domingo

JOÂO GUIMARÂES ROSA - PRIMERAS HISTORIAS (5)


LA NIÑA DE ALLÁ

Su casa estaba detrás de la Sierra del Mim, casi en el medio del paular de aguas limpias, lugar llamado El Temor-de-Dios. El Padre, pequeño granjero, trabajaba con vacas y arroz: la Madre, urucuiana, no se desprendía del rosario, aun matando gallinas o regañando a alguien. Y ella, niñita de nombre María, Ñiñiña llamada, había nacido ya para muy menuda, cabezotuda y con enormes ojos.

No parecía mirar o ver a propósito. Quedaba quieta, no quería muñecas de trapo, ni juguete, siempre sentadita donde se encontrase, poco se movía. -“Nadie entiende mucha cosa de lo que habla…” -decía el Padre, con cierto espanto. Menos por lo extraño de las palabras, pues sólo a veces ella preguntaba, por ejemplo: “Él churugó?” -y, vaya uno a ver quién y qué, jamás se sabría. Pero, por lo raro del juicio o adornado del sentido. Con risa imprevista: -“Armadillo no ve la luna…” -decía. O contaba cuentos, absurdos, vagos, todo muy corto: de la abeja que voló hacia una nube; de muchas niñas y niños sentados a una mesa de dulces, larga, larga, por un tiempo que no se finiquitaba; o de la necesidad de hacerse una lista de las cosas todas que en el día a día se vienen perdiendo. Sólo la pura vida.

Pero, por lo general, Ñiñiña, con sus no contados cuatro años, no molestaba a nadie, y no se hacía notar, a no ser por la perfecta calma, inmovilidad y silencios. No parecía gustarle o disgustarle especialmente alguna persona o cosa. Le servían la comida, ella continuaba sentada, el plato de peltre en el regazo, comía en seguida la carne o el huevo, los chicharrones, lo que fuese más sabroso y atrayente e iba consumiendo después lo demás, frijol, pirón, o arroz, o zapallo, con artística lentitud.  De repente uno se asustaba de verla tan perpetua e imperturbada: “Ñiñiña, ¿qué es lo que estás haciendo? -le preguntaba. “Yo… to-y… ha-a-ciendo.” Hacía vacíos. ¿Sería de veras un tanto bobita?

Nada la intimidaba. Oía al Padre cuando quería que la Madre colase el café fuerte, y comentaba, sonriéndose: -“Niño pedigüeño… Niño pedigüeño…” También solía dirigirse a la Madre en esta forma: -“Niña Grande… Niña grande…” Con eso, Padre y Madre se enojaban. En vano. Ñiñiña murmuraba apenas: “Deja… Deja…”, persuasibilísima, inhábil como una flor. Lo mismo decía cuando venían a llamarla para cualquier novedad, de esas que entusiasman adultos y niños. No le importaban los sucesos. Tranquila, pero lozana de salud. Nadie tenía real poder sobre ella, no se sabían sus preferencias. ¿Cómo punirla? Y, pegarle, no osasen, tampoco había motivo. Pero, el respeto que tenía por Madre y Padre, más parecía una graciosa especie de tolerancia. Y Ñiñiña me quería.

Charlábamos, ahora. Ella apreciaba el capote de la noche. -“¡Lleniitas!” -miraba las estrellas, delebles, sobrehumanas. Las llamaba “estrellitas pía-pía”. Repetía: -“¡Todo naciendo!” -esa su exclamación dilecta, en muchas ocasiones con el deferir de una sonrisa. Y el aire. Decía que el aire olía a remembranza: -“No se ve cuando se acaba el viento…” Estaba en el patio, el vestidito amarillo. A veces, lo que decía era común, uno era el que lo escuchaba exagerado: “Alturas de cuervolar…” No, sólo había dicho: -“…alturas de cuervo no volar…” El dedito llegaba casi al cielo.  Se acordó de: -“Capulín de viene-a verme…” Suspiraba, después: -“Yo quiero ir para allá.” ¿A dónde? -“No lo sé.” Entonces observó: -“El pajarito desapareció de cantar…” De hecho, el pajarito había estado cantando, y, en el deslizar del tiempo, yo pensaba que no lo estuviera oyendo; ahora, él se había interrumpido. Dije yo: -“El avecita.” De ahí en adelante, Ñiñiña pasó a llamar al tordo “Senora visita”. Y tenía respuestas más amplias: “¿Y yo? Toy haciendo añoranza.” En otra hora, se hablaba de parientes ya muertos, ella rio: -“Voy a visitarlos…” La regañé, le di consejos, le dije que tenía la luna. Me miró, burlona, sus ojos muy perspectivos: -“¿Él te churugó?” No vi más a Ñiñiña.

Pero sé que fue por entonces cuando ella empezó a hacer milagros.

Ni Madre ni Padre notaron en seguida tal maravilla, repentina. Más Tiantonia. Parece que por la mañana. Ñiñiña sola, sentada mirando para nada delante de las personas: “Yo quisiera el sapo venir aquí”. Si la oyeron bien, pensaron que fuese un patrañar, sus disparates de siempre. Tiantonia, por costumbre, le hizo señas con el dedo. Pero, en eso, derecho, a los saltitos, el ser entraba en la sala hacia los pies de Ñiñiña -no el sapo de papo. Sino bella rana de brezal, venida del verdín, la rana verdísima. Visitas de esas, jamás había acontecido. Y ella rio: -“Ella está haciendo un hechizo…” Los otros se pasmaron; demasiado silencio.

Días después con la misma tranquilidad: -“Quiero un tamalito de guayaba…” -susurró; y no bien a la media hora, llegó una doña, de lejos, que traía los panecillos de guayabate envueltos en la paja. Aquello ¿quién lo entendía? Tampoco los otros prodigios que vinieron siguiéndose. Lo que ella quería, que decía, pronto acontecía. Sólo que quería muy poco, y siempre las cosas levianas y descuidadas, lo que no pone ni quita. Así, cuando la Madre se enfermó con dolores, para los que no había remedios, no hubo como hacer con que Ñiñiña dijese la cura. Sonreía, apenas, secreteando su -“Deja… Deja…” -no podían disuadirla. Pero llegó vagarosa, abrazó a la Madre y la besó, calentita. La Madre, que la miraba con espantada fe, se sanó entonces en un minuto. Supieron que ella tenía, también, otros métodos.

Decidieron guardar secreto. No fueran a venir allí los curiosos, gente maldadosa e interesada, con escándalos. O que los curas, el obispo, quisiesen tomar cuenta de la niña, llevarla para serio convento. Nadie, ni los parientes más cercanos, debería saber. También el Padre, la Madre y Tiantonia no querían, siquiera, versar conversación, sentían un extraordinario miedo de la cosa. Considerábanla ilusión.

Lo que el Padre, poco a poco, empezaba fastidiar, era que de todo eso no se sacaba un sensato provecho. Vino la sequía, la más grande, hasta el paular amenazaba secar. Experimentaron pedir a Ñiñiña: que quisiese la lluvia. -“Mas, no puede, pues…” -ella movía la cabecita. La instaron: que si no, se acababa todo, la leche, el arroz, la carne, los dulces, las frutas, la melaza. -“Deja… Deja…” -se sonreía, reposada, llegó a cerrar los ojos, cuando insistieron, como en el súbito adormecer de las golondrinas.

De ahí a dos mañanas, quiso: quería el arco iris. Llovió y en seguida apareció el arco en el cielo, sobresaliente en verde y el rojo -que más era un rosa fuerte. Ñiñiña se alegró, dejó la seriedad, por la tarde, con el frescor. Hizo lo que jamás se le había visto, saltar y correr por, la casa y el fondo. –“¿Vio pajarito verde? * -Padre y Madre se preguntaban. Y ellos, los pajaritos, cantaban, diputados de algún reino. Pero sucedió que Tiantonia, en cierto momento, reprendió a la niña, muy enojada, muy fuerte, fuera del uso, hasta la Madre y el Padre no lo entendieron, no les gustó. Y Ñiñiña, suave, volvió a quedarse sentadita, inalterable como si soñase, todavía más inmóvil con su pajarito-verde pensamiento.

Padre y Madre cuchicheaban, contentos: que cuando ella creciese y tuviera juicio podría ayudarlos mucho, según a la Providencia, de seguro, plugiese.

Y entonces, Ñiñita enfermó y murió. Se dice que del agua mala de esos parajes. Todos los vivos actos ocurren demasiado lejos.

Sobrevenido aquel hecho, hubo dolores, muchos y variados, de todos, los de la casa: un de repente enorme. La Madre, el Padre y Tiantonia se daban cuenta de que era lo mismo que si en cada uno de ellos se hubiese muerto una mitad. Y para más colmar el corazón, verse a la Madre, cuando rezaba el rosario, en vez de las avemarías, sólo pudiendo gemir aquello de -“Niña grande… Niña grande…” con toda ferocidad. Y el Padre acariciaba con las manos el banquito en que Ñiñiña se sentaba tanto, y en el que él mismo no podría sentarse, que con el peso de su cuerpo de hombre el banquito se rompería.

Ahora, tenían que mandar recado, al pueblo, para que hicieran el cajón y aprontaran el entierro, con acompañamiento de vírgenes y ángeles.

Ahí, entonces, Tiantonia se hizo de valor, precisaba contar: que aquel día, del arco iris de la lluvia, del pajarito, Ñiñiña había dicho un despropositado desatino, por eso la había regañado. Lo que fue: que quería un cajoncito rosado, con adornos verdes brillantes… ¡El agüero! Ahora, ¿era para encargarse el cajoncito, así, su voluntad?

El Padre, en bruscas lágrimas gritó: ¡que no! Ah, que si consintiera en eso sería cargar culpa, todavía estar ayudando a morir a Ñiñiña.

La Madre quería, empezó a discutir con el Padre. Pero, en lo más fuerte del llanto se serenó -la sonrisa tan buena, tan grande- detenida en un pensamiento: que no era necesario encargar, ni explicar, pues habría de salir bien así, de ese modo, color rosado con verdes funebrillos porque era; tenía que ser: por el milagro, el de su hijita en gloria, Santa Ñiñiña.


* Frase figurada y familiar: Tener grandísimo susto y satisfacción.


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