XXVII / LA FUGA DE NOCHE (5)
Después de dormir un par de horas, despertó, de repente, asustada, y la afligió mucho saber que la había sostenido todo ese tiempo. Pero después de aquel sueño recuperador, pareció efectuarse un cambio en ella. No sólo había desaparecido su gran cansancio, sino también el temor que la perseguía. De la ortiga el Peligro, había arrancado la flor Seguridad, y ahora podía gozar de ella y estaba llena de nueva vida y animación, La inusitada libertad y el ejercicio, junto con el variante paisaje, también tuvieron un efecto estimulador sobre su cuerpo y ánimo. Un nuevo color se esparció por sus pálidas mejillas; las manchas violáceas debajo de los ojos, que anunciaban días intranquilos y noches de desvelo, luego desaparecieron; sonrió brillantemente y estaba muy animada, de modo que durante aquel largo trayecto, ya descansando a la sombra, a mediodía, y galopando a escape sobre el verde césped, no podría haber tenido una compañera más agradable que Demetria. Esta transformación me trajo con frecuencia a la memoria aquellas conmovedoras palabras de Santos, en que describía la mano asoladora de los sufrimientos, y cómo con otra laya de vida su patrona sería “una flor entre mujeres”. Era un consuelo que su afecto para conmigo hubiera sido sólo cariño, eso y nada más. Pero ¿qué iba a hacer con ella cuando llegáramos a Montevideo, sabiendo, como sabía, que mi mujer estaba muy deseosa de volver sin más demora a su país, y resultándome, al mismo tiempo, muy cruel abandonar a la pobre Demetria entre extraños?
Encontrando su ánimo tan mejorado, me aventuré a hablarle al respecto; primero se entristeció, pero luego, recobrando valor, me rogó que le permitiésemos acompañarnos a Buenos Aires. La perspectiva de quedarse sola le era intolerable, pues no tenía motivos en Montevideo, y los amigos de su familia estaban todos desterrados o llevando vidas muy retiradas. Al otro lado del Plata estaría con amigos, y a salvo, durante cierto tiempo de su verdugo. Esta proposición me pareció muy cuerda y me alivió considerablemente, aunque, por cierto, sólo servía para allanar la dificultad durante un corto tiempo solamente.
Como a seis leguas de Montevideo, en el departamento de Canelones, encontré la casa de un compatriota llamado Baker, quien había vivido muchos años en el país; era casado y con familia. Llegamos a su estancia en la tarde, y viendo que Demetria estaba sumamente rendida con nuestro largo viaje, le pedí al señor Baker que nos alojara esa noche. Este caballero se portó muy amablemente con nosotros, no haciendo ninguna pregunta indiscreta, y después de conocernos sólo unas pocas horas, en las que nos hicimos amigos, le llevé aparte y le referí la historia de Demetria. Entonces, como hombre de buen corazón, ofreció en el acto alojarla en su propia casa hasta que pudiesen arreglarse sus asuntos en Montevideo, oferta que fue muy gustosamente aceptada.
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