domingo

SANDINO NÚÑEZ - EL DESENCUENTRO / LA DIALÉCTICA, EL VIRUS RESIDENTE DEL CAPITALISMO Y EL FANTASMA DE LENIN (3)


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Insisto. ¿Pensaba en algo así Lenin al leer la gran lógica en 1914, en su famoso retiro teórico en Berna? ¿Pensaba que cierta clave del problema de la guerra imperialista, de la “bancarrota” del movimiento obrero europeo y de la traición de la Segunda Internacional no tanto en algo que el capitalismo le hace directamente, “desde fuera”, a los movimientos emancipatorios (o a la revolución incipiente), sino también (y más bien) en algo que ya ha hecho en forma oblicua y distante, y que ahora aparece, “adentro”, como algo que el propio materialismo revolucionario no es capaz de hacer, como un punto que no es capaz de alcanzar o de sostener? ¿Y si el marxismo ortodoxo no ha sido lo suficientemente fuerte como para evitar la recaída? ¿Y si eventualmente el obstáculo ideológico aparece ahora no en la dialéctica idealista hegeliana, sino en el acto mismo de haberla reprimido creando el síntoma propio del sustancialismo idealista (materialismo evolucionista, determinista o epistemológico) de Kautsky, de Plejanov, y hasta de Engels y del propio Lenin? ¿Y si hay en todos ellos un resto de capitalismo que no pudo ser pensado, y que ahora retorna como una enorme fuerza neutra e inerte de arrastre (la historia natural), y que solamente es una cuestión de tiempo, ya que más tarde o más temprano seremos arrastrados también? ¿Y si el abordaje de esta “enfermedad inercial”, de esta “patología de la neutralidad” (la verdadera alienación, la más profunda), solamente puede realizarse desde la propia dialéctica de Hegel, en un retorno a Marx a través de Hegel o un retorno a Hegel a través de Marx?

La respuesta, en principio, debe detenerse en otra pregunta, claro. ¿Cómo saber, en verdad, en realidad, en última instancia, qué buscaba Lenin en Hegel, o, en definitiva, qué encontró (si encontró lo que buscaba, si encontró algo menos o algo más)? Siempre tenemos muchas pistas; demasiadas, seguramente. Empezando por los propios Cuadernos filosóficos de Lenin. Tenemos también, para citar a unos pocos, a Lefebvre y a Guterman, a James y a Dunayesvkaya, los trabajos de Kevin Anderson, las hipótesis de Michael Löwy y las de Stathis Kouvelakis. Y tenemos también la terminante intervención de Althusser “Lenin frente a Hegel”. En fin. Pues, en rigor, también debemos entender que esta dificultad (o imposibilidad) de saber no solamente no debería entorpecer nuestra capacidad de suponer, creer, razonar e inferir sino que, por el contrario, debería tramitarla -y, si se quiere, debería forzar las cosas de entonces a decir algo hoy. Ese algo que el entonces diga estará por fuerza ligado a algo que nos ocurre hoy. Y esa ligadura no es en absoluto antojadiza o caprichosa, aunque si estará atravesada, y si se quiere, constituida, por aquello que nosotros quisiéramos (hoy) que Lenin hubiera encontrado (entonces) en Hegel, siquiera para construir la historia “al revés”, dialécticamente, evitando entrar (Dios nos libre) en esas fastidiosa discusiones entre almas bellas acerca de “qué pudo haber fallado” en la Revolución, o en qué momento comenzaron a andar mal las cosas, o cuándo y por qué se torció un camino que abría el entusiasmo a un mundo nuevo a comienzos del siglo pasado.

Consideremos la obviedad de que las condiciones de la Revolución son no sólo complejas sino, también, complicadas. Y consideremos también que las condiciones de su sobrevivencia son seguramente terribles. Mencionemos sólo lo más grueso: las guerras, las contrarrevoluciones, las presiones internacionales, los cercos, el aislamiento y las sanciones económicas, etc., cosas que efectivamente ocurren “desde afuera”, como todos sabemos, han estrangulado a los movimientos revolucionarios en verdaderos estados de excepción perpetuos, escenarios complejos, ásperos y extenuantes de amenazas, de necesidades, de urgencia y emergencia incesantes, de ansiedad y de velocidad técnica, de tácticas y estrategias, de militarización y defensa, etc. Lo más terrible es que a veces, en esos momentos, lo que se defiende no es tanto la revolución sino la vida misma: la vida sin signo político, sin idea y sin pensamiento. La vida sin la bolsa, la vida sin la libertad, como anota Lacan a propósito del amo y el esclavo. En otras palabras, la lógica que utilizamos para defender esa vida sin la cual (entendemos, amargamente) no hay libertad, es una prolongación del amo que la amenaza: eso puede tener consecuencias devastadoras. Y en parte por eso no puede resistir la tentación de decir que la crisis del 14 parece ser, para Lenin, la negatividad de un “momento puro”, casi un momento teórico cartesiano, en el que “estando (su) espíritu libre de toda urgencia, y habiendo(se) procurado reposo seguro en tranquila soledad, (se) retira a destruir todo lo que ha aprendido hasta ahora”.

Pero sabemos que es tonto levantar la figura gloriosa y sobrenatural de un Lenin hegeliano, traicionado por el ruido y la urgencia del estado de guerra, por los problemas técnicos y prácticos de la vida de la revolución, y más tarde por la burocracia, el poder y la obstinación rudimentaria de la ortodoxia. Y entonces también sabemos que no vamos a proponer un Lenin teórico, surgido como un milagro de resurrección en la pureza terapéutica introspectiva del momento de su retiro cartesiano en Berna, en la ruptura con el pasado ortodoxo e indialéctico de Materialismo y empiriocriticismo y la teoría del reflejo, como contrapeso de la historia del “hombre de carne y hueso”, el caudillo práctico o pragmático curtido en la ansiedad, en la incesante oralidad y en el calor de la lucha y de la urgencia. Pero a pesar de que sabemos todo eso, no podemos evitar que esas figuras se entrometan, tendremos que hacernos cargo de nuestro “oportunismo”, de la astucia de la razón. Así sea.

(CRISE E CRITICA / revista latinoamericana de filosofía e política / volumen 1, número 1, 2017)

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