domingo

LA CARRETA (43) - ENRIQUE AMORIM


XI (3)

Tiene sentido la frase del loco. Los pájaros negros de la tormenta están presentes.

“El cuentero” continúa su relato. Pero el éxito de sus narraciones no vuelve a repetirse. Sus palabras han perdido el mágico poder. Su voz no llega ya hasta los que lo escuchan. En aquel momento sus gracias parecen ridículas, desabrido su gesto y estúpida su intención de entretener. Se trasmite la frialdad del forastero. De un zarpazo invisible, buscándole el lado flaco, el intruso ha arrancado el don singular del bufón campesino, ha desarmado su gracia.

“El cuentero” resuelve partir aquella misma noche.

Seguía cayendo la lluvia torrencialmente. Adormecía el ruido del agua en las chapas de cinc. El infeliz salió sin que lo advirtiesen. Y cuando el sueño envolvía el cuerpo sudoroso de las mujeres, a esas horas, intentó cruzar el Paso de las Piedras.

El río corre allí encajonado, y a las dos o tres horas de lluvia, es tan violenta la chorrada que un objeto pesado, para llegar al fondo, necesariamente debe correr a flor de agua un buen trecho, como si fuese un trozo de corcho.

La balsa no funciona entonces y hay que esperar la bajante.

En la otra orilla, el caserío que circunda el cuartel de infantería allí apostado, ha recibido siempre con buenos ojos la visita del hombre de los cuentos. La tropa sabe retribuir con prodigalidad al “cuentero”.

Se larga en el torrente. Un agua negra, salpicada de relámpagos, marcha con árboles y animales. Más que una arteria de la tierra, parece un brazo de la noche. Al resplandor de los relámpagos surge blanco el caserío vecino. “El cuenterto” sólo piensa en el halago de la gente que lo quiere y en alejarse del enemigo que le trajo la tormenta.

Al día siguiente, Cándido, los ojos fuera de las órbitas, con los brazos en alto, llega corriendo del Paso.

-¡El lau flaco, el lau flaco!... ¡Ayí, ayí!... -grita desaforado.

Con ambas manos señala un pasaje del monte a pocas cuadras del paso. Acompaña sus palabras con un torbellino de ademanes.

Para comprenderlo, tienen que seguirlo. Va adelante, guiando a las quitanderas.

En la punta de un tronco de ñandubay, partido por la impetuosidad de las aguas, se halla ensartado el cuerpo del “cuentero”. Sus ropas, rasgadas, ofrecen al sol su carne fofa y amoratada.

El río ha vuelto a su cauce normal. Allá, a lo lejos, en la cuchilla, marcha el extraño que deshizo el sortilegio del “cuentero”, al galope largo de su caballo. Su poncho negro se aleja con aletazos de pájaro que huye.

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