domingo

LA CARRETA (56) - ENRIQUE AMORIM


XIII (7)

Los fugitivos cayeron al paso, ahogando su precipitado rumor en el agua tranquila. Sonaron los lonjazos. Una rodada, un grito, y los vasos de los caballos arañando las piedras, las coscojas rodando, el tintineo de los estribos y el choque de las inútiles carabinas…

Algunos divisaron las carretas, pero siguieron de largo, perdiendo las bajeras. El pánico daba saltos en el agua en tres caballos que se ahogaban. Los jinetes, de a pie, trepando despavoridos las barrancas. Uno de ellos se dirigió a Farías:

-¿De quién son? -preguntó el paisano guerrillero en desgracia, refiriéndose a las carretas.

-Creo que es de Matacabayo -contestó Farías.

-¡Ah, ah!... Llegaron tarde… El jefe cayó ayer. Lo mataron a traición… Nos vienen siguiendo… ¡Vamos!...

-¿Pa qué irse?

Un nuevo rumor de caballerías terminó con el fugaz encuentro. El desconocido buscó el monte, internándose en el pajonal.

Farías se acercó a la carreta. Apoyó su mano en el duro lapacho del pértigo como si tratase de despertar a un aparcero. Una voz salió de la carreta.

-¿Qué pasa?... ¿Dónde se han ido? ¿Qué pasa, Dios mío?...

Farías caminó apoyándose en el pértigo. Por entre los cueros que cerraban la carreta se asomó una mujer.

-Parece que lo mataron… -dijo fríamente el viejo.

Ya se oía el tropel en la picada. El agua a borbollones y el choque de los sables, imponiéndose en la noche.

-¡Ahí están! -habló Farías y se recostó a una rueda esperando su suerte.

El piquete guerrero siguió la persecución. Se destacaron tre soldados hacia la carreta solitaria. Dieron la voz de alto al descubrir a Farías.

Un sargento bajó del caballo.

-¿Para dónde van?

-¿Yo?... P’al sur -respondió Farías.

-Las otras carretas, ¿son suyas?

-No… Acamparon hace un rato… Yo no los conozco.

-¿Qué llevás adentro?

-Nada, ando vacío… Voy a cargar lana.

-¿De quién?

-De la pulpería de Floro.

Los milicos inspeccionaron la carreta.

-Una mujer, sargento -dijo uno.

-Sí, m’hija… -aclaró rápidamente Farías.

La muchacha tembló a la luz del fósforo que iluminaba por igual su rostro y la torva cara del soldado.

-Una gurisa… -continuó el milico. No podía ver a una mujer en el asombrado rostro de la adolescente porque venía encendido de pelea, pisándole los talones a los fugitivos. Si no, tal vez…

Y dejó caer el pesado cuero negro que cerraba la carreta.

-Vamos a revisar las otras -ordenó el sargento.

Ruido de sables, de cartucheras y carabinas. Piafar de pingos, coscojear de frenos. Un disparo a lo lejos. Y relinchos salvajes.

El viejo Farías acarició la llanta de hierro. Acarició los rayos de la rueda, separó el barro adherido y suspiró hondo. Se fue desplomando, cayendo blandamente, hasta quedar sentado de espaldas a la rueda, olfateado por los perros.

Lejos, un tropel de carros y disparos de carabina cuyos ecos recorrían la cuenca del arroyo.

La prometida del caudillo asesinado, no se atrevía a asomarse. Temía tanto a la oscuridad de la carreta como a la noche sonora y espantable de los fugitivos. Podía sentirse libre, libre para siempre…

Hasta que no escuchó el canto de los pájaros del alba, cuando la “viudita” descubrió la luz, no supo valorar las últimas palabras de aquella noche: “Sí, es m’hija…”. Y las del soldado: “Es una gurisa”.

¡Qué bien sonaban en el amanecer, entre el canto de los pájaros reunidos en el monte!

A media legua del paso, acabaron con Matacabayo. Lo alcanzó una bala cuando desaparecía tras de un cerro. Se desplomó del caballo, rodando por la pendiente. Y quedó trabado entre dos espinillos. Nadie buscó su cuerpo. Tal vez alguno lo vio y, después de carcharlo, se sacó el sombrero y siguió su camino. Los huesos de Matacabayo sirvieron para abonar las hambrientas raíces de los dos arbolitos. Por varias primaveras, en muchas leguas redonda, no se vieron dos copas de oro más violento que la de aquellos espinillos favorecidos por la muerte.

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