BURLA-LA-MUERTE (3 /
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-¿Hay, entonces, una
justicia divina? -dijo Eugenio.
-¿Qué le pasa al pobre
señor Vautrin?
-¡Una apoplejía! -gritó
la señorita Michonneau.
-¡Silvia, hija mía, vaya
a buscar al médico, corra! -dijo la viuda-. ¡Ah, señor Rastignac, suba usted a
escape a la habitación del señor Bianchon, porque es fácil que Silvia no
encuentre a nuestro médico, el señor Grimprel!
Rastignac, satisfecho de
tener un pretexto para abandonar aquella espantosa caverna se fue corriendo.
-Vamos, Cristóbal, corra
a la botica a pedir algo contra la apoplejía.
Cristobal salió.
-Pero, papá Goriot,
ayúdenos usted a llevarlo allá arriba -dijo la señora Vauquer tomando a Vautrin
y disponiéndose a llevarlo a la cama.
-Yo no les sirvo de nada
y, por lo tanto, me voy a ver a mi hija.
-Váyase, viejo egoísta,
¡ojalá que lo vea morir como a un perro!
-Pero vaya usted a ver si
tiene éter -dijo a la patrona la señorita Michonneau que, ayudada por Poiret,
le había desabrochado las ropas a Vautrin.
La señora Vauquer bajó a
su habitación y dejó dueña del campo de batalla a la señorita Michonneau.
-Vamos, quítele usted la
camisa y delo vuelta en seguida. Sírvame al menos para algo, no se quede ahí
como un tonto -dijo la señorita Michonneau a Poiret.
Dado vuelta Vautrin, la
señorita Michonneau le dio una fuerte palmada en la espalda y las dos fatales
letras aparecieron en blanco en medio del color rojo que había producido el
golpe.
-Vamos, muy pronto ha
ganado usted su gratificación de tres mil francos -exclamó Poiret manteniendo
de pie a Vautrin mientras la señorita Michonneau le bajaba la camisa-. ¡Uf,
cómo pesa! -repuso acostándolo.
-¡Cállese usted! ¿Y si
tuviera una caja? -se apresuró a decir la solterona, cuyos ojos examinaban con
tanta avidez todos los muebles del cuarto que parecían atravesar los muros-.
¿Si pudiéramos abrir este secreter con un pretexto cualquiera?
-¡Oh, acaso haríamos mal!
-respondió Poiret.
-No, el dinero robado que
ha pertenecido a mucha gente no es de nadie. Pero nos falta tiempo, ya oigo a
la Vauquer.
-Aquí está el éter -dijo
la patrona-. ¡Vaya, por Dios! Hoy es día de aventuras. Pero este hombre no
tiene aspecto de estar enfermo, porque está blanco como un pollo.
-¿Cómo un pollo? -repitió
Poiret.
-Sí, y el corazón le late
con regularidad -dijo la señora Vauquer poniéndole la mano sobre el pecho.
-¿Con regularidad? -dijo
Poiret asombrado.
-Sí, se encuentra muy
bien.
-¿Le parece a usted?
-preguntó Poiret.
-Hombre, ¿no ve usted que
está como dormido? Silvia ha ido a buscar un médico. Mire, señorita Michonneau,
mire cómo aspira el éter. ¡Bah, es un se
pasa! (1). El pulso está bien. Es fuerte como un turco. ¿Ve usted, señorita,
qué pecho más robusto? Este hombre vivirá cien años. Y veo que su peluca está
bien sostenida. ¡Claro, como que está pegada! Lleva peluca postiza porque es
pelirrojo. He oído decir que los pelirrojos son todos buenos o malos. ¿Será
este bueno?
-Sí, para colgarlo de un
árbol -dijo Poiret.
-Querrá usted decir del
cuello de alguna mujer bonita -exclamó vivamente la señorita Michonneau-. Vaya,
señor Poiret, retírese, que el cuidar enfermos es cosa nuestra. Además, ¿de qué
nos sirve usted aquí? Váyase de paseo, que ya cuidaremos del querido señor
Vautrin la señora Vauquer y yo.
Poiret se fue muy
despacio, sin murmurar, como perro que ha recibido un puntapié de su amo.
Rastignac había salido para andar, para tomar al aire, porque se ahogaba. Había
querido impedir aquel crimen cometido a una hora dada. ¿Qué había ocurrido?
¿Qué debía hacer? Temía ser cómplice de aquel asesinato, y la sangre fría de
Vautrin lo asustaba.
-Sin embargo, si Vautrin
muriese sin hablar… -se decía Rastignac al mismo tiempo que corría a través de
los paseos del Luxembourgo como si fuese perseguido por una jauría de perros
cuyos ladridos le parecía oír.
-¡Hola! ¡Has leído El Piloto! -le dijo Bianchon.
El
Piloto era una hoja radical dirigiada por el señor Tissot,
hoja que se tiraba para provincias algunas horas después de los periódicos de
la mañana y que anticipaba siempre las noticias.
-Trae el relato de un
hecho sensacional. El hijo de Taillefer se ha batido en duelo con el conde de Franchesini
y ha recibido en la frente una herida de dos pulgadas de profundidad. Mira tú
por dónde Victorina pasa a ser una de las herederas más ricas de París. ¿Eh. si
hubiéramos sabido esto? ¡Qué gran lotería es la muerte! ¿Es verdad que
Victorina te miraba con buenos ojos?
-Calla, Bianchon; yo no
me he de casar nunca con ella. Amo a una mujer deliciosa y soy amado por ella.
-Dice eso como si te
batieses en retirada para no ser infiel. Pero, dime, ¿qué mujer puede valer el
sacrificio de la fortuna de la señorita Taillefer?
-Hombre, parece que todos
los demonios del infierno me persiguen hoy -exclamó Rastignac.
-Pero, ¿qué te pasa?
¿Estás loco? -dijo Bianchon-. Dame la mano, que te tomaré el pulso. Tienes
fiebre.
-Mira, ahora que me
acuerdo, corre a la pensión porque acaba de caer como muerto por un accidente
ese bandido de Vautrin -le dijo Eugenio.
-¡Hombre, tus palabras me
confirman ciertas sospechas que yo tenía! -dijo Bianchon dejando solo a
Rastignac.
Notas
(1) Un espasmo.

























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