lunes

HERMAN MELVILLE - CUENTOS COMPLETOS (3)


FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO

I (2)


Tengo en “los ojos de mi alma, Horacio”, (1) tres (el número de las Gracias, como recordaréis) que podrían estar cada una de ellas en la cima de sus órdenes respectivos. Si la primera se vistiera con silvano atuendo, y portase en su mano un arco, podría considerarse con justicia y propiedad el retrato de la misma Diana. Su porte es audaz, su estatua alta y recta, su presencia regia y dominadora y su tez tan clara y bella como el rostro del cielo en un día de mayo; sus ojos brillan con ese matiz indefinible que es, sin duda, el más sorprendente que pueda adornar el rostro humano. El bermellón de sus mejillas adopta perpetuamente ese tono saludable y lozano que estamos acostumbrados a contemplar y que ilumina, ¡ay!, por un instante, el rostro de la bella de ciudad cuando hace su excursión anual al campo para disfrutar por un tiempo del refugio de la vida rústica.

Si a esas cualidades añadimos la majestad en la apariencia y la dignidad en el porte que habríamos atribuido a la regia amante de Antonio, junto con ese semblante heroico y griego que la imaginación le asigna inconscientemente a la judía Rebecca, cuando se resistía a las arteras mañas del templario (2), tendréis en mi pobre opinión el retrato de…

Al aventurarme a describir a la segunda de esta hermosa trinidad, siento que mis poderes de delineación son inadecuados para la tarea; aun así trataré de hacerlo, aunque como un pobre aficionado temo ofender los encantos que intento retratar.

¡Acudid en mi ayuda, espíritus guardianes de la Belleza! ¡Guiad mi torpe mano y preservad de la mutilación los rasgos que cuidáis y protegéis! Bebed ríos enteros de champán, mi querido M., hasta que vuestro cerebro esté mareado por la emoción: estudiad atentamente la última parte del Canto Primero del Childe Harold, y saquead vuestras reservas intelectuales en busca de las más vivas visiones del País de las Hadas, y estaréis en parte preparado para disfrutar del epicúreo banquete que me dispongo a ofreceros.

La estatura de esta hermosa mortal (si es que en verdad pertenece a la tierra) es perfecta, pues, aunque no se la pueda acusar de ser baja, tampoco puede llamársela con propiedad alta. Su figura es esbelta, casi hasta la fragilidad, pero sorprendentemente modelada en la elegancia espiritual, y es la única forma que vi jamás que puede soportar el juicio de una crítica rigurosa.

Cualquiera que esté dotado del más ínfimo residuo de imaginación debe de haber convocado desde los reinos de la fantasía, un ser más brillante y hermoso que cualquier otra cosa que hubiera contemplado antes en alguna de sus ilusiones, cuyo atributo principal y diferenciador invariablemente resulte ser una forma del encanto indescriptible que parece:

Navegar en luz líquida
y flotar en un mar de bendiciones. (3)

Raras veces se nos concede el cumplimiento de estas visiones seráficas, pero puedo decir sinceramente que cuando mis ojos se posaron por primera vez en esta adorable criatura, me creí transportado al país de los sueños donde yacía encarnada la más brillante concepción de la más descabellada fantasía. Si la chispa prometeica pudiera animar la Venus de Medici, no haría sino ofrecer un reflejo de…

Su tez tiene el tono delicado de las morenas, con un poco del rosado matiz de las circasianas; y uno podría jurar que únicamente los soleados cielos de España han iluminado la infancia de un ser semejante, que tanto se parece a sus propias “hijas de mirada oscura (4).

El contorno de su cabeza junto al perfil de su rostro están esbozados con clásica pureza, y mientras el uno es indicio de sentimientos refinados y elegantes, el otro no es más casto y sencillo que el espíritu que irradia cada rasgo de su cara. Su pelo es negro como ala de cuervo, y está partido como el de una virgen sobre la frente, donde se asienta, circundada por sus hermanas, el verdadero genio de la belleza poética, la esperanza y el amor.

¡Y qué decir de sus ojos! ¡Abren hacia ti sus órbitas negras y profundas como el sol de mediodía en el cielo, y abrasan tu alma con los fuegos del día! ¡Igual que la chispa divina del Dios propicio incendiaba en un instante las ofrendas colocadas sobre el altar sacrificial de los hebreos, basta con una simple mirada de esos ojos orientales para incendiar tu alma y provocar un estallido en tu interior! ¡Qué extraños son los dardos de Cupido! ¡Como los mandobles de la espada de Minotti (5), un simple vistazo a su alrededor en un atestado salón de baile dejaría a su alrededor pilas de corazones amontonados en semicírculos! Pero el sexo más rudo se merece que este ser glorioso usurpe su orgulloso dominio, y otorgue a la expresión de su mirada una ternura capaz de derretir al corazón más frío y sanar las heridas antes infligidas.

Si al musulmán devoto y ejemplar que, al morir en la fe de su Profeta, anticipa yacer en lechos de rosas embriagado por toda la eternidad, le esperan huríes como esta, arrastradme amables vientos más allá de este triste mundo y

¡Envolvedme en dulces aire lidios! (6)

Pero me estoy dejando arrastrar por un no sé qué de extravagancias, así que os daré brevemente un retrato de la última de estas tres divinidades, y pondré fin a mis fatigosas lucubraciones.

Esta última es una belleza liliputiense; de estatura diminuta, pelo rubio y pies para los que sería demasiado grande la zapatilla de Cenicienta; un rostro dulce e interesante y modales eminentemente refinados y atractivos. El aspecto de la fisonomía es singularmente suave y amable, y toda su persona rebosa cada una de las gracias femeninas. Sus ojos

Derraman la dulzura de sus rayos azules; (7)

y a ella, por encima de todas las de su sexo, pueden aplicársele los versos de nuestro gentil Coleridge:

Doncella de mi Amor, dulce “____”!
a la luz de la belleza te deslizas:
tus ojos son como la estrella de la víspera,
y dulce tu voz como canción de serafines.
Pero no es tu celestial belleza lo que infunde
una pasión suave y brillante en este corazón,
sino la voz que tu alma habita
y te prohíbe oír hablar de mi aflicción.
Cuando el sufriente se hunde y desfallece
no ve tendida la salvadora mano,
hermosa como del regazo del cisne
que se eleva graciosa sobre las olas,
he visto tu pecho conmovido de piedad,
y por esto te amo dulce “____” (8)

Aquí, mi querido M, termina mi catálogo de las Gracias, este capítulo dedicado a las Bellezas, y debo implorar vuestro perdón por haber abusado tan largo tiempo de vuestra paciencia. En caso de que a vos mismo, puesto que no es del todo imposible que la llama amatoria se haya extinguido de vuestros pechos, no es interesen estos tres “falsos presentimientos”, no dejéis de hacérselos llegar a… y de pedirle su opinión en cuanto a sus respectivos méritos.

Ofrecedle mi agradecimiento al alcalde por haber atendido tan rápido mi petición y aceptad vos mismo el testimonio de mi nada mermado aprecio y mi esperanza de que el cielo continúe sonriéndoos e iluminando vuestro camino.
                                                                        Siempre vuestro,

                                                                                              L.A.V.

Notas

(1) Hamlet, acto I, escena ii.
(2) Personaje de Ivanhoe, la famosa novela del escritor escocés Walter Scott (1771-1832)
(3) Los versos proceden de la obra The Mourning Bride del dramaturgo inglés William Congreve (1670-1729).
(4) La frase pertenece al Canto I del poema antes citado: El pegerinaje de Childe Harold, del poeta inglés Lord Byron (1788-1824).
(5) Nueva referencia byroniana; en esta ocasión el poema El sitio de Corintio.
(6) La cita proviene del poema L’Allegro del poeta inglés John Milton (1608-1674).
(7) El verso procede el poema The Pleasures of Imaginations del poeta y médico inglés Mark Akenside (1721-1770).
(8) Se trata del conocido poema Genevieve.

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