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RICHARD FORD - CANADÁ (3 FRAGMENTOS / Editorial Anagrama)


Canadá es una obra de la imaginación. Todos los personajes y acontecimientos que aparecen en ella son ficticios. No he buscado ninguna semejanza con gente real, por lo que no debe extraerse de esta historia inferencia alguna. Me he tomado libertades con el marco urbano de Great Falls, Montana, y asimismo con el paisaje de la pradera y con ciertos detalles de las pequeñas poblaciones del suroeste de la provincia de Saskatchewan. La carretera 32, por ejemplo, no estaba asfaltada en 1960, si bien lo está en mi narración. Aparte de esto, todas las omisiones y errores crasos son de mi responsabilidad exclusiva.

PRIMERA ENTREGA

1
Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no se contase esto antes que nada.

Nuestros  padres  eran  las personas de las que menos se podría pensar que atracarían un banco. No eran gente rara, ni evidentemente criminales. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que estaban destinados a acabar como acabaron. Eran personas normales -aunque, claro está, tal afirmación queda invalidada desde el momento mismo en que atracaron el banco.

Mi padre, Bev Parsons, era un chico de campo que nació en Marengo County, Alabama, en 1923, y terminó la secundaria en 1939, loco de ganas de entrar en el Army Air Corps de los Estados Unidos, el cuerpo que luego se convertiría en la Fuerza Aérea. Entró en Demopolis, se formó en Randolph, cerca de San Antonio, donde quiso ser piloto de combate, pero como le faltaban aptitudes tuvo que conformarse con convertirse en oficial de bombardero. Voló en los B-25, en los Mitchell ligeros y medios que sirvieron en Filipinas, y luego sobre Osaka, donde sembraron la destrucción en la tierra, tanto entre el enemigo como entre la gente inocente. Era un hombre alto, de más de un metro ochenta (apenas cabía en la carlinga del bombardero), encantador, guapo y sonriente, de cara grande, cuadrada y expectante y pómulos huesudos, labios sensuales y pestañas atractivas, largas y femeninas. Tenía los dientes blancos y brillantes y un pelo negro corto del que se sentía muy orgulloso, lo mismo que de su nombre: Bev. Capitán Bev Parsons. Nunca admitió que Beverly fuera un nombre de mujer para la mayoría de la gente. Venía de raíces anglosajonas, decía. «Es un nombre corriente en Inglaterra. Allí Vivian, Gwen y Shirley son nombres de hombre. Nadie los confunde con mujeres». Era un hablador redomado, y, para ser sureño, de mente abierta. Tenía unos modales elegantes y complacientes que deberían haberle llevado lejos en la Fuerza Aérea, algo que no sucedió. Cuando estaba en un recinto cualquiera, sus ojos rápidos de color de avellana buscaban a su alrededor y siempre encontraban a alguien que le prestaba atención: mi hermana y yo, normalmente. Contaba chistes viejos con un estilo teatral del Sur; sabía hacer trucos con las cartas y juegos de manos, y separarse el pulgar y volver a pegarlo, y hacer desaparecer un pañuelo y hacerlo aparecer de nuevo. Sabía también tocar bugui-bugui al piano, y a veces nos hablaba con acento dixie [1] y otras veces como Amos ’n’ Andy. [2] Había perdido algo de oído al volar  en  los Mitchells, y era muy sensible a esta deficiencia. Pero tenía un aspecto muy  atildado con su «honrado» pelo corto de soldado y su guerrera azul de capitán, y  por  lo general transmitía una calidez que era genuina y que hacía que mi hermana gemela  y  yo  lo  quisiéramos  tanto.  Tal  vez  fuera  esa también la razón por la que nuestra  madre se había sentido atraída por él (aunque no pudieran ser más diferentes y poco apropiados el uno para el otro) con la mala fortuna de haberse quedado embarazada a raíz de un apresurado encuentro amoroso después de conocerse en una fiesta en honor de los aviadores que habían vuelto del frente. Fue en Fort Lewis, cerca de donde él estaba haciendo un curso de reciclaje como oficial de suministros, en marzo de 1945, cuando ya nadie lo necesitaba para lanzar bombas desde el aire. Se casaron en cuanto lo supieron. Los padres de ella, que vivían en Tacoma y eran inmigrantes judíos oriundos de Polonia, no aprobaron la boda. Los dos eran personas cultas; en Poznan habían sido profesores de matemáticas y músicos semiprofesionales (daban conciertos de música popular), y después de huir de su país en 1918 habían llegado al estado de Washington a través de Canadá, y se habían convertido -quién lo iba a decir- en celadores escolares. El hecho de ser judíos significaba muy poco para ellos entonces, o al menos para mi madre; felizmente, en aquella tierra donde al parecer no eran judíos, dejaban atrás una vieja, rigurosa y cerrada concepción de la vida.

Pero que su hija única se casara con el hijo único sonriente y parlanchín de unos tasadores de madera escoceses-irlandeses de las tierras remotas de Alabama no se les había pasado nunca por la cabeza, así que pronto desterraron el asunto por completo de su pensamiento. Y aunque desde cierta distancia pudiera parecer que nuestros padres simplemente no estaban hechos el uno para el otro, es más preciso afirmar que la boda de nuestra madre con nuestro padre fue el presagio de una pérdida, y que su vida cambió para siempre -y no para bien-, como seguramente ella habrá pensado tantas veces.

Mi madre, Neeva (diminutivo de Geneva) Kamper, era una mujer menuda, intensa, con gafas, de pelo castaño y rebelde, alguna de cuyas hebras aterciopeladas se le deslizaban por el borde de las mejillas hasta debajo de la barbilla. Tenía cejas espesas y frente reluciente, de piel fina, tras la que se le traslucían las venas, y una tez pálida de vivir dentro de casa que le daba un aspecto frágil, sin que ella lo fuera en absoluto. Mi padre, en broma, decía que la gente de donde él venía, en Alabama, al pelo de mi madre lo llamaba «pelo de judío» o «pelo de inmigrante », pero que a él le gustaba y que a mi madre la amaba. (Ella nunca pareció prestar mucha atención a estas palabras). Sus manos eran pequeñas y delicadas, de uñas muy cuidadas (se hacía regularmente la manicura) y bruñidas, de las que solía presumir y con las que gesticulaba con aire ausente. Tenía un talante escéptico, y solía escuchar con gran atención cuando le hablábamos; también tenía ingenio, que a veces podía ser mordaz. Llevaba gafas sin montura, leía poesía francesa, y a menudo utilizaba expresiones como cauchemar trou de cul, que mi hermana y yo no entendíamos. Escribía poemas con tinta marrón que compraba por correo, y llevaba un diario que nosotros no podíamos leer, y normalmente tenía una expresión de perplejidad ligeramente altiva y como estigmatizada, que llegó a ser muy propia de ella, si no lo había sido siempre. Antes de casarse con mi padre y de tenernos rápidamente a mi hermana y a mí, se había graduado a los dieciocho años en el Whitman College de Walla Walla, había trabajado en una librería y posiblemente acariciado la idea de convertirse en poetisa y en bohemia, y la esperanza de llegar a conseguir un trabajo de estudiosa profesora en un pequeño college, casada con alguien diferente del hombre con quien se había casado realmente, un profesor universitario probablemente, que le daría la vida para la que ella creía que estaba destinada. En 1960, el año en que tuvieron lugar los hechos, tenía sólo treinta y cuatro años. Pero tenía ya «arrugas marcadas» a ambos lados de la nariz, que era pequeña y rosada en la punta, y los párpados oscuros de sus grandes y penetrantes ojos verde gris le hacían parecer extranjera y un tanto triste e insatisfecha, lo cual era cierto. Su cuello era delgado y hermoso, y su sonrisa repentina e inesperada dejaba al descubierto unos dientes pequeños y una boca en forma de corazón, de jovencita. Una sonrisa que -salvo a mi hermana y a mí- rara vez ofrecía. Nos dábamos cuenta de que era una persona de apariencia poco corriente, vestida las más de las veces con pantalones anchos color verde oliva y blusas de algodón de mangas holgadas y zapatos de cáñamo y algodón que debía de haber encargado por correo en la Costa Oeste, porque no podían comprarse zapatos de esos en Great Falls. Y cuando se ponía a regañadientes al lado de nuestro padre, alto y guapo y extrovertido, aun parecía más fuera de lo corriente. Aunque eran raras las veces en que «salíamos» en familia, o comíamos en restaurantes, así que apenas podíamos darnos cuenta de cómo aparecían ante el mundo, entre desconocidos. A nosotros la vida en casa nos parecía de lo más normal.

Mi hermana y yo entendíamos perfectamente por qué mi madre se había sentido atraída por Bev Parsons, un hombre de hombros fuertes, hablador, divertido, siempre dispuesto a complacer a cualquiera que se encontrase a su alcance. Pero nunca estuvo demasiado claro por qué se había interesado él por ella, una mujer muy menuda (de poco más de un metro cincuenta), introvertida y tímida, apartada de la gente, artística, guapa tan sólo cuando sonreía e ingeniosa sólo cuando se sentía completamente a gusto. Nuestro padre debía de apreciar de algún modo todo aquello, de percibir que ella tenía una mente más sutil que la de él, y que sin embargo él era capaz de complacerla, lo cual le hacía feliz. Decía mucho en su favor que -más allá de las diferencias físicas- mirara al corazón de las cosas humanas, y yo admiraba eso en él por mucho que mi madre no se diera cuenta de ello.

Pero, en mi cabeza, la extraña unión de unos atributos físicos que no casaban siempre es en parte la causa por la que acabaron mal: no había ninguna duda de que no eran apropiados el uno para el otro y de que no deberían haberse casado ni haber hecho nada de lo que hicieron; tenían que haber tomado caminos distintos después de su primer y apasionado encuentro, con independencia de las consecuencias. Cuanto más estaban juntos, y mejor se conocían, más comprendía ella -al menos- que habían cometido un error, y más extraviadas se volvían sus vidas a medida que pasaba el tiempo -como en esas largas pruebas de matemáticas en las que los primeros cálculos son erróneos, con lo que los siguientes se van alejando más y más del punto en que las cosas tenían sentido. Un sociólogo de la época -principios de la década de 1960- habría dicho quizá que nuestros padres estaban en la vanguardia de un momento histórico, y se contaban entre los primeros que transgredieron los límites que la sociedad impone, que abrazaron la subversión y creyeron en credos que exigían ratificación a través de la autodestrucción. Pero se habría equivocado. Nuestros padres no eran personas temerarias en la vanguardia de nada. Eran, como ya he dicho, gente normal a la que le jugaron una mala pasada las circunstancias y los malos instintos, y la mala suerte, que les hicieron aventurarse más allá de las fronteras que -sabían- eran las correctas, y luego fueron incapaces de volver atrás.

Aunque diré esto de mi padre: cuando volvió del escenario de la guerra, de ser el agente de una muerte silbante que caía del cielo -era 1945, el año en que mi hermana y yo nacimos en Michigan, en la base Wurtsmith de Oscoda- tal vez se había apoderado de él una especie de fuerza de gravedad poderosa e indeterminada, como les sucedió a otros muchos soldados  norteamericanos. Se pasó el resto de su vida luchando contra esta fuerza de gravedad, esforzándose por todos los medios por seguir siendo positivo y por mantenerse a flote, tomando decisiones equivocadas que le parecieron buenas de verdad en su momento, pero finalmente malentendiendo el mundo al que había regresado y convirtiendo tal malentendido en su vida misma. Debió de ser así también para millones de jóvenes, aunque él no lo hubiera sabido ni admitido jamás de sí mismo.

Notas 

[1] Del sudeste de los Estados Unidos. (N. del T.)
[2] . Personajes de radio y televisión muy populares de la época.
(N. del T.)



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