sábado

LA TIERRA PURPÚREA (71) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XVII / DOLORES (6)

-¿Usted casado… y tiene una mujer de la que jamás me ha dicho una palabra hasta este momento, y se atreve a pedirme que me compadezca de usted después que su secreto le ha sido arrancado por la fuerza? ¡Casado! ¡Y ha tenido la temeridad de tomarme en sus brazos, y se excusa ahora alegando su pasión! ¡Pasión! ¿Conoce usted, caballero, lo qué es pasión? ¡Ay, no! ¡Un pecho como el suyo no es capaz de tener un sentimiento tan grande y tan noble! Si usted hubiese sentido vergüenza siquiera, no se habría atrevido a asomar su cara aquí otra vez. ¿Y usted juzgó mi corazón tan liviano como el suyo, y después de tratarme de esa manera infame, creyó obtener mi perdón y captarse mi admiración paseándose delante de mí luciendo su espada? ¡Váyase! No puedo sentir sino el mayor desprecio por usted. ¡Déjeme! ¡Usted deshonra la causa!

Quedé completamente anonadado y humillado, no atreviéndome siquiera a levantar la vista, porque sentía que sólo mi indecible debilidad e insensatez había desatado aquella ráfaga. Pero la paciencia tiene sus límites, aun estando uno de humor sumiso, y cuando aquellos fueron sobrepasados, entonces estalló mi saña con tanta mayor furia cuanto que durante toda aquella entrevista había mantenido una humildad de penitente. Sus palabras, desde el principio, me habían herido como latigazos, haciéndome retorcer de dolor; pero la última injuria me dolió más de lo que pude soportar. ¡A mí, un inglés, decírseme que yo deshonraba al partido de los Blancos, a los cuales me había unido contra mi mejor sentir, puramente por romántica devoción a ella! Yo ahora también estaba de pie y permanecimos algunos momentos temblando y silenciosos. Por último pude hablar.

-¡Y esto -exclamé-, de la mujer que sólo ayer estaba pronta a derramar toda la sangre de su corazón para ganar un fuerte brazo para su país! He renunciado a todo, me he asociado con detestables bandidos y ladrones, para llegar a conocer, por fin, que su deseo personal es todo para ella, su hermoso y divino país… ¡nada! Ojalá hubiese sido un hombre el que me dirigiera aquellas palabras, Dolores, para haber podido emplear provechosamente esta espada que usted ha mencionado, por lo menos una vez antes de romperla en dos y arrojarla lejos de mí como cosa vil! Ojalá se abriera la tierra y se tragara a este país para siempre, aunque me hundiera con él y fuera a parar al mismo infierno, por el detestable crimen de tomar parte en sus piráticas revoluciones.

Se quedó inmóvil, contemplándome con tamaños ojos y dibujándose en su rostro una nueva expresión; entonces, mientras guardé silencio para que hablara, esperando sólo un nuevo torbellino de desprecio y amargura, una extraña y triste sonrisa asomó a sus labios por un instante, y acercándose a mí, colocó su mano en mi hombro.

-¡Oh, de qué fuerte pasión es usted capaz! ¡Perdóneme, Ricardo, pues yo también lo he perdonado! ¡Ay!, habíamos nacido uno para el otro, y sin embargo, nunca jamás podrá ser…

Dejó caer, abatida, la cabeza sobre mi hombro. Al oír aquellas tristes palabras, toda mi saña se desvaneció; sólo quedaba el amor…, el amor unido a la más profunda compasión y el mayor remordimiento por el dolor que le había causado. Sosteniéndola con mi brazo, acaricié tiernamente su hermoso pelo negro, e inclinándome, lo oprimí con mis labios…

-¿Es tanto lo que me quieres, Dolores? ¿Hasta perdonar las crueles y amargas palabras que acabo de decir? ¡Ay!, fue locura mía decirte todo eso. Me arrepentiré toda la vida. ¡Qué cruelmente te han herido mi amor y mi saña! Dime, queridísima Dolores, ¿puedes perdonarme?

-¡Sí, Ricardo, todo! ¿Habrá palabra que tú puedas decir o cosa que puedas hacer, que no te perdone? ¿Te quiere así tu mujer? ¿Puedes quererla como me quieres a mí? ¡Qué cruel ha sido el destino con nosotros, Ricardo! ¡Ay, mi querida patria, estaba pronta a derramar mi sangre por ti… con tal de ganarte un fuerte brazo que por ti se batiera, pero ni en sueños pensaba que este sería el sacrificio que se me exigiera! Mira, ya luego será tiempo que te vayas…, ya no hay tiempo de dormir, Ricardo. Siéntate aquí, a mi lado, y pasemos esta última hora juntos, tú y yo… con nuestras manos unidas…, porque nunca… nunca más nos volveremos a ver…



Y así sentados, nuestras manos entrelazadas, esperamos que apuntara el día, diciéndonos mil tristes y dulces palabras; y por último, cuando nos separamos, la estreché una vez más contra mi pecho sin que ella se resistiera, persuadido, como ella, de que nuestra separación sería eterna…

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