martes

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (27)


EL TEATRO SAGRADO (8)


En su origen, el happening intentaba ser la creación de un pintor que, en vez de pintura y tela, cola y serrín, u objetos sólidos, empleara personas para lograr ciertas relaciones y formas. Al igual que un cuadro, el happening intenta ser un nuevo objeto, una nueva construcción introducida en el mundo, para enriquecer al mundo, para añadirse a la Naturaleza, para afincarse en la vida cotidiana. A quienes consideran desvaídos los happenings les replican sus partidarios que una cosa es tan buena como otra. Si algunos parecen “peor” que otros, se debe, a su entender, a que el espectador está condicionado y tiene sus ojos extenuados. Los que toman parte en un happening y se sienten a gusto pueden permitirse considerar con indiferencia el tedio del no participante. El simple hecho de participar aumenta su percepción. El hombre que se pone el smoking para ir a la ópera y comenta “Me gusta esta clase de acontecimientos sociales”, y el hippy que se pone su traje floreado para asistir a un light-show que dura toda la noche, incoherentemente marchan los dos en la misma dirección. Acontecimiento, suceso, happening son palabras intercambiables. Las estructuras son distintas: la ópera está construida y se repite de acuerdo con principios tradicionales; el light-show se desenvuelve por primera y última vez según el caso y el ambiente; pero ambas son reuniones sociales deliberadamente construidas, que buscan una invisibilidad para penetrar y animar lo ordinario. Quienes trabajamos en el teatro nos vemos implícitamente desafiados a seguir adelante, al encuentro de esta hambre. Hay muchas personas que intentan a su modo hacer frente al desafío. Citaré a tres. Una de ellas es Merce Cunningham. Discípulo de Martha Graham, ha creado una compañía de ballet cuyos ejercicios diarios son una continua preparación al shock de la libertad. Al bailarín clásico se le educa para observar y seguir cada detalle de un movimiento que se le asigna. Ha acostumbrado su cuerpo a obedecer, su técnica está a su servicio, de modo que, en lugar de quedar envuelto en la ejecución del movimiento, puede hacer que el movimiento se desarrolle en íntima compañía con el desenvolvimiento de la música. Los bailarines de Merce Cunningham, que están perfectamente adiestrados, usan su disciplina para ser más conscientes de las sutiles corrientes que fluyen en un movimiento al desenvolverse por primera vez, y su técnica los capacita para seguir esta elegante presteza, liberada de la torpeza del hombre no adiestrado. Cuando improvisan -al tiempo que las ideas nacen y fluyen entre ellas, nunca repitiéndose, siempre en movimiento-, los intervalos tienen forma y se puede captar la justeza de los ritmos y la verdad de las proporciones: todo es espontáneo y, sin embargo, hay orden. En el silencio existen muchas cosas en potencia: caos u orden, confusión o modelo, todo en estado inculto; lo invisible hecho visible es de naturaleza sagrada y, al danzar, Merce Cunningham lucha por un arte sagrado. Quizá el escritor más intenso y personal de nuestra época es Samuel Beckett. Sus obras son símbolos en el sentido exacto de la palabra. Un símbolo falso es blando y vago, un símbolo verdadero es duro y claro. Cuando decimos “simbólico” nos referimos a menudo a algo tristemente oscuro: el verdadero símbolo es específico, la única forma que puede adoptar una cierta verdad. Los dos hombres a la espera junto al árbol achaparrado, el hombre que registra su voz en el magnetófono, los dos personajes abandonados en una torre, la mujer enterrada en arena hasta la cintura, los padres en los cubos de basura, las tres cabezas en las urnas: todo son puras invenciones, frescas imágenes agudamente definidas, que están sobre el escenario como objetos. Son máquinas de teatro. La gente sonríe al verlas, pero ellas se mantienen firmes: están a prueba de toda crítica. No llegaremos a ningún sitio si esperamos que nos digan qué significan, aunque lo cierto es que cada una tiene una relación con nosotros que no podemos negar. Si aceptamos esto, el símbolo se nos convierte en asombro.

Este es el motivo por el que las oscuras obras de Beckett son piezas plenas de luz, donde el desesperado objeto creado da fe de la ferocidad del deseo de testimoniar la verdad. Beckett no dice “no” con satisfacción; forja su despiadado “no” a partir de un vehemente deseo del “sí”, y por eso su desesperación es el negativo con el que cabe trazar el contorno de su contrario.

Hay dos maneras de hablar sobre la condición humana: el proceso de inspiración, mediante el que pueden revelarse todos los elementos positivos de la vida, y el proceso de la visión honesta, por el que el artista da testimonio de cualquier cosa que haya visto. El primero depende de la revelación, y no puede realizarse, con santos deseos. El segundo depende de la honradez, y no ha de empañarse por los mencionados deseos.

Beckett expresa esta distinción en Días felices. El optimismo de la mujer medio enterrada no es una virtud, sino el elemento que le ciega la verdad de su situación. Unos pocos y raros resplandores le permiten vislumbrar su condición, pero en seguida los borra con su buen ánimo. La influencia de Beckett sobre algunos de sus espectadores es exactamente la misma que la ejercida por esta situación sobre su protagonista. El público se agita, se retuerce y bosteza, se marcha o bien inventa cualquier forma de imaginaria queja a manera de mecanismo defensivo ante la incómoda verdad. Lamentablemente, el deseo de optimismo que comparten muchos escritores les impide encontrar la esperanza. Cuando atacamos a Beckett por su pesimismo, nos convertimos en personajes de Beckett atrapados en una de sus escenas. Cuando aceptamos las afirmaciones de Beckett tal como son, repentinamente todo se transforma. Después de todo, hay un público completamente distinto, que es el de Beckett, compuesto por personas que no levantan barreras intelectuales, que no se esfuerzan demasiado en analizar el mensaje. Este público ríe y grita, y al final comulga con Beckett, este público sale de sus obras, de sus negras obras, alimentado y enriquecido, animado, lleno de una extraña e irracional alegría. Poesía, nobleza, belleza, magia: de repente estas sospechosas palabras vuelven una vez más al teatro.

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