LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 18)
Los que creen en Dios son
tal vez los únicos que hacen el bien se secreto, y Eugenio creía en Dios. Al
día siguiente, a la hora del baile, Rastignac fue a casa de la señora de
Beauséant, que lo llevó para presentarlo a la duquesa de Carigliano, siendo
bien acogido por la mariscala, y en cuya casa encontró a la señora de Nucingen.
Delfina se había adornado con intención de agradar a todos, pero con la secreta
esperanza de agradar más a Eugenio, de quien esperaba impacientemente una
mirada. Para el que sabe adivinar las emociones de una mujer, este momento está
lleno de delicias. ¿Quién no se ha complacido a veces en hacer esperar su
opinión, en ocultar coquetamente un placer y en gozar de los temores que se han
de disipar con una sonrisa? Durante la fiesta, el estudiante midió toda la
fuerza de su situación y comprendió que tenía una posición en el mundo, por el
solo hecho de ser primo de la señora de Beauséant. La conquista de la hermosa
baronesa de Nucingen, que le atribuían ya, lo ponía de relieve, y todos los
jóvenes le dirigían miradas de envidia que, sorprendidas por él, le hicieron
gozar los primeros placeres de la fatuidad. Pasando de un salón a otro y
atravesando los grupos oyó alabar su suerte. Todas las mujeres le predecían que
tendría éxito. Delfina, temiendo perderlo, le prometió no negarle por la noche
el beso que le había negado la antevíspera. En aquel baile, Rastignac recibió
varias invitaciones, fue presentado por su prima a algunas mujeres que presumían
de elegantes y cuyas casas tenían fama de agradables, y se vio lanzado en el
torbellino de la más grande y hermosa vida parisiense. Aquel baile tuvo, pues,
para el estudiante, los encantos de un brillante estreno, y debía acordarse de
él toda la vida, como se acuerda una joven del primer baile en que obtuvo sus
primeros triunfos. Al día siguiente, cuando contó su suerte a papá Goriot
delante de los demás huéspedes, Vautrin se puso a reír de una manera diabólica.
-Y, ¿cree usted -exclamó
el feroz lógico- que un joven a la moda puede vivir en la calle Nueva de Santa
Genoveva, en la Casa Vauquer, pensión infinitamente respetable por todos los
conceptos, pero que no tiene nada de elegante? Esta casa es abundante y está
orgullosa de ser la vivienda momentánea de un Rastignac; pero al fin y al cabo
está en la calle Nueva de Santa Genoveva y desconoce el lujo porque es patriarcalorama. Mi joven amigo -siguió
diciendo Vautrin con aire burlonamente paternal-, si quiere usted figurar en
París, necesita tres caballos, un tílburi por la mañana y un cupé por la noche,
total nueve mil francos en vehículos, y sería usted indigno de su destino si no
gastase tres mil francos en sastre, seiscientos en perfumista, cien escudos en
casa del zapatero y otros cien en sombreros. Respecto de la planchadora, ha de
costarle lo menos mil francos. Los jóvenes elegantes no pueden dejar de gastar
grandes sumas en artículos de ropa blanca, porque ¿no es esto lo que se examina
más frecuentemente en ellos? El amor y la iglesia quieren hermosos manteles en
sus altares. No le hablo a usted de lo que perderá en el juego, en apuestas y
en regalos, es imposible contar con menos de dos mil francos para el bolsillo.
Yo he hecho esa vida y conozco lo que cuesta. Añada usted a estas primeras
necesidades trescientos luises para comer y mil francos para dormir. Conque, ya
lo sabe usted, hijo mío; o veinticinco mil francos al año o caemos en el lodo,
nos convertimos en blanco de la burla del prójimo, y nos despojamos de nuestro
porvenir, de nuestros éxitos, de nuestras queridas. ¡Ah! Me olvidaba del ayuda
de cámara y del groom. ¿Va a ser
Cristóbal el que le llevará sus cartas de amor? Hacer eso sería suicidarse.
Crea usted a un anciano lleno de experiencia -siguió, haciendo un rinforzando con voz de bajo-. Traládese
usted a una virtuosa buhardilla, decidiéndose por el trabajo, o emprenda otra
senda.
Y diciendo esto, Vautrin
guiñó el ojo señalando a la señorita Taillefer, para recordársela y resumir con
su señal los seductores razonamientos que había empleado para corromperlo.
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