domingo

EL TEATRO Y SU DOBLE (38) - ANTONIN ARTAUD


DEL TEATRO BALINÉS (9)


Estos metafísicos del desorden natural, que al baile nos restituyen todo átomo de sonido, toda percepción fragmentaria (que parecía dispuesta a volver a su fuente primera), han sabido unir el movimiento y el sonido de modo tan perfecto que parece como si los bailarines tuviesen brazos de madera hueca para hacer esos ruidos de madera hueca, de instrumentos vacíos, de cajas sonoras.

Nos encontramos, repentinamente, en plena lucha metafísica, y el rígido aspecto del cuerpo en trance, endurecido por el asedio de una manera de fuerzas cósmicas, es expresado admirablemente con esta danza frenética, tiesa y angulosa a la vez, donde se siente de pronto que el espíritu cae a pico.

Como si olas de materia se precipitaran unas sobre otras, hundiendo sus crestas en el abismo, y acudiendo desde todos los puntos del horizonte para incorporarse al fin a una porción ínfima de estremecimiento, de trance, y cubrir así el vacío del miedo.

*  *  *

Hay en estas edificadas perspectivas un absoluto real y físico que sólo los orientales son capaces de imaginar, y en este punto, en la elevación y la audacia reflexiva de sus objetivos, difieren estas concepciones de nuestra concepción europea del teatro, mucho más que en la extraña perfección de las representaciones.

Los partidarios de la división y la separación de los géneros pueden pretender que no ven sino bailarines encargados de representar unos mitos desconocidos y superiores, de una elevación que revela el nivel de grosería y puerilidad indescriptibles de nuestro teatro occidental moderno. La verdad es que el teatro balinés propone y representa temas de teatro puro que en la representación escénica alcanzan un intenso equilibrio, una gravitación enteramente materializada.

*  *  *

Hay en todo este teatro una embriaguez profunda, que nos restituye los elementos mismos del éxtasis, y con el éxtasis encontramos otra vez el seco hervor y la fricción mineral de las plantas, de los vestigios y ruinas de los árboles de rostro iluminado.

Toda la bestialidad, la animalidad, quedan reducidas a su gesto descarnado: ruidos multitudinarios de la tierra que se hiende, la savia de los árboles, el bostezo de los animales.

Los pies de los bailarines, al apartar los ropajes, disuelven pensamientos y sensaciones, permitiéndoles recobrar su estado puro.

Y siempre esta confrontación de la cabeza, este ojo del cíclope, el ojo interior del espíritu, que la mano derecha busca.

Mímica de los gestos espirituales que miden, cortan, fijan, alejan y subdividen los sentimientos, los estados de ánimo, las ideas metafísicas.

Teatro de quintaesencias, donde las cosas dan una rara media vuelta antes de retornar a la abstracción.

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