En una de esas
deslumbrantes intuiciones que iluminan el mundo cultural por analogía con la
naturaleza, Schelling reconoce en
su Filosofía del arte que hay dos clases de poetas: los antiguos y los modernos. Los
primeros se asemejan a los planetas y, con su ritmo concéntrico, mantienen una
órbita armónica en torno al sol, alejándose apenas de la identidad. Son los
grandes clásicos, figuras plásticas y simbólicas que, en su universalidad,
roturan para siempre los caminos a seguir en el futuro. Aparte, están esos que,
como los cometas, se aventuran excéntricos en el espacio infinito y reaparecen
fulgurantes y, en cierto sentido, inesperados, ya que lo hacen muy de vez en
cuando. Hechos de “puro aire y pura luz, sin ninguna sustancia”, su osadía y su
individualidad nos sobresalta porque, desafiando todas las normas, se
internan en lo más remoto y oscuro, para volver con sus cabelleras
centelleantes, arrojando sobre la Tierra una lluvia de estrellas fugaces.
No hay duda de
que Arthur Rimbaud pertenece a
esta última clase o incluso puede decirse que constituye su más claro
exponente, razón por la cual para muchos se convirtió, tanto por su vida como
por su obra, en el poeta modélico de los tiempos modernos. Con la fugacidad
propia de un cometa, apareció en la escena literaria con catorce años para
finalizar su carrera a los diecinueve, inmortalizando el prototipo
de l’enfant terrible. Desde los primeros versos, su voz
parece levantarse impetuosa tras los golpes de una gran paliza, transida de
miedos y rabia refrenada, desvelando lo oculto por el puritanismo hipócrita
reinante, lo inmundo o lo escatológico, a través de asociaciones en apariencia
arbitrarias, que le valieron la admiración de los futuros surrealistas,
como André Breton. En permanente escape de la realidad,
construye su poesía con un lenguaje en ocasiones pedante, siempre sugestivo,
persiguiendo transmitir sensaciones más que ideas, como puede observarse en
este temprano soneto sobre las vocales:
A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul: vocales,
diré algún día vuestros latentes nacimientos.
Negra A, jubón velludo de moscones hambrientos
que zumban en las crueles hediondeces letales.
E, candor de neblinas, de tiendas, de reales
lanzas de glaciar fiero y de estremecimientos
de umbrelas; I, las púrpuras, los esputos
sangrientos,
las risas de los labios furiosos y sensuales.
U, temblores divinos del mar inmenso y verde.
Paz de las heces. Paz con que la alquimia muerde
la sabia frente y deja más arrugas que enojos.
O, supremo clarín de estridores profundos,
silencios perturbados por ángeles y mundos.
¡Oh, la Omega, reflejo violeta de sus ojos!
Otras veces, la
poesía, embriagada de vino, ajenjo, opio o hachís, le facilita la huida hacia el mundo de la ensoñación. Y no tanto
porque vaya cargada de sustancias alucinógenas, sino porque ella misma se
caracteriza por su capacidad para configurarse como un fenómeno de fuga del yo,
dado que permite encarnar otras personalidades, adoptar diferentes puntos de
vista y confesarse escondiéndose, a la vez que desvelándose detrás de una
máscara. En ese sentido, la escritura poética
siempre resulta expurgativa y terapéutica, además de ser una vía más
intensa y profunda de conocimiento de lo real. Podría decirse que ese ejercicio
de volverse otro del que habla Rimbaud en sus cartas del vidente ya
lo había hecho con anterioridad, por ejemplo, en El barco ebrio, el extenso y famoso poema enviado a
Paul Verlaine, al cual este respondió invitando al adolescente a París, y del
que aquí reproducimos una parte:
El acre amor me ha
henchido de embriagador letargo.
Lloré mucho. Las albas son siempre lacerantes.
Toda luna es atroz y todo sol amargo.
¡Que se rompa mi quilla y vaya al mar cuanto antes!
Si yo ansío algún agua de Europa es la del charco
negro y frío en el cual, al caer la tarde rosa,
en cuclillas y triste, un niño suelta un barco
endeble y delicado como una mariposa.
Pero Rimbaud no sólo buscó la
perpetua evasión por medio de la poesía o las drogas:
Como a un ángel que
afeitan, vivo siempre sentado,
empuñando algún vaso de profundas estrías;
doblado el hipogastrio, miro cómo han zarpado
del puerto de mi pipa tenues escampavías…
Cual cálida inmundicia que un palomar ha hollado,
me abrasan dulcemente múltiples fantasías
y es mi corazón triste, árbol ensangrentado
por los jaldes resinas doradas y sombrías.
Cuando agoto mis sueños de bebedor asiduo
de cuarenta cuartillos, sin ningún sobresalto
me recojo y expulso el ácido residuo.
Tierno como el Señor del cedro y los hisopos,
meo hacia el cielo oscuro, muy lejos y muy alto,
con venia y beneplácito de los heliotropos.
También lo hizo en
la vida real. La historia de su infancia está salpicada de repetidas fugas: de
la escuela para holgazanear por los campos y terminar leyendo en la biblioteca
de su ciudad natal, de la casa materna a Charleroi con la intención de pedir trabajo
en el periódico local, a Bruselas y Douai en busca de su profesor Izambard para
solicitarle ayuda, y muy especialmente a París, sorteando la Guerra
Franco-alemana a fin de unirse a la insurrección de la Comuna (a la cual dedicó
varios poemas), para conectar con los literatos y revolucionarios o simplemente
a la caza de aventuras, placeres y diversión, siempre obligado a volver por la
madre, dado que se trataba de un menor de edad. Sin duda,
era un rebelde, pero asimismo capaz de escribir con la máxima conmiseración y
sencillez de estilo cuando se trataba de mostrar la miseria y
su efecto sobre los más pequeños, por lo que, en su obra Los poetas malditos, Verlaine lo
comparó con el pintor Murillo y,
sobre todo, con Goya, refiriéndose en particular a
los poemas de Las espulgadoras y Los boquiabiertos, del que dejamos un fragmento a
continuación:
Niños mendigos. Ha
nevado.
Al tragaluz iluminado
los pobres van
porque les trae al retortero
el ver cómo hace el panadero
el rubio pan.
Cuando al cobijo
del ahumado
techo, el cuscurro perfumado
canta muy bajo
y a ellos les llega la vaharada
está su alma deslumbrada
bajo el andrajo.
Sienten que aquello da la vida
bajo la escarcha a su aterida
faz de angelotes;
sus hociquitos como rosas
entre las rejas dicen cosas
a los barrotes.
Aunque fue estudiante destacado, que escribía poemas en latín,
y un verdadero prodigio de inteligencia, también se mostraba caprichoso,
arrogante, sarcástico, impulsivo, violento, grosero, iconoclasta, irrespetuoso
y perenne vividor. Por eso, se ganó la enemistad de muchos de los malditos a
causa de sus insólitos desplantes e irreverencias, pero, en cambio, enamoró
perdidamente a Verlaine mientras vivía con él y su esposa, todos hospedados en
casa de sus suegros. El resultado no se hizo esperar. Pronto el poeta abandonó
a su mujer y su hijo recién nacido para fugarse con Rimbaud, a quien describe
como un niño con cara de ángel exilado, los cabellos largos revueltos y una
inquietante mirada de pálido azul. Vagabundearon por los caminos, escasos de
dinero, rumbo a Bruselas o Londres, donde vivieron en la pobreza dando clases
de francés, arropados por una pequeña asignación de la madre de Verlaine. Así,
mantuvieron una tormentosa relación sentimental en permanente viaje, que culminó
con un tiro en la mano del adolescente y la cárcel para el agresor, quien debió
pasar por un humillante examen médico legal debido a la acusación de
homosexualidad. Tras ese lamentable incidente, Rimbaud se recluyó en la granja
familiar para escribir Una temporada en el infierno,
pero retornó a Londres y compartió casa con el poeta loco Germain Nouveau. Una
vez producida la excarcelación de Verlaine, se reunió con él en Alemania para
despedirse. Había decidido abandonar para siempre la escritura:
Antaño, si mal no
recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde
todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. -Y la encontré amarga. -Y la
injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi
tesoro!
Entonces emprendió
su última fuga: un largo viaje, primero a pie, luego en barco, que, después de
muchas peripecias (incluida la deserción del ejército colonial neerlandés), lo
llevó hasta Yemen, donde se enriqueció con el tráfico de
armas y convivió con una mujer etíope. Regresó a Francia por mor de
una sinovitis degenerada en carcinoma, que avanzó irremisible a pesar de la
amputación de una pierna, y murió con treinta y siete años.
En suma, toda su vida puede
interpretarse como un constante éxodo. No se trata sólo de un transitar, de un
nomadismo que parece no querer echar raíces, sino de la voluntad de ser siempre
extranjero, un perdurable deseo de escaparse para sentirse fuera de sí, a cada
paso otro. Allí reside para él el sentido de la poesía: en la superación del
ego. Por eso, la frase “Yo es otro” aparece en las dos cartas en las que
Rimbaud se refiere al “poeta vidente”, quien sólo puede llegar a comprender el
mundo cuando asume una visión ajena a él mismo, a contrapelo de la ortodoxia
que infunde la sociedad, esto es, mediante el encanallamiento progresivo y el
desarreglo de todos los sentidos, lo cual permite que el don se exprese por su
boca, que el lenguaje mismo lo manipule y hable a través de él, que la poesía
sea el único autor de todo lo que se ha escrito. En esa búsqueda de la
alteridad, Rimbaud augura que el proceso se completará con la mujer poetisa,
cuando rompa la servidumbre femenina, “cuando viva por ella y para ella”, y
desde lo profundo de su alma consiga alzar la voz :
Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan.
-Perdón por el juego de palabras. YO es otro. Tanto peor para la madera que se
descubre violín, ¡y mofa contra los inconscientes, que pontifican sobre lo que
ignoran por completo!
Porque Yo es otro. Si el cobre se despierta convertido en corneta, la
culpa no es en modo alguno suya. Algo me resulta evidente: estoy asistiendo al
parto de mi propio pensamiento: lo miro, lo escucho, aventuro un roce con el
arco: la sinfonía se remueve en las profundidades, o aparece de un salto en
escena.
Es evidente que
esto justifica la huida en la poesía y legitima ese escudarse en la palabra tan
propio del movimiento simbolista, pero no exonera el comportamiento del
individuo, sobre todo, desde un punto de vista ético, cuando los demás entran
en juego. Tampoco la existencia de una madre autoritaria agota la explicación
psicológica, dada la magnitud del rencor que parece albergar el poeta en su
interior. Sin embargo, la primera de estas cartas nos ofrece un punto de apoyo
para la interpretación de estos reiterados actos de fuga, gracias a la
transcripción de El corazón robado:
Mi triste corazón
babea a popa,
mi corazón lleno de tabaco:
sobre él arrojan escupitajos,
mi triste corazón babea a popa:
bajo las burlas de la tropa
que suelta una risotada general,
mi triste corazón babea a popa,
¡mi corazón lleno de tabaco!
¡Itifálicos y sorchescos
sus insultos lo han depravado!
En la velada narran relatos
itifálicos y sorchescos.
¡Oleajes abracadabrantescos,
tomad mi corazón, salvadlo!
¡Itifálicos y sorchescos
sus insultos lo han depravado!
Cuando sus chicotes hayan cesado,
¿cómo actuar, oh corazón robado?
Se oirán estribillos báquicos
cuando sus chicotes hayan cesado:
tendré sobresaltos estomáquicos
si degradan mi triste corazón.
Cuando sus chicotes hayan cesado,
¿cómo actuar, oh corazón robado?
Este poema
impactante, rotundo, fue escrito en mayo de 1871, antes de que Rimbaud
conociera a Verlaine. Varios biógrafos admiten que refleja una escena
escalofriante: la violación del poeta, quien
contaba entonces con dieciséis años, por un pelotón de soldados en el cuartel
de la rue Babylone en París, antes de ser devuelto a casa de su madre, de donde
se había marchado en secreto para participar en los sucesos de la Comuna. Al leerlo, da la impresión de que el
paroxismo de asco y dolor impide la expresión directa de lo sucedido y retuerce
el lenguaje hasta convertirlo en un parapeto de cultismos y neologismos, que
dificultan la comprensión del texto. El nefasto suceso explicaría de raíz ese deseo inacabable de escaparse de sí y de todo. La
poesía de Rimbaud sería el trágico reclamo de una inocencia brutalmente
interrumpida y mancillada.
No obstante, el
destino le reservaría tras su muerte una vuelta fortuita en ese absurdo baile
de máscaras que fue su vida y sirvió para construir su mito. En el postrero
encuentro con Verlaine en Stuttgart, Rimbaud le hizo entrega del original
de Iluminaciones, el cual parece que sólo ayudó a copiar.
En 2014, las investigaciones de Eddie Breuil pusieron en evidencia que el autor
de esta obra fue el poeta Germain Nouveau, poco interesado en publicar dados
sus problemas mentales. Los poemas se editaron bajo la autoría de Rimbaud
debido a una redacción ambigua de Verlaine al dirigirse al editor. Al final, de
forma imprevista, nos hemos enterado de que la obra de nuestro poeta se acabó
en realidad en la última sección de Una temporada en el infierno,
justamente titulada “Adiós”. La carta a Delahaye del 15 de octubre de 1875, que
Breton consideró una cumbre, puede interpretarse como otra despedida, donde se
proclama el fin de la poesía tal como se la había entendido hasta ese momento.
(El vuelo de la lechuza / 19-3-2018)
(El vuelo de la lechuza / 19-3-2018)
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