domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 129 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO QUINTO

6 (1)

¡Silencio! Pasa un cortejo fúnebre al lado vuestro. Inclinad hasta el suelo la binaridad de vuestras rótulas y entonad un canto de ultratumba. (Si consideráis mis palabras más bien como una mera fórmula imperativa que como una orden estricta fuera de lugar, daréis una muestra de ingenio, y del mejor.) Es posible que logréis de esa manera llenar de júbilo el alma del muerto que va a descansar de la vida en una fosa. Además, el hecho es cierto para mí. Observad que no digo que vuestra opinión no pueda, hasta cierto punto, ser contraria a la mía; pero importa ante todo poseer nociones precisas sobre los fundamentos de la moral, de modo que cada uno esté obligado a compenetrarse con el principio que manda a hacer a otro lo que probablemente quisiéramos que nos hicieran a nosotros. El sacerdote de las religiones abre la marcha, llevando en una mano una bandera blanca, signo de paz, y en la otra un emblema de oro que representa las partes naturales del hombre y la mujer, como para señalar que esos órganos carnales son la mayoría de las veces, abstracción hecha de toda metáfora, instrumentos peligrosísimos para quienes se sirven de ellos, cuando los manejan ciegamente con variados objetivos reñidos entre sí, en lugar de engendrar una oportuna resistencia a la conocida pasión que es causa de casi todos nuestros males. En la parte baja de la espalda lleva fijada (artificialmente, claro está), una cola de caballo de espesas crines, que barre el polvo del suelo. Da a entender que debemos cuidarnos de no descender con nuestra conducta al nivel de los animales. El ataúd conoce el camino y marcha tras la túnica flotante del consolador. Los deudos y amigos del difunto, como evidencia su ubicación, han decidido cerrar la marcha del cortejo. Este avanza majestuosamente como un barco que surca la amplitud del mar sin temor al fenómeno del naufragio, pues en la hora presente, las tempestades y los escollos no se hacen notar a no ser por su justificada ausencia. Los grillos y los sapos siguen a unos pasos la ceremonia funeraria; también ellos ignoran que su modesta presencia en las exequias de cualquiera les será tenida en cuenta algún día. Charlan en voz baja en su pintoresco lenguaje (no seáis demasiado presuntuosos, permitidme ese consejo desinteresado frente a vuestra creencia de que sólo vosotros poseéis la preciosa facultad de traducir los matices del pensamiento) de aquel que vieron más de una vez correr por las praderas reverdecientes, y sumergir el sudor de sus miembros en las azuladas ondas de los golfos arenosos. En un comienzo la vida parecía sonreírle sin intención oculta, y lo coronó magníficamente de flores; pero puesto que vuestra propia inteligencia advierte, o más bien adivina, que él ha quedado detenido en los lindes de la infancia, no necesito, hasta la aparición de una retractación, verdaderamente indispensable, continuar con los prolegómenos de mi rigurosa demostración.

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