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EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (44)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

Edición y prólogo: Hugo Giovanetti Viola


PARTE 3

28


Diogo llegó cuando las llamas ya habían perdido altura y los hombres continuaban observando las chispas que sobrevolaban los restos del cobertizo. No dijo nada. Caminó lentamente y en silencio hasta detenerse al lado de un montón de repuestos retorcidos y negros: de pronto, aquellos hombres ya no eran los mismos que habían abandonado los camiones y trepado hasta allí con la excitación de una jauría. Ellos, los que jamás debieron haber renunciado al calor de sus camas y a los cuerpos de sus mujeres, eran apenas un bando de figuras mojadas y preguntas sin respuestas, obtusos y asustados. Entonces Diogo divisó los cuerpos de los siete gatos que habían sido baleados por error, duros bajo la lluvia, y se acercó a Paulo Enrique.

-Cómo supieron que venía para aquí -preguntó.

-¿Ye te olvidaste de que nosotros también lo conocíamos? ¿No te das cuenta de que hizo todo lo posible para que lo encontrásemos? -demoró en jadear el otro, bizqueando entre una máscara de tierra y hollín. -Quería que lo encontrásemos.

Y después Diogo lo escuchó contar, sin lástima y odiándolo y hasta disfrutando un poco con su sufrimiento, cómo Ángel pareció haber estado esperándolos y les facilitó lo que ahora podría llamarse legítimamente defensa propia cuando les saltó arriba arañándolos y mordiéndolos hasta que alguien le pegó el primer tiro y él atinó a esconderse de nuevo y ya no tuvieron más remedio que disparar todos y de repente vieron balancearse la estructura de chapas ferrugientas mientras el fuego que había dentro culebreaba formando enormes llamaradas y el cobertizo se derrumbó.

-Y cómo hacemos ahora -preguntó alguien detrás de ellos.

-Vamos a tener que bajar a pie -dijo la voz. -Los camiones no podían esperarnos mucho tiempo.

-Pero no podemos irnos y dejarlo ahí -dijo Claudio, que estaba agachado al lado de Paulo Enrique.

-Y don Agustín -dijo Diogo. -Debe estar ahí adentro, también.

-Sí. Qué hacemos -le tembló la voz a Joaquín.

-Eso tendrían que haberlo pensado antes -dijo Diogo, -Ahora ya es tarde. Lo único que va a quedar es ceniza.

Y se ladeó para observar al hombre con el que se había enfrentado en la carretera: tenía un ojo semicerrado y una línea de sangre brillante cruzándole la cara. Padilla, un poco más lejos, se levantó con dificultad y no era difícil imaginar las marcas de una mordedura en su pierna derecha.

-Ángel tenía una enfermedad contagiosa en la sangre -les dijo entre dientes pero mirándolos con firmeza, como para asegurarse de que lo entendieran bien.

La lluvia volvió a arreciar y de golpe Paulo Enrique se puso a aullar golpeando el barro con los puños cerrados:

-QUERÍA QUE LO ECONTRÁSEMOS. QUERÍA QUE LO ENCONTRÁSEMOS.

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