CÓMO ESCRIBÍ “CARILLON DE LA
MERCED”
“Tu canto como yo
se cansa de vivir
y rueda sin saber
dónde morir”
Fue allá por los años treinta. Atravesé la cordillera impulsado por esa
fiebre de andar que de tiempo en tiempo me acosa. Viajé junto a una compañía
teatral que integraban entre otros, Tania, Carmen Lamas, Tito Lusiardo, y en la
que iban, en calidad de autores, Alfredo Le Pera y Manuel Sofovich. Y allí, en
Chile, viví una temporada fraternalmente maravillosa.
Me agrada viajar, a tal punto que suelo decir que tengo alma de valija.
Pero siempre regreso: como el boomerang, como los novios… y como los
cobradores. Buenos Aires nos pone en las venas una sed de irnos, de evadirnos,
de poner distancias… Y una vez lejos, saciada la sed, Buenos Aires nos llama a
latigazos de recuerdos, nos desvela, nos tumba… Nuestra ciudad es como aquel
puñal clavado en el pecho de que habla el poeta: “Si me lo dejan, me mata… Si
me lo quitan, me muero”. O como ciertas mujeres: con ellas no se puede vivir… y
sin ellas tampoco. Buenos Aires, a la distancia, es eso: algo que llama
tironeando, el clamor de veinte barrios queridos llamándonos, el lenguaje de
cien esquinas embarullándome el sueño…
En Chile aprendí algunas cosas, aunque a mi edad es difícil aprender cosas
nuevas. Ya las sabemos todas. Y las que ignoramos, no las aprenderemos nunca,
porque somos de los que repiten de grado… Conocí en Santiago mucha gente
interesante. Mucha… hasta un personaje ¡que inventaba palabras! A las cosas
feas les ponía nombres lindos. Recuerdo que había inventado una palabra para
declararle el amor a una mujer. En lugar de todas esas pavadas difíciles y
engorrosas que decimos los hombres en semejantes circunstancias, él lo
arreglaba todo con una palabrita casi milagrosa: Tangamilingo… Raro, ¿verdad? Pero lindo al mismo tiempo. ¿No es un
oficio hermoso ese de fabricar palabras?
Y una de esas madrugadas de Santiago nació la idea de componer un tango.
Nos alojábamos en un Hotel situado frente a la Iglesia de la Merced. Una
iglesia antiquísima, maravillosa. El carillón sonaba dos veces: a las seis de
la mañana y a las seis de la tarde. Yo, por supuesto, escuchaba siempre el de
la madrugada, cuando regresaba de la recorrida noctámbula… A Le Pera se le
ocurrió que de alguna manera debíamos retribuir las infinitas atenciones que
nos habían dispensado. Y yo pensé que la mejor forma de hacerlo era con una
canción, una canción que tuviera algo del país trasandino… El carillón me dio
el motivo. Tenía una extraña imponencia escucharlo así, en las madrugadas, bajo
ese cielo chileno de estrellas con caras recién lavadas y con aquellas montañas
en el fondo. Trabajé con fervor, con amor y compuse la canción. Pero la letra
no salía. Nos costó mucho elaborarla. Siempre pasa así en la urgencia de una
letra, siempre hay una sílaba que no encaja, un acento rebelde que cae donde no
debe… Al fin, una madrugada, desvelados los dos, mezclando el inmutable son de
las campanas, esa fiebre de viajeros incurables que llevábamos, “Carillón de la
Merced” se hizo música y canción.
Tania la estrenó en el teatro Victoria de Santiago de Chile. Me parece
revivir aquella jornada inolvidable. Recibí de los hermanos chilenos una
gratitud que no merezco…
Lo cantaban en la calle, hombres, mujeres y chicos… Fue emocionante.
Escuchar la canción propia en labios del pueblo es lo único que nos reconforta,
que nos reconcilia con nosotros mismos, a quienes, como yo, escribimos
precisamente para el pueblo. Es lo único que realmente compensa, por encima del
éxito material, cuando una canción nuestra rueda por las calles y se hace forma
en la boca de alguien…” (12)
Notas
(12) Radio Belgrano, 27/11/47.
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