sábado

LOS RECOVECOS DE MANUEL MIGUEL (4) - Desbocada reinvención de la vida de Manuel Espínola Gómez.



Primera edición: Caracol al Galope, 1999.
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes, 2016.

PRIMERA PUERTA: CIRCO AL MEDIODÍA (4)

Y AL salir pregunto a quemarropa:  

-¿Es verdad que pintás nada más que cuando ves pasar al gallo de Felisberto?

-¿Pero quién te dijo esa barbaridad? -se entrepara con fiereza Manolo.

-Tomatito. Lo encontré en La Cruz del Sur y me acusó de bolche metamorfoseado en cuervo pedorrero.

-No le hagas caso, loco. Ese tipo chupó tanto que terminó viviendo en orsai de por vida. Yo después de la actitud que tomó con Uruguay Artigas no le di más pelota.

-¿Y cada cuánto tiempo pasa el gallo de Felisberto?

-Ah, muy de vez en cuando. Y siempre llevando Hortensias: les distinguís la flotación del pelo, como si fueran secreciones meteóricas. Y el gallo parece un muñecote de carro de carnaval. Yo incluso estoy seguro que una noche Felisberto me vio, allá en el puente. Y hasta me pareció que me hizo una guiñada, con el ojazo desparramándosele igual que un huevo frito.

Llegamos a la esquina y nos paramos a conversar con un policía muy joven y muy bizco, que parece obsesionado con el posible retraso de su reloj.

-¿Pero para qué te hacés problema al cuete, muchacho? -lo tranquiliza Manolo, sacándole la gorra para frotarle una conmovedora pulverización de gomina. -Si cuando se apague todo ya sabés que son la una.

Y entonces sucede. Las copas de los plátanos de enfrente empiezan a proyectar una sombra compacta que se quiebra en dos planos sobre las casas.

-Esta sí que es una luna de Cúneo -murmuro.

Del policía sólo va quedando un taconeo mecánico y el eco de su silbato, multiplicado cada vez más lejos en los otros puestos de la guardia nocturna.

-Estaba apurado el hombre. Clavado que tiene una refregada de hocico con alguna Pito de Oro -se balancea Manolo con exageración mientras cruzamos hacia la vereda iluminada.

Y de golpe me señala un perro que viene por la misma vereda de la otra cuadra y me obliga a esconderme con él en el umbral de una talabartería. Y cuando el jadeo hediondo (y mucho más impregnante que el olor a cuero) se recorta frente a nosotros Manolo acuchilla de abajo a arriba el vaho lunar como para pegar un revés y aúlla:

-YAAAA HIJO DE UNA GRAN PUTA!!!!

La vereda es de pedregullo muy fino y el perro (sin mirarnos) se espanta en un gran remolino de pataleos borrosos, igual que en los dibujos animados. Recién después de hacer pie y fugarse hacia la esquina se da vuelta para ver qué mierda pasó.

-Casi me hace mear de risa -se seca los ojos Manolo. -¿Viste cómo cinchaba en el aire? Este pobre pagó el pato por todas las judeadas que me hacen los lobizones de Yemanjá en la carretera, cuando camino de noche

El último gran bromazo fue esperar el pasaje de la peregrinación de coches ómnibus y camiones desbordados de fieles y curiosos que iba a hacia el cerro del Verdún para pedir milagros o cumplir promesas o simplemente amontonarse a festejar la fecha de la Virgen y te hincaste con un amigo en la cancha del 13 Fóbal Club a unos diez o quince metros de la carretera en actitud orante y con los testículos al aire hasta que diste orden de correr a esconderse por si alguien los denunciaba al pasar frente a la comisaría.

La luna ya está alta y Manolo camina por la carretera relojeando de vez en cuando la imponencia del estrellerío, hasta que una doble fosforecencia orejuda y babeante aparece detrás de un eucalipto y nos obliga a espantarla a grito pelado.

-Mejor agarramos piedras -sugiero.

-No -se impone el muchacho con delicadeza. -A los lobizones de Yemanjá no hay que darles pelota: perdés mucha energía al pedo. Mejor seguimos en paz.

Y recupera un balanceo menos farsesco que elegante, mientras se reacomoda la boina con las cejas narcisistamente enarcadas.

Y una vez descubriste un sombrero de fieltro verde arrumbado en lo de Gastelú y no dudaste en pedirlo y aquella noche esperaste que el pueblo quedara ciego y tomaste la precaución de hacer un rodeo inusual por 25 de agosto para salir a la carretera y entonces acariciaste la cinta de cuero negro del sombrero del sombrero negro tan parecido al que usaba Fabini y te sentiste un héroe digno de la pantalla nevada y a los pocos días le pediste a una amiga que te cortara un blusón típico ruso y proyectaste las guardas que bordearían el cuello y el cerramiento pechero y esa noche volviste a caminar rumbo al profundo Sur con los ojos volados.

Un poco antes de llegar al arroyo nos ilumina desde atrás un camión cargado de alfalfa y le cuento a Manolo la pirueta taurina que tuve que hacer esa tarde, en la vereda del puente.

-Y sin embargo ese es el lugar más seguro par acomodarse -retruca el muchacho, como quien se refiere a la tribuna de un estadio. -Los camioneros saben que hay una curva a la derecha y que embalar a la entrada sería muy peligroso.

No entiendo bien, pero me callo. Y al llegar al puente Manolo se detiene al comienzo de la angostísima vereda y dice:

-Yo siempre me tiro aquí, boca arriba. Escuchás el arroyo y el monte y vas dejando que el espacio se te meta adentro, como por un embudo. Esa es la comunión, para mí. ¿Querés probar?

Acepto. Y después de mucho rato de impregnación cósmica -sólo interrumpida por el paso de otro camión que nos ciega y nos hace retemblar y toser- siento que lo que me separa de la inmortalidad es apenas una tela de dulce incandescencia.

-Mirá: yo nunca supe bien lo que significan el ying y el yang -dice Manolo de repente, con la voz muy cambiada. -Pero me da la sensación de que Raskolnikov y la vieja agiotista se corresponden de la misma manera que el ying y el yang: el campo blanco son su “carozo” negro, y el campo negro con su “carozo” blanco. Qué misterio que es todo, carajo. Pero al final siempre te dan ganas de gritar: VIVA LA VIDA!!!! VIVA LA ETERNIDAD!!!!

Y lo veo sentarse sentarse trabajosamente, mientras el relumbrar de la melena canosa y el elefantiásico ensanchamiento del cuerpo lo transportan a 1994.

-Yo me voy a quedar un rato más -advierte, cuando me paro sacudiéndome la ropa. -Y no te sorprendas al empezar a caminar porque durante unos metros vas a ver todo demasiado nítido -demasiado conocido- hasta que lo extraordinario se termine de evaporar por adentro. Y tampoco te olvides que no estamos hechos para ser felices, hermanito.

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