Tras un lustro de ausencia, la artista presenta en
los Teatros del Canal su desgarradora 'Trilogía del infinito' y publica 'Una
costilla sobre la mesa', un diario en el que narra la enfermedad terminal de
sus padres
Tras la sonrisa de Angélica Liddell
se abre el abismo de un asesino. Asomarse a su arte es también asomarse a ese
abismo. «Cuando uno desea ser malvado, necesita prepararse concienzudamente
para sufrir. [...] No somos capaces de admitir la libertad. Si admitiéramos la
libertad, tendríamos que admitir el derecho natural a preferir el Mal al
Bien. Por dentro, todos somos noche». Estas son algunas de
las reflexiones que plasma en Una costilla sobre la mesa,
su último libro, que la editorial La Uña Rota ha publicado coincidiendo con el
regreso de la visceral artista a los escenarios españoles.
Durante una semana, del miércoles 23
al miércoles 30, esta mujer con la apariencia frágil de un gorrión pero capaz
de desplegar la fuerza de una tormenta eléctrica sobre el escenario
representará su Trilogía del infinito en
los Teatros del Canal de Madrid. Las entradas llevan meses agotadas. Hacía
cinco años que la ganadora del León de Oro en la Bienal
de Venecia no actuaba en la capital harta del desinterés de las
autoridades españolas hacia la cultura. «He llegado al tope de desprecio que
una puede soportar», sentenció en 2014.
Su deseo por llegar al origen de la
tragedia y la nostalgia por la belleza perdida recorren este tríptico. Liddell
advierte que «la belleza no se alcanza sin hacer la guerra, sin un acto
violento que nos devuelva al origen, al silencio, a la oscuridad,
cuando solo existía Dios y el verbo era canto». Así pues, el espectador debe
saber que no saldrá indemne de este viaje a las tinieblas, porque su teatro
hiere, noquea y arrastra al público al frío de una mesa de autopsia. «¿Qué
somos entre los dientes de un caníbal?», se pregunta. «El estudio de la
descomposición humana es el primer paso para la revelación del espíritu. Todos deberíamos tener granjas de cadáveres».
La trilogía se abre con Esta breve tragedia de la carne (miércoles
23 y jueves 24), un estremecedor acercamiento al universo de Emily Dickinson,
una poeta que vivió gran parte de su vida aislada en la casa de su padre de
Amherst. Liddell la ve como un fusil cargado. «No fue amada porque nadie acepta
ser amado por un fósil».
Le sigue ¿Qué yo con esta espada? (sábado 26 y domingo 27),
una monumental creación de casi cinco horas de duración que recibió una gran
ovación en el Festival de Avignon de 2016. En ella, Liddell hila la masacre
yihadista de la sala Bataclán (la artista se encontraba en París durante los
atentados) con la historia del escritor caníbal Issei Sagawa que
asesinó y devoró a una estudiante holandesa de la Sorbona en 1981. «La carne
humana es suave y sin olor, como el atún», dijo Sagawa en una entrevista, tras
ser detenido.
Cierra la trilogía Génesis 6, 6-7 (martes 29 y miércoles 30) una
creación en la que entrelaza la furia de Medea con el Antiguo Testamento. Su
búsqueda de la destrucción del mundo para alcanzar lo sagrado conecta con ese
misticismo al que se ha entregado desde que inició el Ciclo de las Resurrecciones y que también
recorre Una costilla sobre la mesa. Con la estructura de un
diario, la artista mezcla el género epistolar (sus cartas siempre se dirigen a
Dios) con la poesía. «Podría haberte ignorado por completo / pero miré hacia
arriba demasiadas veces/ Ojalá comprendieras lo que no te digo», escribe.
Sus súplicas a Dios para que responda
a su llamada, en ocasiones a sus éxtasis eróticos, la hermanan con Santa Teresa
o San Juan de la Cruz. En un mundo marcado por el materialismo, ella mira al
cielo y a lo espiritual. "En mi sueño aprieto falos como ramos de flores. Ya sabes que el deseo siempre es puritano. La virtud, más
excitante que el vicio", escribe esta artista que narra su
encierro en un convento de Carmelitas para trabajar sobre la novela La letra escarlata, de Hawthorne. "Hacer
teatro es como rezar, y la belleza es una obligación".
Pero quizás lo más desgarrador de
este volumen sea el relato que Liddell hace de la agonía de sus padres. «Padre,
madre, éramos tres y todo lo hicimos mal. No supimos estar tranquilos. Nunca
fuimos felices juntos. Sufrimos, padre, madre,
sufrimos. Hemos sido una suma de dolores y soledades. Qué solos
hemos estado. (...) Hemos enloquecido. O siempre fue así, desde el principio.
Mamá Alzhéimer, Papá Psicosis, yo. Y griega, o».
En Una costilla sobre la
mesa, Liddell lleva al lector a un viaje a lo más oscuro de la
enfermedad y la locura, un recorrido por los pasillos de un hospital de
enfermos terminales ("Aquí sobre todo se habla de dinero"), un relato
de goteros, agujas, pañales, alucinaciones y olor a heces, en el que no ahorra
sordidez ni escamotea detalles como el olor a mierda que se le pega al paladar
cuando entra en la habitación de sus progenitores. "Yo no tendré hijos a los que exigir esclavitud y manos ágiles para
limpiar la mierda", escribe y se pregunta si ella misma llevará
en su sangre la locura que se ha despertado en sus padres. "Tengo miedo a
despertar senil mañana".
Y pese al horror, también hay espacio
para los sentimientos y la piedad. "Ojalá tu vientre hubiera sido mi
tumba", escribe a su madre. "Hoy me alegro de no haberte asesinado,
mamá. Poder despedirte sin odio es el verdadero milagro".
La agonía final de su padre, un tránsito hacia la nada durante semanas en la
habitación 122, "mirada sin pupila/ neonato precioso al final de tu
vida", es narrada por Liddell con un gozo que estremece.
"Gracias por el grandioso
espectáculo de este último resplandor (...) la muerte, único instante de
realidad y sinceridad ante la estafa de la existencia".
Y es que para ella, "todo es
fracaso hasta nuestro último día sobre la tierra". Palabra de Angélica.
(EL MUNDO / 22-5-2018)
(EL MUNDO / 22-5-2018)
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