domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (18)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 12)

Tal era la situación general de la pensión a fines de noviembre de 1819. Algunos días más tarde, Eugenio, después de haber asistido al baile de la señora de Beauséant, volvió a las dos de la madrugada. Para ganar el tiempo perdido, el valeroso estudiante se había prometido, mientras bailaba, trabajar hasta el amanecer. Por primera vez iba a pasar la noche en vela en medio de aquel silencioso barrio, pues se hallaba bajo los encantos de una falsa energía nacida al calor de los esplendores del mundo. No había cenado en casa de la señora Vauquer. Sus compañeros de pensión creyeron que regresaría del baile al amanecer, como lo hacía cuando iba a las fiestas del Prado o a los bailes del Odéon, enlodando sus medias de seda y estropeando sus escarpines. Antes de echar los cerrojos a la puerta, Cristóbal la había abierto para mirar a la calle. Rastignac se presentó en ese momento, y pudo subir a su cuarto sin hacer ruido, seguido de Cristóbal que lo hacía infernal. Eugenio se desvistió, se puso en zapatillas, se echó encima una miserable levita, encendió la lámpara y se dispuso afanosamente a trabajar, mientras Cristóbal cubría con el alboroto de sus zapatones los preparativos poco ruidosos del muchacho. Eugenio permaneció pensativo algunos momentos antes de sumirse en sus libros de Derecho. Acababa de reconocer en la vizcondesa de Beauséant a una de las reinas de la moda de París, cuya casa pasaba por ser una de las más agradables del arrabal de Saint-Germain. Por otra parte, por su nombre y por su fortuna, aquella dama era una de las eminencias del mundo aristocrático. Gracias a su tía Marcillac, el pobre estudiante había sido recibido en aquella casa sin conocer la extensión del favor. Ser recibido en aquellos salones dorados equivalía a un privilegio de nobleza. Frecuentando aquella sociedad, la más exclusiva de todas, había conquistado el derecho de concurrir a cualquier parte. Deslumbrado por la brillante reunión y después de haber cambiado apenas algunas palabras con la vizcondesa, Eugenio se había contentado con distinguir, entre la cantidad de deidades que se apretaban en la fiesta, a una de esas mujeres a las que en seguida debe adorar un joven. La condesa Anastasia de Restaud, alta y bien formada, tenía fama de tener uno de los mejores cuerpos de París. Figuraos unos ojos grandes y negros, una mano magnífica, un pie bien formado, fuego en los movimientos, una mujer a la que el marqués de Ronquerolles llamaba caballo de pura sangre. Esta finura de nervios no le quitaba ningún encanto: tenía las formas llenas y redondas, sin que pudiese por eso ser acusada de gordura. Cabalolo de pura raza, mujer de raza, tales eran las locuciones con que se empezaba a reemplazar aquellas otras de ángeles del cielo, figuras osiánicas y toda la antigua mitología amorosa, rechazada por los elegantes. Para Rastignac, la condesa Anastasia de Restaud fue la mujer deseada. Había logrado inscribirse para dos bailes en la lista de los caballeros anotada en su abanico y había podido hablarle durante la primera contradanza. “¿Dónde la encontraré en lo sucesivo, señora”, le había dicho bruscamente con esa fuerza de la pasión que tanto gusta a las mujeres. “Pero”, le había dicho ella, “en el Bois, en los Bouffons, en mi casa, en todas partes”. El aventurero meridional se había apresurado a trabar amistad con la deliciosa condesa, dentro de la amistad que cabe adquirir con una mujer durante una contradanza y un vals. Diciéndose primo de la señora de Beauséant, fue invitado por aquella mujer a quien tomó por una gran dama. Por la última sonrisa que le dirigió la condesa, Rastiganac creyó necesaria su visita. El estudiante tuvo la dicha de encontrar un hombre que se burló de su ignorancia, defecto moral de que adolecían los impertinentes de la época, como los Maulincourt, los Ronquerolles, los Máximos de Trailles, los de Marsay, los Adjuda-Pinto, los Vandenesse, los cuales gozaban allí de la gloria de sus fatuidades en medio de las mujeres más elegantes, lady Brandon, la duquesa de Langeais, la condesa de Kergarouët, la señora de Sérisy, la duquesa de Carigliano, la condesa de Ferraud, la señora Firmiani, las marquesas de Listomère y de Espard, la duquesa de Maufrigneuse y las Grandlieu. Afortunadamente, pues, el ingenuo estudiante cayó en manos del marqués de Montriveau, el amante de la duquesa de Langeais, un general simple como un niño, el cual le comunicó que la condesa de Restaud vivía en la calle de Helder. ¡Ser joven, tener sed de mundo y hambre de mujeres, y ver que se le abren a uno dos casas! ¡Poner los pies en el barrio de Saint-Germain, en casa de la vizcondesa de Beauséant, la rodilla en la calzada de Antin, en casa de la condesa de Restaud! ¡Hundir una mirada en los salones de París y creerse bastante buen mozo como para encontrar en ellos ayuda y protección de un corazón de mujer! ¡Sentirse bastante ambicioso para despreciar la rígida cuerda sobre la que hay que andar con la seguridad de un saltarín que no ha de caer, y haber encontrado como balancín a una mujer encantadora! Con estos pensamientos y ante aquella mujer que se erguía sublime al lado de su lámpara de aceite, entre el Código y la miseria, ¿quién no habría sondado, como Eugenio, el porvenir mediante una meditación, y quién no lo hubiera visto de color de rosa? Su distraído pensamiento saboreaba con tal delicia los goces futuros que se creía ya al lado de la señora de Restaud, cuando un suspiro semejante a un ban de San José (1) turbó el silencio de la noche y resonó en el corazón del joven de tal modo que lo tomó por el estertor de un moribundo. Abrió con cuidado la puerta y, cuando estuvo en el corredor, vio una luz trazada en la parte baja de la puerta de la habitación de papá Goriot.

Notas

(1) De carpintero.

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