por Juan Forn
Ese edificio abandonado, al lado del cuartel de policía
de Palermo, era el palazzo donde vivía el Príncipe Escritor, que era un noble siciliano venido a menos. El Príncipe Escritor
vivía en el primer piso, con su mamá y su esposa, el resto del palazzo estaba
alquilado a la compañía municipal de gas. La esposa del Príncipe Escritor era
la única psicoanalista mujer en Italia, en realidad era alemana, vivía en su
castillo en Letonia hasta que lo perdió, en el pacto Hitler-Stalin, cuando los
nazis le dieron Letonia al Soviet. La mujer del Príncipe no soportaba vivir con
su suegra, así que mucho no lamentó cuando los aliados bombardearon Palermo y
el palazzo quedó inhabitable. La suegra se murió de tristeza, ya venía
muriéndose paso a paso desde mucho antes: de tanto perder cosas (juventud,
fortuna, marido, amistades, hijo, techo), terminó haciendo un arte del lamento
por lo perdido, y cuando no le quedó nada más para perder se murió. El arte del
lamento se llama elegía: es el intento de traer a la vida lo ya ido. El
Príncipe lo aprendió de su madre. En la nueva vivienda, su esposa estaba en un
cuarto, lamentando la pérdida de su castillo letón, y en el cuarto de al lado
languidecía él, vagando mentalmente por las habitaciones deslumbrantes, luego
menos deslumbrantes y luego menos deslumbrantes aún, de su palazzo perdido.
La esposa
le dijo un día que ella al menos tenía a sus pacientes para consolarse, y que
él se buscara algo. El Príncipe encontró en un café a dos jóvenes que querían
que les enseñara literatura. El Príncipe leía en cinco idiomas, todos los días
salía de su casa con una pila de libros en una bolsa de cuero y se sentaba a leer
en un café. Desde los veinte años lo hacía: durante el fascismo, durante la
guerra y después. Cuando los jóvenes lo encararon, el Príncipe les preparó un
curso de literatura de mil páginas sólo para ellos dos. Lo escribió todo a
mano, en cuadernos escolares, con birome azul. Uno de esos jóvenes era de
familia noble empobrecida; el Príncipe terminó adoptándolo y dándole su título
antes de morir. El otro era de clase media; el Príncipe lo llamaba por el
apellido y lo maltrataba un poco sin darse cuenta. Los cuadernos del curso de
literatura se los quedó el adoptado y los publicó diez años después de la
muerte del Príncipe. El otro joven también se quedó con unos cuadernos, en
donde el Príncipe había escrito, durante su último año de vida, una novela sobre
su familia y su isla. El joven se los quedó porque, en sus últimos meses, el
Príncipe se encontraba todos los días con él en un café, hacían tiempo hasta
que la oficina del padre del joven se vaciaba, a la hora de la siesta subían y
el joven pasaba a máquina lo que el Príncipe le dictaba de sus cuadernos,
transpirando a mares a pesar de las persianas bajas. Esa novela, que se publicó
exactamente un año después de la muerte del Príncipe, se llama El gatopardo, y todos conocen su
historia: es la historia de Sicilia comprimida en una familia, en una casa, que
era deslumbrante, y después fue menos deslumbrante, y después fue menos
deslumbrante aún. Por esos misterios de la vida, la novela se ha hecho famosa
por una frase, lo que hoy se conoce como gatopardismo: que todo cambie para que
nada cambie. Pero el pobre Príncipe Lampedusa en realidad creía que cada vez
que cambiaba algo era para peor.
Hasta que
conoció a esos dos jóvenes, Lampedusa sólo hablaba de literatura con su primo
Lucio, pero su primo no se movía de su casa en el campo, que era un vergel pero
quedaba a 150 kilómetros de Palermo por caminos de montaña. El primo Lucio era
un solterón que vivía con cincuenta perros, creía en el espiritismo, componía
magníficats en su piano desafinado y un día, ya casi sesentón, se puso a
escribir poemas que le mandó a Eugenio Montale, que quedó fascinado con ellos.
La anécdota es preciosa: había un congreso literario en las Termas de San
Pellegrino, cada escritor consagrado debía elegir un valor promisorio para presentarlo
en sociedad, Montale avisó que llevaría a un joven poeta siciliano y cuando
llegó a las termas descubrió que su joven promesa era el primo Lucio, que había
ido acompañado del primo Giuseppe, el Príncipe Lampedusa, los dos de traje y
sobretodo, los dos venidos de otro tiempo. Lampedusa estuvo los tres días del
congreso sin pronunciar palabra, escuchando y asintiendo educadamente con la
cabeza, pero cuando volvió a Palermo tuvo “la certeza matemática de no ser más
tonto que Lucio y los demás que estaban allí en San Pellegrino, de manera que
me senté a mi escritorio a escribir una novela”.
Lampedusa
tenía 59 años cuando empezó a escribirla y se iba a morir a los 61. Durante su
último año de vida, mandó El gatopardo
a varias editoriales de Turín y Milán y se la rechazaron en todas. Dos semanas
antes de morir, cuando estaba en Roma haciendo un tratamiento de cobalto por su
cáncer de pulmón, recibió la última carta de rechazo. Era un informe de la
editorial Mondadori. En él, Elio Vittorini, siciliano como Lampedusa pero
comunista y paladín del neorrealismo, decía: “Sólo se podría amar este libro si
hubiese sido escrito hace muchísimo tiempo y lo hubieran descubierto ahora”.
Así fue como se lo leyó en el mundo entero, cuando se publicó, un año después
de la muerte de su autor: como un objeto venido de otro tiempo, como un regalo
que nos hacía el pasado antes de extinguirse.
La historia de su publicación es igual de accidentada:
aquella copia parcial, mecanografiada a las horas de la siesta en Palermo,
llegó a las oficinas de una agente literaria, que la incluyó por equivocación
en un envío de originales a la editorial Feltrinelli. En Feltrinelli el libro
gustó, contra todo pronóstico, y mostraron interés en publicarlo, pero la copia
estaba sin firma y en la agencia literaria sólo supieron decirles que creían
que lo había escrito una vieja solterona de Sicilia. Por suerte, en Feltrinelli
trabajaba un joven escritor llamado Giorgio Bassani que al oír eso recordó al
instante aquellos extravagantes nobles de provincia que fueron el comentario de
aquel congreso en las Termas de San Pellegrino, y logró rastrear al primo
Lucio, quien le dijo que ese libro no era de ninguna solterona sino del primo
Giuseppe, y lo contactó con la viuda de Lampedusa, quien le anunció que había
más capítulos del libro escritos a mano. Bassani viajó a Palermo, descubrió con
sorpresa que cuando Lampedusa dictaba de los cuadernos cambiaba cosas. Decidió
armar el texto en base a ambas versiones (cuando había versión mecanografiada,
optaba por ésta). Cuando el libro se convirtió en clásico instantáneo y se supo
toda la historia, los críticos reclamaron a gritos que se reprodujera versión
fiel de los cuadernos y escarnecieron a Bassani por falsario. A mí me parece
que la tímida declaración de Bassani le hubiera gustado a Lampedusa y es la
manera más justa de cerrar esta historia. Dijo Bassani: “El príncipe era un
gran señor, pero a veces abría comillas y se olvidaba de cerrarlas. Yo sólo me
limité a cerrar las comillas”.

























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