domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (74) - ESTHER MEYNEL


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Una ocupación a la que Sebastián dedicaba parte de sus ratos libres era el reunir lo que él llamaba “el archivo de los Bach”; consistía en una especie de árbol genealógico y una colección de informes y composiciones de diversos miembros de la familia. Tenía un gran amor a esta; para él, un Bach no era semejante a los demás hombres, sino un ser al que le ligaban los invisibles lazos de la común ascendencia y la igualdad de gustos.

Las letras del apellido Bach eran ya un tema musical, como había observado Sebastián, sonriéndose, al componer una fuga sobre ese tema (1).

Cuando fue haciéndose viejo, sus pensamientos volvían con frecuencia a los lugares en que había pasado los primeros años de su vida, Eisenach, Erfurt y Arnstadt. Una vez emprendió también un viaje a Erfurt y tuvo una entrevista cariñosa con un pariente del linaje de los Bach, que oyó hablar lleno de orgullo de las obras y hechos de Sebastián, y de la que regresó muy satisfecho. Naturalmente, este sentimiento de amor a la casta tenía su más claro exponente en la abnegación con que se dedicaba a su familia, a sus hijos, que iban creciendo bajo su techo y de cuya educación se preocupaba incesantemente. Cuando los hijos mayores empezaron a dejarnos para ir a probar fortuna por esos mundos, les seguía dedicando tanto interés como si se sentasen todavía a nuestra mesa y él siguiese tocando con ellos, en sus horas libres, los conciertos en re menor y en do mayor que había compuesto para tres clavicordios. Durante esos conciertos se mostraba completamente feliz porque Friedemann y Manuel eran tan perfectos ejecutantes que casi le alcanzaban a él, de quien todo lo habían aprendido. La música fluía con suave precisión de sus tres pares de manos y, al llegar a determinados trozos de belleza especial, Manuel miraba a Friedemann con expresión de felicidad, o Friedemann sonreía satisfecho a su padre. Yo los miraba a los tres y pensaba que Sebastián era el padre de los ejecutantes y el de la música, y le admiraba, como siempre que mis pensamientos se encaminaban a su persona. En todos los años de nuestro matrimonio, jamás pude acostumbrarme por completo a él; siempre había en mi corazón un sentimiento de asombro ante algo extraordinariamente grande que no podía comprender ni explicar, algo que para la demás gente de Leipzig, aun para sus propios hijos, a pesar de la admiración que por él sentían, parecía pasar inadvertido. En el fondo de mi alma conservaba yo ese sentimiento, como una especie de suave temor que ni aun nuestro muto cariño pudo jamás arrojar de allí. Sebastián fue siempre demasiado grande para que yo lo pudiese abarcar -ya lo noté desde nuestro primer encuentro-, a pesar de que me envolvía realmente en su amor y de que el vivir junto a él había llegado a ser para mí una necesidad elemental. Me era imposible imaginarme el mundo sin él, salvo en alguna pesadilla, de la que despertaba con un estremecimiento al sentirme sola. Me sucedió eso desde el momento en que lo conocí, y la muerte me hizo ver, con su cruel realidad, que el mundo había quedado vacío para mí.

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