domingo

LA CARRETA (46) - ENRIQUE AMORIM


XII (3)

Por la noche, no resistió a la tentación de ir al carretón de las quitanderas.

No bien se apeó del caballo vio a la Mandamás. Se hallaba sola, al pie del vehículo. Aprovechando la noche de calor, había dejado que las mozas se fuesen a retozar en el maizal del pulpero. Podían hacer una changuita lejos del carretón, y la noche no estaba perdida para ellas. Apartó el cuero que cerraba el carretón, advirtiendo a Florita la presencia de don Caseros.

Este hizo sonar la fusta en sus botas, espantó los perros y se adelantó resueltamente.

Sin más decir subó al vehículo.

-¿Solita, querida?...

El hombre respiraba fuerte, como si hubiese hecho un gran esfuerzo para subir.

-Reciencito se jué la vieja…

Todas las palabras que siguieron salían enredadas en sus caricias. La tomó de las manos. Como la chica se las llevase, medrosa, a la proximidad de los senos, aprovechó aquel acercamiento para acariciárselos con la punta de los dedos. Sonaron sus uñas en el madrás de la bata ajustada.

A medida que avanzaba en la conquista, sus palabras se hacían más incoherentes:

-¿Te gusta, mocosa?

Creía haber empezado bien, pero por momentos le preocupaba su torpeza. Cierto vago temor le cerraba todos los caminos. Y no podía vencer su incertidumbre. Era su más difícil aventura.

Sintió correr el sudor por la frente, rodar gruesas gotas por su pecho velludo. El calor del cuerpo de la muchacha comenzó a invadirlo, a molestarle. Sin valor para tentar un cambio de posición, tomó los dedos de una mano de Florita e hizo jugar su pulgar en cada una de las uñas. Aquella sensación de aspereza lo distrajo un momento. Parecía hacerle olvidar el calor. Dejaba ir sus ojos por el pedazo de cielo estrellado, visible entre el cuero y el techo de la carreta. En mala postura, una de sus piernas comenzó a dormírsele, pero no tenía valor para estirarla. Florita entregaba sus manos dócilmente al manipuleo sin sentido, mientras fijaba sus ojos en el blanco pañuelo de seda que el hombre llevaba al cuello. Abstraída, oyó el tic tac del reloj. Y entre la visión sedosa del pañuelo y el inocente tictac, le asaltó un sueño avasallador. No había pegado los ojos noches pasadas y la faena del día había sido ruda. Cabeceó una vez, pero se rehízo al oír el tic tac del reloj. Ya no distinguía el pañuelo de seda de don Caseros. Cabeceó dos, tres veces más y se quedó dormida, sintiendo las manos del hombre cerca de sus senos. Cayó dormida, como cae un pájaro muerto en el vuelo, sobre las zarzas de un matorral.

Don Caseros la dejó dormir. Era una solución el sueño de la “botija”, en el embarazoso trance en el que se hallaba. Don Caseros ya no sabía dónde posar sus manos, qué hacer con la criatura dormida en sus brazos. No era su amante. Más bien parecía el padre de la muchacha.

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