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TORRES GARCÍA EN MADRID / El color y la furia


HUGO GIOVANETTI VIOLA

(Esta crónica recuperada fue enviada desde Lyon en mayo de 1973 por el entonces corresponsal de El Popular, y publicada en el Suplemento Especial de los viernes al mes siguiente, pocos días antes del Golpe de Estado.)

Fue a la media hora de encontrarnos en Madrid que Álvaro Castillo (narrador y ocasional colaborador de esta página) me recordaba la inminente exposición de Torres-García. La cosa apareció justo en el medio de un diálogo de sordos donde nos bombardeamos con los recuerdos torpes de los recién llegados. Recién a los dos días, no recuerdo en qué calle, vi un afiche pequeño que se tragaba a los restantes compañeros de pared: una estructura con los cinco colores puros, y encima: TORRES-GARCÍA (1874-1949) EXPOSICIÓN ANTOLÓGICA / MUSEO DE ARTE CONTEMPORÁNEO / MADRID / 1 AL 31 DE MAYO. (Más o menos textual, porque perdí los apuntes y escribo desde Lyon). Al otro día, 1º de mayo, hubo dos demostraciones sindicales: una en el estadio Bernabeu, supongo que con prolijos bailes provincianos, y otra en la calle, a una hora x, que dejó un hombre muerto, dos heridos graves e incalculables detenidos. El jueves 3, cuando las ganas nos volvieron, llegamos hasta las salas altas del museo (debajo está Dalí exponiendo orfebrería) para enfrentarnos con más de seis salones dedicados a Torres.


UN AMERICANO QUE FUE Y VOLVIÓ

Una precisión antes de continuar: este artículo no será escrito por un pintor o un crítico de arte. Estoy tratando, sí, de redactar un comentario sin la menor solemnidad, pero también, por sincero y profano, sin la menor frivolidad. Y aclaro esto porque recuerdo los artículos que el señor Luis Camnitzer mandó desde Nueva York a propósito de otra exposición antológica de Torres. (Hay quienes olvidan que son los fantasmones y no los verdaderos artistas, los que deben desmitificarse.)

Continúo: el salón más pequeño encierra, a modo de introducción y fotografiada en paneles, una historia sintética y global de la vida de Torres, acompañadas por fotografías de la obra y del pintor. La firma Enric Jardi. El relato es conciso y enfoca a grandes pasos la trayectoria zigzagueante, enfurecida, del maestro. No voy a cuestionar varias partes ambiguas -pictórica y políticamente- porque en definitiva queda bien a las claras que no fueron España ni Estados Unidos ni Francia los países donde Torres consiguió trabajar con un respeto mínimo, con una atención mínima como para sobrevivir. La vuelta al Uruguay, literalmente desesperada, coincide con una intuición lúcida de que sería Latinoamérica, por joven y por virgen, el territorio justo donde desarrollar una pintura y una y una escuela que recién a esa altura (Torres tenía sesenta años) parecían alcanzar una redonda madurez. En cuanto a la nacionalidad de uruguayo-catalán que Jardi otorga a Torres, pueden decir dos palabras. Primero: en uno de los salones de esta misma exposición se cita un párrafo del maestro donde reclama agresivamente el afincamiento en América, el abandono total de lo europeo. Con eso sólo alcanzaría. Pero es obligatoria una mención a la incansable, multifacética y decisiva producción de don Joaquín en Montevideo. Afirmamos que Torres no importaría lo que importa sin estos últimos quince años; ni siquiera lo veríamos expuesto en Madrid en este momento. Que el constructivismo, al cual arribó en París, fue explorado y desarrollado con nueva vitalidad, con nueva alegría (aun desarrollado en medio deprimentes luchas provincianas) y hasta su plenitud, en Montevideo. Que los libros claves de su obra teórica, empezando por el “Universalismo constructivo” y terminando por “La recuperación del objeto”, fueron editados en el Río de la Plata. Que solamente fue entendido en el Uruguay. (Y no hablo de gente redimida a la fuerza, que luego de tratarlo de fascista y de loco -hay documentos irreprochables- termina alabándolo desde diarios dinosáuricos como “El día”, por ejemplo. Hablo de sus amigos, hablo de sus discípulos, hablo de verdaderos plásticos como Gurvich, como Fonseca, como Alpuy, como Guillermo Fernández, descontando obviamente a sus hijos. Discípulos, por otra parte, que no lo han negado siquiera una vez a priori y a posteriori del canto del gallo.

Segundo: Torres-García no fue un uruguayo-español (como debería decirse, en todo caso); no fue tampoco un uruguayo sino un oriental, un hombre americano que fue a Europa y volvió.


USTED NO ES PINTOR

La primera sala de pinturas reúne más de veinte cuadros correspondientes a una época intermedia. Podríamos situarla entre 1915 y 1930, hasta la irrupción de constructivismo. Hay algunos cuadros (los menos) pintados entre el 15 y el 20. Su paleta y su dibujo ya poco tienen que ver con los orígenes, con la influencia de Puvis de Chavannes y los frescos y las grandes composiciones neoclásicas. Lo moderno, la fuerza del siglo, el movimiento y el color y la estructura de las grandes ciudades, han iluminado a Torres. Pero su búsqueda, pese a las influencias que pueden entresacarse de continuo, siempre es su propia búsqueda, tozuda y lenta, casi milimétrica, muy en el fondo segura de sí misma. Así llegamos a la etapa que va del 28 al 30, una especie de antesala del constructivismo. Aquí, a mi juicio, radica lo más importante de la exposición. No sé si esta serie ya se ha exhibido en otra antología; en Montevideo no, por lo menos. Y constituye, sin exageraciones, un prólogo casi imprescindible para entender a Torres. Son telas pequeñas, apretadas, donde la paleta se ha oscurecido y transita siempre, con pocas excepciones, dentro del negro, el gris, la tierra sombra, el ocre. El dibujo es sencillo, puramente geométrico; los grafismos ya buscan el casillero propio de estructuras fantasmas, el justo ordenamiento, la disposición áurea que la regla impondrá naturalmente, sin aplastar la individualidad.

Claro que hay algo más. En “Historia de mi vida” Torres lo cuenta desenterrando rabia, y es más o menos esto: viviendo en Francia con un pintor de cuyo nombre no me quiero acordar, en una de las desesperantes y diarias discusiones que puedo imaginarme, el hombre dijo a secas: “Vous n’étes pas peintre” (y suprimo los signos de admiración para que el lector, por su cuenta, le dé fuerza a la frase). Bien, se conocen retratos, no muchos pero varios, de don Joaquín Torres-García. No es muy difícil imaginarlo a los cincuenta y cuatro, el pelo ya canoso, la barba ya canosa, la obstinación en la mirada y en la nariz y en todo el rostro, los ojos arrastrando claridades de años. No una inocencia falsa, como la de los niños. O sin inteligencia, como la de los locos. Es, simplemente, un caso de humanidad excepcional que roza la locura, la niñez, la vejez, y permanece fiel a su pasión de origen: la transformación de la naturaleza, el reordenamiento ético-estético del mundo. Torres volvió a su pieza, preparó una telita y allí casi la rompe a pincelazos. Todos, los españoles, los yanquis, los franceses, todos iban a ver si él era o no pintor. Desafíos como estos no le hacen mal a nadie, seguro. Tiempo más tarde, Torres ha definido este período como uno de los mejores de su vida, dos años que dejaron verdadera pintura. Claro que, para hacerla, para sentarse a hacerla con la mínima paz, tenía que haber comida segura, porque están Manolita (su inefable mujer) y Olimpia, Augusto, Ifigenia y Horacio (los hijos). De manera que Torres vende esta producción a precios de bazar y así la va perdiendo. De ahí la ineditez y la importancia de esta muestra, que recoge y ordena nuevamente parte de los trabajos.


MACA-NUDO

Las salas dos y tres están dedicadas, de lleno, a los últimos diecinueve años, o sea la fase constructivista. La selección es inteligente y explora, a través de cuadros de tamaño variable, las infinitas posibilidades de pintura mural y de caballete que ocuparon a Torres. Hay muchas obras conocidas en Montevideo, la minoría desligadas del objeto, la mayoría organizadas por concretas estructuras que encierran en casilleros los grafismos figurativos. No obstante, es la serie de los cuadros correspondientes a los años 30 y 31 la que adquiere una particular importancia, porque aquí no hay nada definido: es un período es tanteo, de ciega lucidez, gracias al cual parece inevitable darse cuenta que Torres siempre pintó primero y teorizó después. O mejor: que fue el primer heterodoxo de su propia ortodoxia. Y, en definitiva, un clásico con temperamento de romántico (esta definición no la he inventado yo, pero la suscribo con ganas).

Bien, a partir de esta serie -que no resulta la mejor, por supuesto, y que debería de estar expuesta en bloque, a mi modesto entender- las salas dos y tres dan una prueba suficiente, aunque ínfima, por elementales razones de espacio, del increíble florecimiento que tuvo en ese entonces la obra torresgarciana. Como una calle larga y apretada de la ciudad que desemboca en una playa (quedaría mal decir: la arena prometida). No se quiere negar que Torres importara antes de todo esto, por supuesto que no. Incluso la metáfora resulta exagerada y sin la menor sutileza homérica. Pero supongo que en pocos de los grandes artistas podrán hallarse réplicas de esta trayectoria. El caso de Cervantes, tal vez sea muy cercano. Da la impresión que América Latina le hubiera dado a Torres la libertad total,  el desierto total para inventar y construir y caminar y descubrir raíces que él mismo había olvidado dentro de tanto ruido. Así aparecen las investigaciones de pinturas indígenas, el sorpresivo afincamiento en lo indoamericano, las teorías y la lucha por encontrar nuestro lenguaje. Claro que está el “paquete” que Torres trae de Europa; claro que atrás están Cézanne y Toulouse y Puvis de Chavannes y los cubistas y Mondrian y los constructivistas rusos. Y más atrás todavía, en orden inverso, Goya y Velázquez y el Greco y los venecianos, anunciando la pintura moderna. Pero Torres sabe que tiene entre las manos una herramienta perfectamente válida para la expresión de un lenguaje americano. Porque esa herramienta plástica ya no pertenece a un continente o a una civilización; pertenece a lo universal del hombre. Y cada realidad podrá desarrollar su ineditez heredando y creando dialécticamente, inserta en la tradición pero a la vez enriqueciéndola.

En el plano socio-político, el marxismo-leninismo tiende a demostrar lo mismo en todos los países. En el plano literario, para dar un ejemplo concreto, la modesta novela latinoamericana comienza después que Juan Carlos Onetti tuvo el pre-talento de empaparse de Faulkner (poco más tarde, otros pretalentosos como Guimarâes Rosa y Rulfo y García Márquez bebieron de esta fuente anglosajona). Y en definitiva, ¿por qué tantos latinoamericanos pueden reconocerse hoy día en el constructivismo de Torres, en el socialismo cubano o en el faulknerianismo de los pre y post talentosos?

Supongo que me estoy alejando de la exposición, aunque sería mejor creer que es la exposición misma la que me acerca a otros lugares. Continúo: lo único que falta en las salas dos y tres, son cinco seis retratos, por lo menos, de la estupenda serie de héroes y monstruos de la historia, pintados alrededor del cuarenta. Hay, por suerte, el retrato medido de un monje (deformado hasta la monstruosidad) que da una pauta aproximada. En cuanto al resto, no faltan naturalezas muertas medidas, construcciones metafísicas, figuras abstractas solitarias, figuras insertas en estructuras a modo de vitral, cuadros con los cinco colores y cuadros entrelazando delicadas tonalidades intermedias. Este último tipo de paleta, la menos divulgada, se aguantaría perfectamente al lado del Picasso o el Klee más misterioso (confieso que transpiro al dar esta opinión).

Hay, además, un viejo chiste hecho por el maestro con ese humor a lo Tolstoi que sólo puedo imaginarle: un maca-nudo escrito sobre un solemne plano bermellón. Pude reírme con tranquilidad , en el medio de gente que no se reía. Le pude retrucar a don Joaquín con otro maca-nudo real, de carne y hueso. Porque la muerte es un detalle.


LO QUE EL VIENTO NO SE LLEVÓ


La sala cuatro resultó una sorpresa: los mentados frescos que fueron pintados en 1917 en la Sala de San Jorge del palacio de la Diputación de Barcelona (los “de” me resultaron inevitables), estaban allí. La fecha me desconcertó bastante; en el cartel informativo, incluso, estaba acompañada por un signo de interrogación. Pero como no tenía ni tengo un solo libro que me ayude, sigo adelante confiando en los madrileños y en mi memoria, aunque a esta altura ya debe haber fallado.

La atmósfera de la sala es oscura, casi religiosa, y eso favorece a los frescos, dos de ellos lamentablemente deteriorados. Ah, me olvidaba de puntualizar que a menos de diez años de haber sido pintados, una serie de intrigas (que no vale la pena relatar) terminó por taparlos. Amputación, por otra parte, que Torres debe haber sufrido respirando el aire de las catacumbas y los circos romanos, aunque no se menciones para nada en la notita informativa. Se habla, sí, de la gloriosa y póstuma restauración, como si el mérito fuera catalán y no torresgarciano. Pero dejando de lado todo esto, es posible afirmar, frente a las obras, que constituyen un ejemplo de verdadera pintura mural. Y aunque el Palacio de la Diputación lo conocí por separado (recién una semana más tarde), también se hizo evidente el talento de Torres para adecuar una pintura vanguardista a aquella vieja arquitectura. Para lograr, además, esa tonalidad que arrastra siglos y oscuridades desde las fuentes callejeras a las tumbas de los monasterios, desde las tejas rotas al violento silencio de las cúpulas. (Tonalidad vendida por España a miles y miles de excursiones de yanquis que pisotean la Alhambra o la mezquita de Córdoba o la Giralda con camisetas de rugby, mostrando pompas rosadas en la boca y fotografiando hasta a los perros).

Pero en las salas altas de este museo no había excursiones. Había españoles, gente joven, con la que conversamos sobre don Joaquín. Al otro día, cuando volvimos de mañana con Lil Bidart y Saúl Ibargoyen, compañeros de viaje, la cantidad de gente era mayor. Parece que los “compatriotas” del maestro no saben nada de su vida ni de sus cuadros, pero se interesan, y más cuando se les ofrece una muestra aceptablemente coherente y organizada.

Continúo: la sala de los frescos y una quinta salita contigua están complementadas por composiciones de la época. La paleta y la influencia neoclásica son las mismas, con un tratamiento particular de la figura humana que Torres nunca abandonará, así como la ortogonalidad y el equilibrio sustentado por la relación áurea. Tal vez este debió de ser el comienzo de la exposición, respetando un orden cronológico y no impactante. Es evidente la desorientación del público que llega a estos últimos salones despreocupado de las fechas y sin catálogo (la mayoría aplastante, ya se verá por qué).

En cuanto a la sala de clausura, dividida por biombos, agrupa un material muy desparejo: cuadros de todas las épocas mezclados sin aparente discriminación. Merecen nombrarse un retrato inconcluso de Pijoan, otro de Manolita fechado en el 10 y pintado en el mejor estilo de los autorretratos de Cézanne, un puerto del 24 que podría confundirse con los de la última época, y una estupenda naturaleza muerta medida del 46, obviamente escapada del segundo salón.

Quisiera hablar aparte de dos cuadros. Primero: un paisaje del 40 pintado con colores puros, muy flojo, que fue evidentemente semi-tachado por Torres; las tachaduras están a la vista: pinceladas violentas e indisimulables a fuerza de espátula o barniz. Además, hubo una mano anónima que dibujó con rojo y en minúscula, la “t” y la “g”, sin preocuparse por imitar la firma original que no existió. La tela pasa a ser, desde ahora, un testimonio incuestionable para la defensa del subtítulo que “Historia de mi vida” debería llevar en futuras ediciones: “El color y la furia”.

Segundo: hay un cuadro minúsculo, un estudio en la luz de corte impresionista fechado sobre el final del XIX, que se emparenta enormemente con las primeras investigaciones de Picasso que vimos luego en Barcelona. Fueron los únicos tiempos de armonía humana y pictórica entre los dos. Años más tarde, ya famoso, Picasso cerraría la puerta en la nariz de Torres sin el menor remordimiento. Es cierto que alguna vez llegó algún cheque sorpresivo y salvador (y tal vez humillante), pero en definitiva estas anécdotas no pueden alcanzar para juzgar a nadie. Después que Vallejo redactó con tanta lucidez la absolución moral de Picasso, a uno no le queda, por respeto, más remedio que callarse.


SOMOS AMERICANOS POBRES

A la salida de la exposición descubrimos la vitrina donde se venden los catálogos. Los ojeamos: están impecablemente impresos, y reúnen diversos artículos (alcancé a ver la firma de Payró) y la citada introducción de Enric Jardi (los paneles del vestíbulo son ampliaciones fotográficas de este trabajo). Con respecto a las reproducciones que completan el catálogo, demás está decir que el desarrollismo trabaja cada vez mejor con los colores. Algo es algo. Cerré los ojos, y por deporte, pregunté el precio. Me contestaron que 250 pesetas (más de cuatro mil uruguayos). Entonces recurrí a la frase que hemos utilizado en toda España (plagiando a Margerie y a Malcolm Lowry) para defendernos del robo legal: “somos americanos pobres”. El hombre ni siquiera contestó. Entonces pregunté si no había rebaja para los compatriotas del pintor. Y aquí, sí, molestado, me dijo: “Vamos, hombre, si este tío es tan español como uruguayo”. No sé qué cara puse, pero le mostré un par de cuadros del catálogo con grandes letreros: AMÉRICA, URUGUAY. Y enseguida nos fuimos.

Ya era la una de la tarde, y caminamos nuestro par de quilómetros diarios para llegar hasta “La rosa”, una fonda donde se puede comer un gigantesco potaje de garbanzos por 10 pesetas. Como en todo Madrid, has una televisión prendida continuamente que habla todos los días de Nixon, de Vietnam, de Londres y de Cámpora, pero jamás del Uruguay. (Lo único que encontramos en ocho días fue un viejo “L’express” francés con una foto de Carlos Páez -un crucifijo en la mano izquierda y una copa de champagne en la otra- declarando: “Es igual a la carne de vaca”.) Más tarde volvimos a caminar por esa gigante ciudad provinciana que es Madrid, y hablamos con la gente, amigos, nuevos amigos y desconocidos. Habría mucho bueno que contar. Pero para cerrar esta nota a propósito de Torres en España, lo mejor es recurrir a Perogrullo, que en el tomo quinto de sus memorias dice (más o menos textual): lo que un hombre construye para todos los hombres no se puede aplastar indefinidamente. Los muñecos, en todas las épocas, fueron capaces de retrasar la historia, pero jamás de detenerla.

Lyon, mayo de 1973.

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