domingo

CRÓNICAS DE LA PATRIA VIEJA: DOS CIUDADES - RICARDO AROCENA



Era el año de Nuestro Señor de 1811. La revolución en el Plata auguraba una nueva época y el poder hispano se aprestaba a descargar su ira. Un Virrey de rostro oblongo, carácter irascible y orgulloso ademán militar procedía como si fuera un héroe legendario y civilizador, destinado a erradicar cualquier posible insubordinación en sus dominios. El levantamiento oriental el 28 de febrero en Mercedes, para su exasperación y la del resto de las autoridades españolas, había contagiado al resto de la Banda Oriental y las informaciones que le iban llegando no le auguraban nada bueno.
Los señores de los amplios almacenes y de las vastas haciendas, invocando a Dios y a la sagrada realeza, habían rodeado a Francisco Xavier de Elío, convencidos de que era el más apto para el resguardo de sus tesoros. Y el Virrey actuaba como Neton, el añejo Sr. del Rayo y Dios Íbero de la guerra. Parecía estar dispuesto a convocar hasta a las antiguas deidades hispanas consagradas a las fuerzas primordiales y los elementos caóticos e incluso al mismísimo Dios infernal de los abismos.
Se sentía juez, guía de almas y guardián de tesoros. Por su personalidad, mimetizada con la institución colonial, solía caer en un patológico rigorismo moral que irritaba y a veces aterraba a los subordinados. En tal estado estaba aquel año, cuando dirigió un mensaje a los vecinos del virreinato: “(…) las intrigas y sugestiones de la desesperada Junta de Buenos Aires os han precipitado en el proyecto más disparatado y criminal”.
Apasionado y vehemente hasta casi la prepotencia, más que un hombre de ideas, lo era de acción, por eso había ingresado décadas atrás en el ejército, que había tallado su carácter e inculcado sus valores. Imbuido del espíritu de ordeno y mando, consumado el alzamiento oriental impuso una amenazante arenga: “Retiraos a vuestras casas a gozar vuestra tranquilidad; no se os perseguirá; de otro modo vuestra rutina, y la de vuestras familias es ciertísima”
Era más que una mera  intimación. Tenía 44 años y vasta práctica militar, que le había dejado algunas cicatrices y sabía que para poder vencer tenía que debilitar la confianza de sus potenciales enemigos: “La Junta de Buenos Aires ni quiere, ni puede daros los auxilios de soldados y armas que os promete, porque ni los tiene, ni puede pasar expedición alguna por el río, que no sea desbaratada por los muchos barcos armados con que le tengo inundado”.
No amenazaba sin fundamento. Conocía minuciosamente cada accidente geográfico de la región, a la que había arribado hacía cinco años. Por eso avisaba: “Pero aunque alguno escape ¿de qué os sirve? Mirad que a mi sola orden entrarán cuatro mil portugueses, y con la expedición que ha salido a la campaña, cogidos entre dos fuegos, ni podéis escapar, ni os valdrá el arrepentimiento: todavía ahora tenéis ocasión”.
Luego de los sucesos de mayo de 1810, el Consejo de Regencia lo había nombrado Virrey, sucediendo a Cisneros. Era demasiado trascendente el encargo como para permitirse debilidades, por eso advirtió: “Retiraos, os digo otra vez a vuestros hogares, y si no me obedecéis, pereceréis sin remedio y vuestros bienes serán confiscados”.
Aquella furia incontenible había cobrado víctimas. Con causa o sin ella, en las húmedas y malolientes mazmorras de la ciudad de Montevideo esperaban sentencia varios prisioneros. La lluvia y el viento barría la ensenada de Montevideo, zarandeaba los bajeles españoles y extranjeros y hacía apurar el paso a la ya de por sí agitada población portuaria;  hacía protestar a las señoras que debían protegerse al salir para la Misa en la Iglesia Matriz y refunfuñar a los centinelas en las murallas. Era el tema del día cuando se quería eludir lo que en el plano político y militar estaba aconteciendo.
Todos intuían que estaban comenzando tiempos nuevos. Y de dimensión histórica. A ninguno de los 15 mil habitantes de Montevideo y sus entornos, escapaba lo dramático del momento, aunque no era igual su preocupación y los poderosos, los que más tenían para perder, eran los más impacientes por las revelaciones que llegaban tanto desde el mar, como de tierra adentro.
TIEMPOS BORRASCOSOS
La zozobra se instaló en la región del Plata desde que detonó la revolución en Buenos Aires y Montevideo pasó a ser un centro españolista. A partir de ese momento, las relaciones entre las dos ciudades se hicieron tirantes y ambas poblaciones pasaron a estar sometidas a toda clase de presiones, que procuraban esquivar concentrándose en los quehaceres cotidianos.
Es lo que hace, entre otros, el acaudalado comerciante José de Silva. Enérgico, maneja fondos, pide recibos, denuncia, contrata y despide. En este momento, su desvelo mayor es descargar la sal y el vino de uno de los barcos recién arribados. Pero había que poner la bebida en pipas y por eso ordenó a su hijo: “Hay que rellenarlas antes de su descarga a bordo para que podamos ver el vacío que resulte”.
No era lo único que lo inquietaba, el Capitán Fuentes le exigía dinero para pagarle al contramaestre del buque, pero Silva se lo había negado con el argumento de que ya se lo había proporcionado, ante lo cual el marino, acalorado, replicó que personalmente iba a buscar fondos para cumplir con el pago. “Hágalo, luego zanjaremos todo en el juzgado.”, contraatacó el comerciante.
En aquellos tiempos turbulentos morir por muerte natural o por accidente comenzaba a ser una excentricidad, pero fue lo que le ocurrió al negro cocinero de un bergantín, que cayó al agua en momentos en que se aprestaba a subir un balde. La oscuridad de la noche conspiró para que las olas lo tragaran, estas finalmente lo devolvieron a la playa y pudo dársele eclesiástica sepultura. Como decíamos, pese a los nubarrones políticos, la vida continuaba, aunque ya el conflicto estaba comenzando a vulnerar la natural convivencia de la población.
Fruto de la conflictiva relación entre Montevideo y Buenos Aires, los vecinos tenían dificultades para comunicarse entre sí, pero la situación empeora cuando inicia la insurrección en la campaña oriental. “La obstrucción de nuestras relaciones priva el gusto de quien más se desea…, y hoy se mira que pasará algún tiempo hasta que con franqueza se puedan extender las ideas.”, se lamentaba en Montevideo Francisco Muñoz, que tenía incontables amigos del otro lado del charco.
Entre ellos estaba Pascual Ruiz. Por esos días Muñoz le había encargado a su primo Don Anacleto Martínez, que pensaba viajar a Buenos Aires, que le hiciera llegar una carta en la que entre otras cosas le decía: “Estoy provisto de cigarros habanos para usted y en la primera proporción le haré una remesa, pues considero que puede estar escaso de ellos. Reciba Ud. finísimas expresiones de todos, no digo a Ud. nada sobre noticias, pues el dador va bien instruido”. Pero hacia el final de la carta no puede contenerse y revelando su estado anímico, confiesa: “aquí estamos en un infierno continuo…”.
EL “TÍO” CAMPAÑA
Más explícito,  aprovechando la fuga nocturna de su primo, el paisano José Campaña, por todos conocido como “El tío”, escribe a su compadre Carlos Belgrano que reside en la otra orilla, sobre “tantas cosas” ocurridas “en tan pocos días”. No reprime calificativos cuando denuncia la situación: “Siguen estos sarracenos insufribles, más tenaces después que los acaudilla el loco y atolondrado Elío. Confío en que llegará el día en que estos miserables se desengañen…”
Y agrega en la carta algunos rumores que corrían por la ciudad: “Ayer, luego que se ejecutó la más atroz y bárbara acción en la Corbeta Mercurio, se embarcó Elío y unos aseguran que va para Río, otros para la Colonia, no lo sé asegurar yo, pero lo más cierto para la Colonia, pues lo han trastornado mucho las noticias que ha recibido de la Capilla de Mercedes, donde se asegura que han sido muertos porción de Sarracenos”.
Denuncia en la carta, que desacomodado el Virrey y en uno de sus conocidos arrebatos, había dado la orden de asesinar a dos “de los que dicen que se querían levantar en la Mercurio”, pero exultante agrega, que un capataz acarreador de ganado que había participado del alzamiento, le había confirmado el triunfo oriental en Mercedes.
La exigencia de “donativos patrióticos” y de gravámenes a las importaciones, encolerizaron a los orientales, y por eso “El Tío” se queja: “Sigue el sistema de despotismo y opresión, se está evaluando el caudal de Montevideo y su campaña y se va a echar un tanto por ciento para sacar 48 mil pesos mensuales, con que nadie se salva más que los sarracenos, pues en esto demuestra su vileza”.
Y suplica exaltado: “¡Paisano, grite usted por nosotros ante el gobierno que tan sabiamente los rige para que no se olvide de estos pobres de Montevideo, que siempre fueron buenos hijos de la patria, pero sofocados sus votos por unos inicuos y pertinaces sarracenos borrachos continuamente”.
Como decíamos, poco sabían los pobladores sobre lo que estaba ocurriendo, por eso aprovechando las circunstancias, Campaña solicita en su misiva que le envíen Gacetas por intermedio de algún amigo Inglés “que en el día tanto nos sirven y son nuestros verdaderos amigos”. Estaba dispuesto a repartirlas entre los vecinos para  demostrar de esa forma su voluntad de “obrar como debemos por nuestra patria”. Cartas como esta llegaban todos los días a Buenos Aires. Otro vecino, Pedro Vidal, aunque con algunos matices, repite prácticamente la información manejada por Campaña, y denuncia que “Elío está cada vez más endemoniado”.
TIEMPOS NUEVOS
Conocida la amenaza de Elío Venancio Benavidez no puede contenerse y reúne a sus oficiales para leerles la proclama y redactar una contundente respuesta. Junto con Pedro Viera, Justo Correa y Ramón Fernández había comandado hacía un mes la ocupación de Mercedes y de Soriano. Aquella chispa había incendiado la campaña oriental, pero hasta el momento la rebelión se reducía a acciones aisladas. Hacía falta un conductor que les diera organicidad.
El nombre de José Artigas era murmurado por los vecinos. Era un hombre de prestigio que había colaborado activamente desde el Cuerpo de Blandengues en mantener el orden en la campaña. Corría el rumor que había desertado para ponerse a las órdenes de la Junta Grande en Buenos Aires y que desde ahí había partido para Entre Ríos. El solo hecho de nombrarlo ilusionaba a los pobladores.
Finalmente las ilusiones se vieron colmadas. José Artigas cruza el Río Uruguay a la altura de Paysandú y luego dirige sus tropas a Mercedes, en el sur del Río Negro, adonde instala el cuartel general. Es un día templado y húmedo, lo rodean los montes nativos, adonde alternan los algarrobos, las palmas y los espinillos, con las playas de arena blanca.
Todo en aquella ciudad mira al río y aquel hombre de rostro curtido también lo hace, respira hondo la naturaleza que lo rodea y alza su voz: “He convocado a todos los patriotas caracterizados de la campaña y todos, todos, se ofrecen con sus personas o bienes, a contribuir en la defensa de nuestra justa causa. A la empresa compatriotas…”.
Buenos Aires, que lo había fungido Teniente Coronel, bajo las órdenes de José Rondeau, observa expectante. Las primeras acciones militares fueron dirigidas a Montevideo, Colonia, Maldonado y la zona fortificada del este.  Finalmente las fuerzas agrupadas se dirigen a Montevideo, adonde lo espera el imponente ejército español.
Era el año de Nuestro Señor de 1811.

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