sábado

BUCEO INVISIBLE EN EL SOLÍS - VEINTE AÑOS NO ES TODO




Hugo Giovanetti Viola

La esperada puesta de LOS PÁJAROS, LOS CINES, LA LLUVIA (20 AÑOS INVISIBLES) terminó por transformarse, en la noche del 30 de marzo, en un chaparrón multimediático dolorosamente refrescante (y al mismo tiempo apedreante, si neologizamos los juveniles gruñidos críticos de Juan Carlos Onetti) para la toldería tontovideana.

La primera parte del espectáculo transcurrió saturada por aquella especie de oscuridad de derrumbe que se respiraba en las primeras muestras de un colectivo literalmente catacumbero que se fue transformando (a medida que el carnavalito de la frivolidad pos-posmo copaba las pasarelas de un milenio estragadísimo por el consumismo salvaje) en una banda de rock con visuales y poesía dispuesta a escupir ojos.

Claro que en este repaso inicial se incluyeron remakes de temas de los primeros casetes y los primeros discos depurados por atmósferas plásticas y simetrías dialécticas lumínico / escenográficas que de a poco fueron peinando / satinando / estructurando el clásico bajón dominguero vallejiano, hasta que en el tema 23 del tramo E (Canción de vida) Diego Presa terminó de sobrevolar el dolorazo con una memorable versión de Irreal que espantó a las colgaduras de corte bufo (tan evocadoras de los esperpentos del vodevil mozartiano como de las monstruosidades de Bacon) que flanqueaban el escenario.

Todo es tan irreal. / Yo no soy de aquí, sentenció por tercera vez con su inefable grano casi gredoso uno de los juglares más importantes de la desértica espiritualidad artística uruguaya -desde los tiempos de la mentirosa belle époque gardeliana hasta la fetidez de una actualidad que no cabe en los containers- y chau horror laberíntico sin salida existencial: ipsofactamente todo el Solís vivió la alquimización de la mierda en belleza (expresión utilizada por Marcos Barcellos en uno de los reportajes realizados en los días previos a la muestra).

Y sin embargo no hubo el menor indicio de bajada de línea en esta explosión vital, porque me consta que desde que Diego Presa, Marcos Barcellos, Santiago Barcellos, Álvaro Bassi y Jorge Rodríguez trabajaron en el Taller Literario Universo o en la Banda Barroca (antes de la fundación de Buceo Invisiblecomprendieron para siempre que la esencia de los símbolos es específicamente irreductible a programáticas racionales (aunque nadie pueda negar que Dante, San Juan de la Cruz, Dostoievski o Silvio Rodríguez -por citar a cuatro torres de muy distintas épocas- necesitaron excavar en lo ideológico).

El problema es trascender hacia el misterio cósmico, según como te crezca en las entretelas la sagrada plantita felisbertiana.

Y hay que destacar especialmente, además, la inserción de un correlato cinematográfico fragmentario de autoría de Pablo Constanzo que fue vertebrando con la eficacia lastimante de un taladro el transcurso de LOS PÁJAROS, LOS CINES, LA LLUVIA. No sé si la secuencia tiene título, pero bien podría llamarse: ¿Cómo carajo hacemos para desembardunarnos de la desesperación y tratar de volver a sonreír al final de un tornado?

Nadie aplaudió esa historia, y eso es lo que demuestra el calado de su filo.

El final, como era de prever, incluyó esa especie de plegaria insólita que es Para siempre, una verdadera canción-golazo que logró re-perfilar a Buceo Invisible, insertándolo por primera en el panorama popular radial donde sigue reinando mayoritariamente el inocuo y torturante oportunismo ávido de Grafititos.

Se vivió entonces una radiante comunión festiva que un público de muy distintas edades disfrutó como en los mejores tiempos del canto popu, y vale pena señalar la importancia que tuvieron las congas anexadas al machacar rockero, porque ese espesor vernáculo chispeó como una fusión que acaso el colectivo pueda seguir necesitando.

Lo cierto es que, echándole la falta a la sentencia de Le Pera, veinte años no es todo, y a Buceo Invisible le hablan para que no se tiente con acomodarse en el confort suicida que hay en la silla que el establishment nos coloca en el borde del camino silviero para devorarnos mejor.

Lo único que verdaderamente va a seguir importando, más acá o más allá de los aplausos, es ahondar -a puro huevo- en la constelación de una trascendencia que nos haga amar más.

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