías. Que luego también encarnaron en el más importante culto de masas, pero de la modernidad.

(PANAM POST / 15-5-2018)

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