domingo

EL TEATRO Y SU DOBLE (5) - ANTONIN ARTAUD


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EL TEATRO Y LA PESTE (1)

Los archivos de la pequeña ciudad de Cagliari, en Cerdeña, guardan la relación de un hecho histórico y sorprendente.

Una noche de fines de abril o principios de mayo de 1720, alrededor de veinte días antes que el buque Grand-Saint-Antoine arribara a Marsella, coincidiendo con la más maravillosa explosión de peste de que haya memoria en la ciudad, Saint-Rémys, virrey de Cerdeña, a quien sus reducidas responsabilidades monárquicas habían sensibilizado quizá al más pernicioso de los virus, tuvo un sueño particularmente penoso: se vio apestado, y vio los estragos de la peste en su estado minúsculo.

Bajo la acción del flagelo las formas sociales se desintegran. El orden se derrumba. El virrey asiste a todos los quebrantamientos de la moral, a todos los desastres psicológicos; oye el murmullo de sus propios humores; sus órganos, desgarrados, estropeados, en una vertiginosa pérdida de materia, se espesan y metamorfosean  lentamente en carbón. ¿Es entonces demasiado tarde para conjurar el flagelo? Aun destruido, aun aniquilado y orgánicamente pulverizado, consumido hasta la médula, sabe que en sueños no se muere, que la voluntad opera aun en lo absurdo, aun en la negación de lo posible, aun en esa suerte de transmutación de la mentira donde puede recrearse la verdad.

Despierta. Sabrá mostrarse capaz de alejar esos rumores acerca de la plaga y las miasmas de un virus de Oriente.

Un navío que ha zarpado hace un mes de Beyruth, el Grand.Sainte-Antoine, solicita permiso para desembarcar en Cagliari. El virrey imparte entonces la orden alocada, una orden que el pueblo y la corte consideran irresponsable, absurda, imbécil y despótica. Despacha en seguida hacia el navío que presume contaminado la barca del piloto y algunos hombres, con orden de que el Grand-Saint-Antoine vire inmediatamente y se aleje a toda vela de la ciudad, o será hundido a cañonazos. Guerra contra la peste. El autócrata no perderá el tiempo.

Cabe subrayar, de paso, la fuerza particular con que este sueño influyó en el virrey, y que pese a los sarcasmos de la multitud y al escepticismo de los cortesanos, le permitió perseverar en la ferocidad de sus órdenes, y dejar de lado no sólo el derecho de gentes, sino el más elemental respeto por la vida humana y toda suerte de convenciones nacionales o internacionales que no cuentan en verdad ante la muerte.

Sea como sea, el navío continuó su ruta, llegó a Liorna y entró en la rada de Marsella, donde se le autorizó el desembarco.

Las autoridades del puerto de Marsella no registraron la suerte que corrió aquel cargamento de apestados. Sin embargo, algo se sabe de la tripulación: los que no murieron de peste, se dispersaron por distintas comarcas.

El Grand-Saint-Antoine no llevó la peste a Marsella. Ya estaba allí. Y en un período de particular recrudecimiento, aunque se había logrado localizar sus focos.

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