domingo

DOS CUENTOS DE ISAAC BÁBEL



Isaac Bábel (Odesa-Ucrania, 1894-1940) es, tal vez, el cuentista ruso más importante de la primera mitad del siglo XX. Autor de Caballería roja y los Cuentos de Odesa, además de otros relatos, escribió también artículos periodísticos y recuerdos sobre algunos escritores contemporáneos. Fue fiel al precepto de Pushkin de que precisión y brevedad son las verdaderas virtudes de la prosa.


Al contado

Tengo una conocida, la señora Kebchik. En sus tiempos, asegura la señora Kebchik, ella no lo hacía por menos de cinco rublos al contado.

Ahora atiende en un departamento familiar con dos muchachas: Marusia y Tamara. Marusia es más solicitada que Tamara.

Una ventana del cuarto de las muchachas da a la calle, otra es un respiradero bajo el techo, en el baño. Cuando lo advertí, le dije a Fanny Osipovna Kebchik:

-En las tardes podemos acercar una escalera a la ventanita del baño. Yo puedo subir por ella y echar una mirada al cuarto de Marusia. Por esto le daré cinco rublos.

Fanny Osipovna respondió:

-Ah, qué hombre más travieso! -y estuvo de acuerdo.

Con frecuencia ella recibía los cinco rublos. Yo utilizaba la ventanita del baño, cuando Marusia tenía visita. Todo iba bien, hasta que una vez sucedió algo estúpido. 

Yo estaba de pie en la escalera. Marusia, por suerte, no había apagado la luz. El cliente, en esta ocasión, era un hombre agradable, poco exigente, alegre y larguirucho, casi inofensivo, de bigotes largos. Se desvistió con parsimonia: se quitó el cuello de la camisa, se miró al espejo, se encontró bajo los bigotes un granito, lo examinó y lo exprimió con un pañuelo. Se quitó un zapato y también lo examinó, para ver si no tenía en la suela algún defecto.

Luego se besaron, se desvistieron y se pusieron a fumar un cigarro. Yo me dispuse a bajar. Pero en ese preciso instante sentí que la escalera se deslizó y tambaleó bajo mis pies. Me agarré a la ventana y arranqué el marco de la ventanilla. La escalera cayó con estrépito. Y yo quedé colgado del techo. En todo el departamento cundió la alarma. Fanny Osipovna, Tamara y un funcionario del ministerio de las finanzas que se encontraba en el apartamento, se agolparon alrededor y me bajaron. Mi situación era lamentable. Al baño entraron Marusia y su desvaído cliente. La muchacha me escudriñó atentamente y pasmada apenas murmuró:

-Miserable, ah, qué canalla…

Luego se calló, nos lanzó a todos una mirada absurda, se acercó al larguirucho y, por alguna razón, le besó la mano y lloró. Lloraba y le decía, mientras le seguía besando la mano:
-Querido mío, oh Dios, querido…

El larguirucho permaneció ahí haciéndose el tonto. El corazón me latía estrepitosamente. Me arañé la palma de la mano y me acerqué a Fanny Osipovna.

Al cabo de un rato Marusia se enteró de todo. De todo lo conocido y todo lo olvidado. Y yo me preguntaba por qué la muchacha besaba la mano del larguirucho. 

-Señora Kebchik -le dije-, présteme la escalera por última vez, le daré diez rublos al contado.
-Usted se ha vuelto loco, como su escalera -me respondió, pero consintió en dármela.

Y otra vez me subí al respiradero, di un vistazo de nuevo y vi cómo Marusia abrazaba al larguirucho con sus brazos delgados y lo besaba lentamente, mientras de sus ojos caían unas lágrimas.

-Querido mío -susurraba- oh Dios, querido mío -y se entregaba con pasión a su enamorado. Y su rostro se iluminaba de tal modo como si no hubiera en el mundo nadie más que su larguirucho defensor. Y el larguirucho se veía henchido de felicidad.



Cuento sobre una mujer

Se llamaba Ksenia. De pechos enormes, hombros redondos, ojos azules. Así era ella.
A su marido lo mataron en la guerra. La mujer vivió tres años sin esposo, sirviendo donde una familia rica, a la que preparaba alimentos tres veces al día. Para cocinar no utilizaba leña, sino carbón. El calor era insoportable, en el carbón las rosas de fuego humeaban.
Trabajó tres años para los señores y fue honesta con los hombres. ¿Acaso podía esconder el enorme pecho?

Al siguiente año fue a ver al doctor y le dijo:

-La cabeza me da vueltas, a veces el fuego arde, a veces está en calma…

Y el doctor le respondió:

-Usted no tiene nada, ¿tiene pocos pretendientes? Ah, mujer…

-Es que no me atrevo -dijo llorando Ksenia-, soy una tierna…

Y era cierto que era tierna. Los ojos azules de Ksenia dejaban entrever una lágrima amarga.
Aquí entra en acción la vieja Morozija, la dueña de la casa. Era la partera y curandera de toda la calle. Atendía casos de vientres despiadados, donde ni siquiera la hierba crecía. 

-Yo a ti, Ksenia, te resolveré el problema. La tierra seca se agrieta. La lluvia divina le es imprescindible. Y yo te he traído esa lluvia. Se llama Valentín Ivánovich. Es feo, pero ingenioso y sabe componer canciones. No tiene buen cuerpo, el cabello largo, los granos se le tornasolan con el arco iris. ¿Y lo que Ksenia necesita, acaso, es un toro semental? Compone canciones y es un hombre, no puedes encontrar nada mejor en el mundo.

Ksenia sabe preparar crepas por montones, empanadas con pasas. Y en su cama están tendidos tres edredones de pluma, seis almohadas también de plumas, todo para que Valentín ruede.

Llegó la tarde, en el cuartito de Ksenia, detrás de la cocina, se reunieron los tres y bebieron. Morozija lucía un chal de seda que le daba prestancia. Y Valentín hilvanaba una conversación incomparable:

-Ah, mi querida Ksenia, soy un ser desvalido en este mundo, un joven desafortunado. No me juzgue, de alguna manera, a la ligera. Llegará la noche con sus estrellas y abanicos negros, ¿acaso se puede expresar el alma en un verso? Ah, hay mucho en mí de esta timidez…

Palabra tras palabra, se bebieron dos botellas completas de vodka y tres de vino.
Morozija se dispuso a salir del cuarto y comentó al oído de Ksenia:

-Yo -le dijo-, Ksenia, confío en el Señor, le traerá el amor. Tan pronto como se acuesten, quítale las botas. Los hombres con ellas puestas, no pueden hacer nada…

Al quedar solos Valentín se agarró el cabello y le dio vueltas.

-Tengo –dijo- una visión. Cada vez que bebo tengo una visión. En esa visión te veo muerta, Ksenia, con un rostro repulsivo. Y yo soy el pope que camina tras tu ataúd agitando el incensario. 

Y dijo esto levantando la voz.

-No grite, Valentín Ivánovich -susurró la mujer-, no grite, los dueños oirán…
¿Pero acaso podía detenerse el hombre, cuando lo que lo dominaba era la amargura?
-Me has ofendido completamente -dijo llorando Valentín y se balanceó-, ah, gente serpiente, qué es lo que quieren, comprar mi alma… Yo, aunque soy bastardo, soy hijo de noble...

-Venga y le hago un cariño, Valentín Ivánovich…

-No lo haga.

Se paró y abrió la puerta de par en par.

-Déjame. Me voy al mundo. 

Pero a dónde podía ir así de borracho. Cayó sobre la cama, arrugó las sábanas y se durmió.
Morozija llegó al instante:

-Ya no volverá en sí por ahora -dijo-, cargémoslo.

Las mujeres lo cargaron hasta la calle y lo tendieron en la entrada. Regresaron, la dueña se puso su cofia y unos calzones finos y le advirtió a su cocinera:

-Tú en las noches invitas hombres. Mañana en la mañana recibirás tu paga y te vas de mi casa. Tengo una hija pequeña en la familia…

La mujer lloró hasta el amanecer y gimoteó: 

-Abuela Morozija, ah, abuela Morozija, ¿qué es lo que hiciste conmigo, con esta mujer joven? Me avergüenzo y cómo levantaré los ojos a la luz de Dios y qué veré en esa luz divina?
La mujer lloró, se quejó, entre sus empanaditas de pasas, entre los suaves edredones de plumas, las lámparas y los vinos de parra. Y sus hombros cálidos se agitaron.

-Metiste la pata -le respondió Morozija-, hubiera sido imprescindible haber agarrado a ese hombre…

La mañana había conseguido imponerse. Los lecheros ya repartían la leche a las casa. Una mañana azul con escarcha se avecinaba.


(Traducción del ruso de Jorge Bustamante García)

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