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BREVE RESEÑA SOBRE EL CAFÉ EN MI PAÍS - MARILUZ SUÁREZ HERRERA - especial desde México


Sábado 25 de mayo de 2019
Festival del Café y Chocolate en el Centro Histórico

Antes de la llegada de los europeos, el café era totalmente desconocido en el territorio que ahora conocemos como República Mexicana. Según los cronistas el café llega a México anunciando con bombo y platillos sus maravillosas virtudes: purificaba la sangre, disipaba la pesadez del estómago y alegraba el espíritu. Según algunos registros su cultivo inicia en 1790. Durante el Virreinato se consumió como bebida exótica, solo las clases pudientes podían adquirirlo. Se importaba de Cuba y llegaba ya molido y envasado. El primer lugar acondicionado para consumirlo, mientras los clientes charlaban o fumaban, fue durante el gobierno del Virrey Bernardo de Gálvez (virrey, año y medio de 1785-1786). Para 1795 se comienza a cultivar el café antillano en México. Algunos dicen que esta práctica nació en Córdoba, Veracruz bajo el mandato de un magnate mexicano llamado Juan Antonio Gómez, otros tantos sostienen que fue el Español Jaime Salvet en el estado de Morelos, cerca de Cuernavaca. Sin embargo, no todo el café del país llegó por las Antillas: el que llegó al estado de Chiapas, fue traído directamente desde Guatemala, y el café michoacano llegó desde el puerto de Moka en Yemen, extendiéndose hasta Jalisco, Nayarit y Colima. Cerca de Cuernavaca el español antes mencionado, plantó cafetos, pidió al virrey exención de impuestos y pagar diezmo por 25 años, pero el permiso se le negó.  Con fecha del 15 de julio de 1809 un dictamen del cabildo eclesiástico informa que ya se cultivaba café desde 1800 en Oaxaca. Fue en 1810 que se documenta más claramente la información sobre su cultivo. Para 1850 ya se cultivaba en Veracruz, Oaxaca, Chiapas, Tabasco y Michoacán. Al aumentar su plantación se soñó con abastecer el mercado de los Estados Unidos.

Dejando a un lado la producción, cultivo, exportación y demás, hablemos de las primeras cafeterías en esta nuestra Noble y Leal Ciudad de México. Inicialmente eran cafeterías/neverías, posteriormente también reposterías y se inicia una cruenta batalla para derrocar al chocolate, que podríamos decir continúa hasta nuestros días en algunas regiones del país.

Los locales donde se servía esta aromática bebida fueron espacios de reunión, espacios de conspiración política, de lectura de periódico, de peñas literarias. Con el tiempo se volvieron también centros de espionaje, refugio de cesantes, vagos, empleados, jugadores, asilo de políticos, periodistas, militares, clérigos, literatos y cómicos.

Se dice que el primer Café, como local fue el Café Manrique, en 1789/1790 en las calles de Tacuba y Monte de Piedad. Alfonso Sierra Partida nos dice que allí “acudió don Miguel Hidalgo y Costilla con intenciones que no fueron las de rezar el Padre Nuestro”.

Alrededor de los años 1830 un italiano abrió el Café Veroly o Veroli (localidad de Italia) era elegante y muy visitado. Estaba en la esquina de Coliseo Viejo (hoy 16 de Septiembre) y Coliseo Nuevo (hoy Bolívar), integrado al edificio del Teatro Principal. Dos puertas exteriores daban a las calles de Coliseo Viejo y Coliseo y una, interior, “conducía a las entradas del teatro y se bifurcaba llevando una al pórtico y otra al foro”. Tenía dos pisos y el techo estaba hecho de cristales. En los bajos se hallaba el local del café y en el piso superior se encontraban pequeños cuartos y salones habilitados como fondas. En el café las mesas eran de mármol de forma redonda, tenían tripié de fierro y podían sentarse en torno hasta cuatro personas. En algunas se jugaba ajedrez y dominó durante toda la jornada. No faltaba el billar, hablando de juegos, se jugaba también dominó, tresillo, ajedrez y bolos.

Al llegar la Intervención Francesa los cafés sintieron su influencia y la clientela se tiñó de militares franceses, austriacos, belgas, así como aventureros polacos e italianos, todos aspirantes al oro y la fortuna.

En su libro Viajes al siglo xix, publicado en 1933, el zacatecano de Pinos, Enrique Fernández Ledesma, poeta de un libro de poemas y ex director de la Biblioteca Nacional, gran amigo de López Velarde, dedica un capítulo al café Veroly. Así el café Veroly llegó también a la literatura. Manuel Payno (1810-1894), novelista mayor de nuestro siglo xix, le destina un capítulo en El fistol del diablo, en el que señala que era el más elegante y en boga durante los años treinta y “sitio de reunión de hombres de mundo y de negocios”, amén de centro de convergencia donde se destruía toda honra, y aun en Los bandidos de Río Frío, el mismo Payno vuelve a uno de los personajes cliente asiduo del establecimiento en la década de los cuarenta. Guillermo Prieto, el gran periodista, confirma que “era el punto de cita de moda” y que hacía competencia a La Gran Sociedad. Siendo de los locales integrados al conjunto del Teatro Principal, era lógico sitio de reunión de artistas y aficionados al teatro. Una vez rico el propietario italiano, lo cierra. Muy famosos también el Café del Bazar y el Águila de Oro de 1833.

En 1860 se puso de moda instalar gabinetes. Los cafés también sirvieron  repostería, así nos lo recuerda Payno: “En otros cafés y lecherías como el de Minería […] y los denominados Gran Café de las Escalerillas, Café Nacional, Puente de San Francisco, Rejas de Balvanera, Mariscala y otros, se tomaba atole de leche, blanco o ligeramente rosado, con bizcochos o tamales cernidos, y además por la tarde arroz con leche, natillas, bien-me-sabe (Es un  postre que data de 1635 y procede de Andalucía, Canarias y Málaga, en España, leche crema y otros dulces por el estilo. En algunos establecimientos como el de Balvanera, se servía al mediodía la refrigerante cuajada”. (La cuajada es un producto lácteo, de textura cremosa, elaborado con leche coagulada por acción del cuajo. Es un postre originario de Navarra y típico de la gastronomía del norte de España. Sobre El Infiernillo, cuenta García Cubas que “la bebida especial y predilecta […] era el fosforito (tipo de café): café puro que servía el mozo a discreción […], dos o tres terroncillos de azúcar y una copa de buen catalán (me parece que es una bebida de anís) que […] se mezclaba para apurarla tranquilamente a sorbos pausados y alternados con fumadas de cigarrillo”.

Algunos  cafés míticos fueron El Progreso, que en 1875 causó revuelo cuando introdujo meseras; el ya mencionado Veroly, en Coliseo Viejo; el Café de la Sociedad (donde ahora está la Casa Boker); el Café del Sur; El Bazar, en Espíritu Santo (hoy Isabel la Católica); Café del Cazador, en Mercaderes y Plateros, frente al Palacio Nacional; el Fulcheri, que introdujo a México los helados napolitanos y servía dos productos prácticamente exóticos: crema chantilly y queso crema; el efímero Café Cantante del Hotel de Iturbide, que por una peseta permitía gozar del espectáculo y de un chocolate, un café o un helado; y más tarde, hacia el porfiriato, el Café Concordia; el Colón, en Reforma. El Concordia, que abrió en 1868, se demolió en 1906 para dejar espacio al edificio de La Nacional, frente a Bellas Artes (todavía en construcción), fue el favorito de Gutiérrez Nájera. Por su parte, Luis G. Urbina lo describe así: “Las podridas tapicerías, los marcos de oro muerto, los espejos opacos como grandes ojos agonizantes, los mármoles amarillentos, los terciopelos chafados (estropeado o roto), los verdes de hoja invernal y los rojos desteñidos y manchados eran como viejas reliquias para nosotros”. Pero ya el Café París, en Filomeno Mata, “pugnaba —y en buena medida lo logró— por gestar una bohemia literaria un poco tardía”.

Ya más cercano a nuestros días aparece el café Tacuba, del año 1912,  prosiguió la apertura de otros como El Cazador y Minerva, el Café Colón, la Paix y el Monte Carlo, que fueron puntos de reunión para las mentes más prolíficas de México, junto con otras tantas Casas de Café entre las que destacan La Mansión Dorée, Sanborns (curiosamente, en sus inicios fue más famoso el de la calle Lafragua que el hermosísimo edificio de Los Azulejos), el café París y, por supuesto, el Café la Habana, famoso por ilustres y asiduos visitantes como Fidel Castro. 

He de confesar que gran parte de este texto lo he tomado de un hermoso libro de Clementina Díaz, titulado Los cafés en México en el siglo XIX, cuya lectura recomiendo ampliamente.        

El día de hoy las cafeterías se han vuelto franquicias nacionales e internacionales y me congratulo que sea este tema el que aquí nos reúna y el vínculo del café con la poesía el que nos alegre esta tarde.

Concluyo con un muy breve texto del Poeta Saúl Ibargoyen, de su libro POEMAR:  Debajo del café/ la taza/ y su aliento inmóvil. / Es como tu piel/ alcanzada/ por esta lengua triste.

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