domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (68) - ESTHER MEYNEL


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Ernesti se encontraba, naturalmente, en la iglesia y fue testigo de aquel proceder violento. Después del Oficio Divino fue a ver al Superintendente y consiguió ponerle de su parte. Luego, se lo comunicó a Sebastián, y este le respondió que en aquel asunto no cedería, costase lo que costase; y añadió que se quejaría por escrito al Consejo. Lo primero que ocurrió después, en aquel domingo funesto, fue que el Rector, antes de las vísperas, se dirigió a la tribuna del órgano y, amenazándolos con los castigos más severos, prohibió a los cantores del coro que obedeciesen las órdenes del Cantor en lo referente al director de coros. Este fue también un proceder vindicativo, fuera de toda ley; pues era un viejo derecho consuetudinario que todo lo relacionado con el coro y sus directores lo decidiese el Cantor. Cuando Sebastián fue a Vísperas y vio que Krause ocupaba otra vez el puesto de maestro del primer coro, lo agarró sencillamente por el cuello y lo llevó a empujones hasta la puerta. Pero los chicos del coro estaban tan atemorizados por el discurso del Rector, que ninguno de ellos quería dirigir el motete, por temor a que les impusiesen el castigo con que los habían amenazado. Y el Oficio de Vísperas no hubiera podido continuar si, al fin, a ruegos de Sebastián, no se hubiera decidido a ocupar el puesto un antiguo alumno de la escuela de Santo Tomás, llamado Kreba. Unos días después entregó Sebastián el Consejo una Memoria en la que exponía que “en el Oficio Divino de la tarde de ayer en la iglesia de San Nicolás, ninguno de los alumnos, por temor a ciertos castigos, y para mi mayor humillación, se había atrevido a cantar y mucho menos a dirigir el motete; la Sacra hubiera quedado interrumpida si un antiguo alumno de Santo Tomás, ante mis ruegos, no hubiera accedido a ocupar el puesto en lugar de uno de mis discípulos. Como ya he hecho observar en mi Memoria anterior, el nombramiento de los directores de coro, según los reglamentos y el uso establecido, no pertenece al señor Rector, que se ha excedido en sus derechos y me ha ultrajado en mi cargo oficial”.

Pero el Consejo no tomó en este asunto ninguna decisión, ni en favor ni en contra de Sebastián, sino que dejó correr las cosas, de modo que el asunto duró cerca de dos años y produjo entre el Rector y el Cantor una especie de estado de guerra que, naturalmente, tuvo influencia muy perniciosa en la disciplina de la escuela. Ambos, para descargar su cólera, escribían Memorias al Consejo, y Ernesti se permitió decir contra Sebastián cosas tan feas, e inventadas con tanta desvergüenza, que no podían ofendernos. Afirmaba, por ejemplo, que Sebastián, que fue el hombre más correcto que ha existido, era corruptible, y que un viejo tálero danés había hecho, más de una vez, de un monaguillo un solista, que nunca hubiera llegado a serlo. Sebastián no hizo más que reírse despreciativamente cuando llegó a sus oídos tal infamia; pero, en su interior, sufría con aquella situación en que se veía envuelto por haberse metido el Rector en sus atribuciones, y era uno de sus principios fundamentales el no ceder nunca cuando se trataba de defender sus derechos. Por ser un Bach, desaparecía toda posibilidad de llegar a un arreglo amistoso. “Yo tengo la vigilancia superior y la responsabilidad sobre el primer coro, y debo saber mejor que nadie quién es capaz y quién se amolda mejor a mis deseos”, escribió una vez al Consejo, “y tampoco podré obtener éxitos con mis alumnos si se les impide que me obedezcan en todo lo relacionado con la música”. Y cerraba esa memoria con la súplica (que me conmovió profundamente, pues viniendo de él adquiría un acento patético) de que se exhortase a los alumnos para que le demostrasen el respeto y la obediencia que tenía derecho, para ponerle así en condiciones de poder cumplir las obligaciones de su cargo.

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