domingo

TUERCAS, TORNILLOS Y ENGRANAJES - ANNA RHOGIO


(segundo cuento para peques)

Había una vez una habitación-escritorio que permanecía en amable penumbra porque las cortinas de gobelinos defendían del sol los libros del abuelo, y sólo se iluminaba cuando el hombre las descorría y se sentaba a trabajar.

Era un escritor conocido que se enorgullecía de su valiosa colección, entre la que se encontraban algunos incunables.

Tenía un estupendo reloj suizo de bolsillo a cuerda, de esos que ya casi no existen, y solía ponerlo sobre su mesa de trabajo porque amaba el sonido metálico y musical de su acompasada marcha resonando en el silencio de su biblioteca.

Esas sinfonías siempre distintas y cambiantes le animaban el alma mientras creaba sus historias.

Un día se sintió enfermo y pensó que antes que le llegara el momento de partir alguien debía conocer el secreto de la contemplación de sus tesoros.

Entonces llamó a su único nieto y le dio el reloj:

-Mirá, Federico, quiero que lo guardes por si acaso y que esta noche, después de ponértelo en la oreja y prestarle mucha atención a sus cantos, lo coloques debajo de la almohada. Mañana me dirás que pasó.

-Gracias, abuelo. Pero no creo que te vayas a ir tan pronto. Vos estás muy bien y yo veo cómo algunas señoras del pueblo te miran interesadas en tu elegante figura de caballero andante.

-Ah, ya leíste el Quijote como te aconsejé, ¿verdad? -se rio el hombre con los chispeantes ojos azules un poco velados bajo sus pobladas cejas grises. -Lo único que tengo es una gripe, pero por las dudas llevalo. Claro que si no me muero lo quiero de vuelta ipso facto. Igual vos sabés que todo esto va a ser tuyo, porque ya está hecho el testamento.

Esa noche Fede quedó alucinado con lo que oyó adentro del reloj, y después lo puso debajo de la almohada sabiendo que no podría dormir.

Entonces sus pupilas brillantes parpadearon entre el viento de una nube plateada que lo envolvió en la oscuridad, hasta que tres ínfimos personajes resplandecientemente blancos le agarraron las manos para llevarlo hasta adentro del reloj.

Y así pudo conocer aquel mundo deslumbrante de tuercas y tornillos de acero.

Se sentó en engranajes girantes que eran como incansables calesitas y se deslizó a lo largo de lustrosos toboganes encandilado por trece rubíes incandescentes y rojos que llenaban los recovecos con toques de misteriosa brujería, como si se hubieran encendido mil hogueras.

Fue capaz de reír y llorar al mismo tiempo con las melodías que lo invitaban a jugar y a bailar: eran campanillas de cristal y cascabeles de oro, suspiros de brisa, martillos de gnomos golpeando metales, tambores y panderetas que repicaban entre los árboles de una gran floresta.

Yo sé que ahora estás pensando que mis fantasías son muy exageradas, pero te invito -si tenés la suerte de encontrar uno de esos maravillosos relojes antes que desaparezcan del mundo- a que lo escuches cuidadosamente y después me contás.

Aquella noche, después de reposar horas en su cama, Fede pudo distinguir cómo la nube de plata que envolvía a sus compañeros de viaje se difuminaba en el aire malva-rosa de la aurora que entraba por las mirillas de los postigos y corrió al dormitorio de su abuelo, donde lo encontró sonriendo y con los ojos llenos de sol.

Entonces lo besó en la frente y le dijo:

-Tenías toda la razón del mundo.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+