domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (53) - ESTHER MEYNEL


Esos jóvenes que pasaban año tras año por nuestra casa -unos permanecieron muchos años, otro sólo un breve tiempo- eran casi todos para mí un manantial de interés y de placer, al ver lo íntimamente unidos que estaban a mi marido. Generalmente, llegaban ingenuos e impresionables, rara vez venía alguno presuntuoso, y esa mala cualidad la perdía rápidamente y volvíase humilde al ver la grandeza de Sebastián, su carácter y sus cualidades y cómo, aun sin hablarles, con su sola presencia, les hacía comprender la dignidad de su profesión de músico, la dureza de sus estudios y la devoción que requería.

-Enciende una llama en nuestros corazones -me dijo uno de ellos al marcharse-, y toda la música de este mundo ya no tendrá para mí más que su voz.

Era para mi corazón un grata alegría al ver a aquellos jóvenes rodear a Sebastián, como a Nuestro Señor sus discípulos, llenos de entusiasmo y respeto y entregados al trabajo con todo el ardor de la juventud, copiando las creaciones de su maestro, partitura por partitura, para poder llevárselas cuando se fueran de nuestra casa; cómo estudiaban el contrapunto y escribían también música, cómo enseñaban el fruto de su trabajo a su maestro, con una mezcla de orgullo y turbación y lo bien que tocaban todos los instrumentos, pero, sobre todo, principalmente a comer. ¡Sí, su capacidad en esa materia no la conocía nadie tan bien como yo!

-¡La música abre el apetito, señora! -me solían decir: y me seguían a la cocina, para que les diese un plato de sopa o una taza de leche de almendras, con un buen pedazo de pan. -Cuando el señor Cantor está contento de nosotros, nos alegramos de tal modo que se nos abre el apetito; y, cuando no lo está, tenemos que comer para consolarnos -me solían decir.

En general, aquellos mozos eran una cuadrilla muy alegre, pero que tomaba la música muy en serio.

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