martes

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (9) - ESTHER MEYNEL


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DE LA JUVENTUD DE SEBASTIÁN EN EISENACH, LÜNEBURG Y ARMSTADT; DE SU PRIMER MATRIMONIO EN MÜHLHAUSEN Y DE SU VIDA EN WEIMAR Y EN CÖTHEN

Desgraciadamente, poco tiempo después de su traslado a Lunemburgo, sufrió el cambio de voz y tuvo que ganarse la vida dando lecciones de violín y dedicándose a tocar acompañamientos. Tenía un don natural para todos los instrumentos y tocaba el violín, la viola, la espineta, el clavicordio, el címbalo, la viola pomposa y, sobre todo, el órgano, su instrumento favorito, que lo tocaba como probablemente no habrá vuelto a tocarlo nadie en este mundo. No digo que a los quince años poseyese ya esa perfección; pero, cuando le conocí, había llegado a la plenitud. En aquella época, lo único que no tocaba todavía era la viola pomposa, instrumento que él mismo inventó unos años más tarde. Desearía escribir esta crónica con toda precisión, con la misma precisión que él hubiera deseado, pues recuerdo cómo caía su mano en mi hombro cuando hacía alguna observación inexacta o me había equivocado de tecla al tocar el clavicordio. Era una sacudida suave, medio tierna, medio irritada. ¡Con qué placer aceptaría la culpa de una falta de esas si pudiese sentir otra vez su mano sobre mi hombro!

Al llegar aquí, quiero hacer la observación de que tenía unas manos verdaderamente notables. Eran grandes, muy anchas y de un alcance extraordinario en el teclado del clavicordio. Podía sujetar una tecla con el pulgar y otra con el meñique y, al mismo tiempo, tocar cualquier cosa con los dedos restantes, como si tuviese la mano completamente libre. Con la mayor naturalidad podía ejecutar trinos con cualquiera de los dedos de ambas manos y, simultáneamente, tocar los más complicados contrapuntos. Hoy me parece que para él no había nada imposible ante los teclados del órgano, sino que todo le era fácil y sencillo. Y, sin embargo, aseguraba que su virtuosidad sólo era producto de su aplicación, y que podría alcanzarla todo el que se lo propusiese con verdadero entusiasmo. Pero ni los mejores de sus alumnos le daban la razón en ese punto, pues, conforme iban siendo mejores músicos, más se admiraban de su genio, que sólo él poseía y que era imposible de adquirir ni aun con la mayor aplicación y el mayor entusiasmo. Sebastián no sentía orgullo alguno de sus maravillosos talentos y los consideraba como si no le perteneciesen. La vida de la música era su única vida, y el músico sólo era un instrumento que no tenía por qué presumir de sus cualidades.

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