martes

JORGE LIBERATI exclusivo para elMontevideano


EL HILO DE LOS HECHOS

La historia no estudia el continuo que forman los hechos en una línea que debe seguir para establecer la cronología y estudiar causas y efectos o sus interrelaciones. No se ocupa sólo de narrar, de crear otro continuo de palabras y argumentos que recreen aquellos hechos. Ya dijo Alfred N. Whitehead que “el estudio de la historia como simple serie de hechos sucesivos y de su causación se destruye a sí misma. Es un prejuicio y una ilusión. Hay océanos de hechos. Buscamos el hilo que los coordine”.

No se trata de una evidencia sino de dos: habría un océano de hechos y no una serie, pero además algo que no poseen los hechos ni las series: lo que buscamos. Hay historiadores ajenos a estas evidencias que insisten en perseguir la flecha del tiempo, en acelerar hasta que se igualen las velocidades en el intento de atrapar el pasado. Yendo de eslabón en eslabón y descubriendo cada uno de sus secretos, antecedentes y consecuentes, creen entender toda o parte de la cadena. Algunos juegan a las nuevas cronologías, otros repiten las ya hechas haciéndoles algún agregado que llame la atención por su actualidad, como el de la evolución de las diferencias de género, o sustituyendo las relaciones de producción por el aprovechamiento de la energía.

Se insiste en estudiar la historia sin oír a Whitehead, e inevitablemente saltan las preguntas: ¿qué perjuicios acarrea insistir en el viejo esquema?; ¿de qué otra manera puede estudiársela? ¿Acaso la historia no discurre en el tiempo? El responderlas compete a los filósofos de la historia y a los historiadores. Sin embargo, es posible que la observación del filósofo inglés comprenda también el tratamiento que damos al pasado en la vida corriente. Sobre todo, en cuanto a los hechos relacionados particularmente con nosotros, los pequeños hechos de la historia personal. No estudiamos esos hechos como el historiador estudia la historia, pero volvemos una y otra vez a ellos, a veces queriendo reconstruirlos y otras buscando una causa hasta entonces oculta que explique las dudas que nos persiguen, las distracciones, las ingenuidades, errores y aciertos cuyos motivos no hemos conocido nunca.

Un ejemplo es el cambio en la manera de pensar después de transcurrido el tiempo y si se es consciente de ese cambio: procedemos a examinarlo de manera semejante a la del historiador. Si el cambio se relaciona con la ideología política, la persona puede hacerse la pregunta ella misma, si antes ya no se la formuló un amigo o un enemigo. Se justifica con el tiempo transcurrido, con el largo hilo que fue atando los hechos en diferentes periodos, mientras la conciencia, agonista de una narración con etapas y acontecimientos, sufre y reacciona con energía. Nadie ignora que la edad es la medida de la madurez de la persona, que la experiencia suministra el fruto de las mayores enseñanzas y que la apreciación del mundo y de la vida cambian conforme se transfigura la vida mental, la moral, los valores y los sentimientos. Pero hay algo más.

El orden de cosas que examinamos se despliega en torno a la memoria, donde solemos escrutar cuando queremos entendernos a nosotros mismos y donde está el tiempo perdido y el tiempo recuperado. Pero allí quedan registros vagos, apenas dibujados en una pantalla de baja definición que puede devolvernos figuras deformadas por permisos o prohibiciones inconscientes. La memoria es una técnica o mnemotécnica como cualquier otra, una tecnología humana. Se juntan el tiempo y la tecnología para servir al empeño de cobrar conciencia de cómo hemos llegado a ser lo que somos. En la conciencia, sin embargo, está lo que pensamos directamente, las ideas, y ellas valen por lo que son y por el proceso que las ha llevado a instalarse en nuestra cabeza de cuyas causas históricas habitualmente nos desentendemos.

¿Qué hace el tiempo para cambiar el cuerpo, el aspecto del rostro, de la piel, la forma de los huesos, los contenidos y la dinámica de la vida psíquica? ¿Y qué hace la tecnología en su intento de sustituir al tiempo? Hasta donde sabemos, el tiempo no es lo que nos cambia, y la inteligencia capta los que nos ocurre fijándolo más en la conciencia presente que en el pozo sin fondo de la memoria: más bien, los cambios producen la sensación de que nos estiramos y duramos. Si Whitehead descartó el hilo del tiempo como medio de conocer la historia, Ortega y Gasset descartó la tecnología entendida como fruto de nuestras aspiraciones, pues son éstas las que la vuelven posible para permitirnos una gestión más eficiente en la faz concreta de la vida.

El tiempo o la tecnología, pues, ¿es lo que nos cambia, lo que nos reencuentra con el yo disperso que hay en cada uno, pensamientos, emociones, ideología? No sabemos a cabalidad lo que es el tiempo y tampoco a dónde nos puede llevar la tecnología. Pero sabemos qué somos y a dónde queremos ir y, mejor aún, qué es lo que hacemos. Y eso es lo humano: el presente. El hilo de la historia personal está todo aquí y ahora y no en el pasado, que no sabemos dónde está, ni en la tecnología, a la que debemos conducir y no al revés, como algunos desean interesadamente. Se desprende que nos enloquecemos perdiéndonos en los laberintos de la memoria o por desconocer el rumbo que toman los avances, las sutilezas de la ciencia, y una cultura artificial que no sabe gobernarnos.

La perspectiva desde cada uno de los nuevos estados en permanente cambio nos engaña con la falsa impresión de que algo pasa o transcurre. Somos lo mismo, pero con cambios, y el cambio no consiste sólo en desechar y reponer sino en regular la transformación de la energía, en controlar el orden y el desorden, en conservar algunas cosas tanto como en tirar abajo otras. No desconocemos los pasos fallidos, los errores disimulables, porque todo está presente en cada persona junto a los aciertos y logros. El hilo de los hechos es en verdad un ovillo en nuestras manos, la madeja donde se envuelve todo lo que somos. Nos engaña el tiempo y la tecnología cuando se valen de la felicidad como promesa de futuro, con el circuito integrado, el algoritmo bioquímico, el nanorobot, invenciones maravillosas que se deben a la humanidad toda y no a los intereses egoístas de los fabricantes e inversores.

Para la ciencia el tiempo sólo existe en el entorno de cada punto del universo, en cada estado en que se encuentra el cosmos, y puede apreciarse sólo en relación a los demás puntos o estados. De la misma manera, no hay tecnología que pueda independizarse como “conciencia” artificial, autónoma y voluble, como quieren presentarla quienes la llaman con error “inteligencia artificial”. Su punto de referencia es la conciencia humana, sin la cual los grandes especuladores no obtendrían sus cuantiosas ganancias. Dependen de la actividad colectiva, del trabajo que ha costado desmadejar el hilo de los hechos, el deseo de encontrar lo que buscamos. La realidad en la que se apoyan no es de su propiedad; resulta sólo una desproporcionada apropiación de la energía total que las colectividades regalan bajo el engaño de las apariencias, fascinantes pero embaucadoras.

No escapamos de las condiciones del sistema cósmico al que pertenecemos ni a las dificultades que nos presenta para sobrevivir en él. Tenemos tiempo para percibirlo y artilugios para encontrar soluciones. Pero es pura ilusión, una imagen del espejo defectuoso que somos, del torbellino de acontecimientos físicos, químicos, psíquicos de que estamos hechos, de la explosión atómica que llevamos dentro, del pequeño big bang por el cual cada uno convierte un estado en otro, transformando energía o entropía en espacio y tiempo personales. No hay engaño posible: nadie dispone de tiempo si no se transforma, y nadie dispone de artilugios ni magia sino de técnicas inteligentes para transformanos. Sin transformación y tecnología se nos evapora la creatividad y el espaciotiempo, y quedamos flotando sin la gravedad que nos mantiene pegados al suelo y vamos a vivir en el limbo, a la orilla de la nada.

Tenemos conocimiento acerca de aquello sobre lo cual indagamos y formamos idea e ideología, pero no siempre con acierto respecto a intereses o conveniencias universales. No sabemos de qué depende el acierto o el error, pero de seguro no es, exactamente, del tiempo ni de la tecnología, pues éstos no son objetos que adquirimos sino estados en que estamos. Creemos ser minuto a minuto lo que decide el tiempo y solemos recrearnos en los recuerdos vaporosos de la memoria. Somos fotografías tomadas sobre lo que nos rodea y que se graban y esculpen con vigor, impresionando al yo como las obras de arte. Estamos hechos de imágenes que disimulan la realidad trivial mediante el grotesco, concepto que en el sentido actual es lo desagradable y horrible. Pero en su sentido profundo el grotesco es el recurso maravilloso de Miguel Ángel en las figuras descomunales de la Capilla Sixtina. Somos nosotros quienes acogemos esas figuras que nos impresionan gracias a la técnica. Nos asombra la técnica y la atención se concentra y se instala en ella, sea lo que fuere lo que pensemos del Juicio Final. Algo parecido ocurre con las imágenes HD y con las tecnologías virtuales. Vivimos en ellas, sea lo que fuere lo que trasmitan, comuniquen o compartan, pues nos ofrecen una realidad exagerada, grotesca, a veces bella y a veces horrible, con el fin de que nosotros llenemos las zonas oscuras y tomemos por uno de los caminos que se bifurcan. Somos quienes consagramos la maravilla, quienes elegimos qué hacer con lo que las imágenes dejan en blanco. Elegir es parte de la tecnología.

Entretanto, nos cambia la vida, el espíritu y las ideas giran sacudidos y desfigurados por la tormenta interior y los nubarrones externos. Y nada ni nadie nos decodifica, nos convierte en actos y conductas, nada ni nadie nos realiza definitivamente, porque no somos sino que vamos siendo. De manera que preguntar qué nos está pasando o en qué hemos cambiado, por qué lo hemos hecho o, simplemente, si en verdad hemos cambiado, parece fantasía. Y si cambiamos es porque el mundo se interpone al elegir, la apariencia nos deslumbra o nos desilusiona. Pero quien no elige se queda en el engaño del tiempo que siempre promete y en la ilusión de la técnica que siempre nos cambia.

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