domingo

GUSTAVO ESPINOSA


Por Débora Quiring
(La Diaria)

PRIMERA ENTREGA

Tal vez esta sea una historia para ser contada cronológicamente: el domingo temprano nos tomamos un ómnibus, recorrimos pueblos impensados y al mediodía llegamos a Treinta y Tres. Las instrucciones eran mínimas: a dos cuadras y media, al lado de un quiosco azul, nos encontraríamos con Gustavo Espinosa. En el camino descubrimos las primeras pistas de su obra: la calle Andrés Spikerman, el cine Olimar -hoy convertido en una agencia de transporte- y el nombre Goma Goma duplicado en negocios enfrentados que bien podrían haber sido parte de sus historias. Después de “China es un frasco de fetos” (2001) y el poemario “Cólico miserere” (2009), Espinosa publicó “Carlota podrida” (2009, premio nacional de Literatura) y Las arañas de marte (2011, premio Bartolomé Hidalgo). Hace un buen tiempo que sus lectores ansiaban una nueva entrega de ese mundo marginal y desencantado, poblado por seres que llegan al absurdo de la existencia y el abandono. En mayo, muchos nos sorprendimos cuando se editó “Todo termina aquí”, una novela que vuelve a ubicarse en los suburbios de Treinta y Tres, con tipos rodeados de paredes húmedas, olor a guiso, notas de blues y motos chinas, con la que volvió a confirmarse como la voz más original e inquietante de la literatura uruguaya contemporánea.

Quienes saben de sus andanzas pueden intuir el encuentro. Espinosa nos recibió en su casa, con una cazuela de lentejas, y bajo la atenta mirada de Carlos Gardel -en una foto de la época en que se dedicaba al canto criollo- recordó anécdotas de su adolescencia y su estadía en Montevideo, y aventuró historias sobre sus novelas y sobre los comienzos de un mundo que se impone. La charla duró horas.
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Así que empezaste a escribir en serio plagiando la emoción de Antonio Machado, por 1972.
Sí, en el 72. Había un libro de texto para escolares que estaba muy bueno, se llama Cuento y canto, de una pareja de autores. Era una antología de poesía y prosa que traía de todo: Fernán Silva Valdés, Gabriela Mistral, y un poema de Rafael Alberti que yo no podía entender, que hablaba sobre un toro azul por el mar. Después me enteré de que se trataba de un submarino de la época de la guerra. Y en la página 169 estaba ese poema de Antonio Machado que se llama “A un olmo seco”. Me conmovió mucho, y me di cuenta de que me gustaba la idea de poder hacer algo así. Porque yo era un escritor oficial, de la escuela. El que hacía las redacciones para el día de la Cruz Rroja, el día del árbol, la batalla de Las Piedras. Pero esa vez decidí hacer algo más auténtico, y escribí un poema sobre el otoño. Más o menos había logrado percibir un mecanismo, un tipo de emoción, pero fue medio un fracaso.
¿Cómo era esa relación clandestina con la escritura, sobre todo en la adolescencia, a la que te has referido?
Después de eso, y en los primeros años de la adolescencia, escribía medio escondido. No sé bien por qué. Me parecía algo un poco impúdico y frívolo que las personas de mi edad que escribían cosas se las mostraran a todo el mundo. Capaz que tenía que ver con que si sos un adolescente que se dedica a escribir, sos medio freak. Estás haciendo algo que a nadie le interesa y que nadie entiende demasiado. Entonces, como yo jugaba al fútbol, eso lo tenía como una actividad un poco vergonzante y lo mostraba poquísimo. Sobre todo hacía cuentos -muy apresurados, porque corregía muy poco-; según lo que iba leyendo, trataba de hacer algo que a mí me parecía que iba en esa dirección. Fue muy impactante lo de [Julio] Cortázar. Recuerdo “No se culpe a nadie” -del tipo que se muere poniéndose un pulóver-, que fue el que me produjo esa especie de break. Viste que hay una anécdota que ha repetido muchas veces [Gabriel] García Márquez, de cuando él estaba en un internado en Bogotá, encontró una traducción de La metamorfosis y dijo: “Carajo, entonces se puede escribir así”. A mí me pasó eso con este cuento de Cortázar. Fue como otro inicio, después de lo de Machado.
No es común pensar en la forma o en un estado, sobre todo en la adolescencia.
No sé si lograba tener la distancia crítica como para decir “acá hay un procedimiento”, pero era una especie de actitud. El asunto de Cortázar, por ejemplo; con algún amigo adolescente compartía las cosas que me iban deslumbrando, como la música, la literatura, las historietas. Nos resultaba extraña la relación -que creíamos escurridiza- entre los títulos y el contenido. Y de algún modo tratábamos de caricaturizarlo, escribiendo cosas y titulándolas de manera que casi no tuviera nada que ver y sólo tocara algo muy lateral del texto. Obviamente, era una diferencia de interpretación. Entre Machado y Cortázar, hubo una etapa en la que también me interesaba mucho lo melodramático de Serafín J García, y esos cuentos del realismo socialista volcado al contexto criollo. Eran cosas que me iban llegando por diferentes lugares. En la pequeña biblioteca de una tía estaban todas las cosas del boom latinoamericano, y mi abuelo materno, que era bastante lector también, leía cosas criollistas. Su escritor favorito era Javier de Viana, y él se enorgullecía de estar emparentado tanto con Leandro Ipuche como con Serafín J García, que son los dos escritores canónicos de acá. Por ese lado venía lo de Serafín J García, y esa cosa melodramática y truculenta, con los pobres victimizados.
En ese contexto, ¿cómo llegó Humanidades?
Venía gente a los liceos del interior a contar las opciones que había en la Universidad, y también venían los de la Escuela Militar. Cuando vinieron los tipos y mostraron diapositivas, me enteré de la existencia de la Facultad de Humanidades. Yo dije: “Quiero hacer esto”, y mis viejos no pusieron ningún problema, porque tampoco tenían mucha idea de qué cosa era. Ahí fui a parar. Era una etapa jodida. Fuimos la única generación que dio prueba de ingreso a Humanidades. ¿Te acordás de que, durante los últimos años de la dictadura, la resistencia se agarraba de las consignas que podía? Una de las cosas que se tomaron como banderas fue la oposición al examen de ingreso, que era lo suficientemente convocante para generar un colectivo de resistencia, y lo suficientemente inocua para que no desatara una represión demasiado brutal. En 1980 el examen se aplicó a rajatabla; luego se suavizó un poco la cosa porque se aplicó un sistema de cupos, y en Humanidades, obviamente, nunca se superaba. Era un examen incómodo, muy largo. Me acuerdo de que entramos después del mediodía y salimos de noche, porque eran tres pruebas: una de historia -en la que fue el gobierno de Lorenzo Latorre-, otra de literatura, y una de aptitud intelectual general. Con respecto a esa última había mucha paranoia, porque decían que ahí estaba el texto en el que podían sacar si eras marxista.
¿Cómo vivía un muchacho del interior ese Montevideo de los 80?
Jodido. Uno se da cuenta de que fue jodido después. Mark Twain dijo: “Yo vine con el cometa y me iré con el cometa”. Bueno, yo no lo pronostiqué pero... fijate que entré al liceo en el 74 y me fui de la Facultad en el 85. Vine con los milicos y me fui con los milicos. Por otro lado, esa época también fue muy movida. Era un mundo que ahora resulta muy extraño, no sólo por la presencia de la dictadura, sino por vivir desconectado. Mis amigos que después se fueron a Estados Unidos, por ejemplo, me dijeron que recién ahí se habían dado cuenta de lo que era para nosotros estar en Montevideo. Ellos salían de la facultad y tenían su familia, su vieja. Nosotros estábamos solos, muchas veces pasábamos hambre. Eran épocas durísimas, pero de mucho aprendizaje. Por ejemplo, la sistematización de ver cine, por Cinemateca, que en aquella época era una institución muy poderosa. Salir de la ingenuidad de algunas cosas en ese sentido, porque yo ahí me entero, por ejemplo, de algo que ya sospechaba pero que no tenía muy claro: que uno, para ver una película, debía fijarse quién era el director antes que en los protagonistas. Después estaba todo aquello de que te daban ciclos, y te ofrecían boletines con reseñas y fichas. Fue un buen aprendizaje.
Antes ibas al cine Municipal de Treinta y Tres, en el que a veces había pulgas, pero con todo había que sacar las entradas bastante temprano.
Estaba el Olimar, que era algo así como el Plaza. Y el Municipal estaba más fané, pero ahora es un edificio muy bien conservado y reciclado. En aquel entonces estaba mucho peor, pero también se le daba más uso. Había funciones todos los días, y era normal ir. Había algunos criterios en cuanto a la programación: había quienes decían que los lunes eran los días de los analfabetos, porque daban películas mexicanas y argentinas, sin subtítulos; los martes, en el Olimar, daban porno soft, “franja verde”. Y a partir de los miércoles llegaban los estrenos. Siempre daban dos películas, y en la matiné hasta cuatro. La matiné del Municipal era más bien de aventuras. Siempre daban una de Tarzán. Una vez a mi hermano le tocó ver tres seguidas de Tarzán, y él, siendo un niño, se dio cuenta de que en todas estaba la misma lucha contra un cocodrilo. En el Olimar daban de todo, pero era el lugar donde se estrenaban las argentinas de cantores, de Palito [Ortega], de Sandro: Gitano, Quiero llenarme de ti, todas esas. Una de las cosas que vi ahí con mis primas -las de Las arañas de Marte- fue Romeo y Julieta, de [Franco] Zeffirelli. En ese momento no sabía ni quién era Shakespeare, pero como había otras que lloraban, una de mis primas quiso minimizar la situación y dijo: “Eso es un cuento de Shakespeare”.
¿Cómo se dio el regreso a Treinta y Tres?
Volví cansado a la casita de los viejos. No fue un proyecto. Después decidí quedarme. Volver fue simplemente algo que ocurrió, no fue producto de una deliberación. Cuando me preguntan por qué vivo en Treinta y Tres, se me ocurren algunas cuestiones: las personas que me lo preguntan, ¿dónde viven, en Londres? Porque, en realidad, acá todo el mundo vive en Treinta y Tres. Por otro lado, no deja de ser extraño que se considere tan excéntrico que alguien se quede viviendo en el lugar en el que nació. Y de un tiempo a esta parte, uno puede estar en todos lados.
China es un frasco de fetos. ¿Cómo llegaste a ese título?
Tendría que hacer una revelación... Es una frase que está en las primeras páginas de una novela de Victor Hugo, El hombre que ríe. Obviamente, una traducción. En su contexto tiene un poco más de sentido, claro. Porque está hablando de que los chinos inventaron la pólvora, pero sólo le dieron un uso recreativo, y entonces el narrador reflexiona que hay muchas cosas en potencia que no se desarrollan, y ahí usa esa metáfora. Lo que hice fue descontextualizarla y ponerla en esa especie de revelación críptica, que termina siendo algo sin sentido, cuando se esperaba una especie de epifonema que lo explicara.
Es la única en que no se nombra a Treinta y Tres.
Sí, tal vez no había encontrado la manera de articular un realismo más puro y duro. Me costó bastante. Ahí hay muchos datos y cuestiones que se pueden interpretar como referencias a un pueblo del interior, pero ni siquiera aparece Uruguay. De todos modos, me parece que en algunos pasajes hay como un Treinta y Tres revisitado, porque es cuando yo vuelvo de Montevideo y empiezo a conocer otras cosas, sobre todo la noche más miserable, los boliches, la madrugada; antes no iba más allá de los cafés del centro. Tiene algunas descripciones bastante metabolizadas, pero creo que hay algo de eso. Como el boliche que centraliza las cosas, o las descripciones de bares y casas.
Es inevitable que uno lo lea como un correlato delirante de la dictadura, con los comunicados como la referencia más evidente.
Algunas personas me han criticado que el formato de los comunicados es una parodia demasiado explícita o radical. Está clarísimo que el formato discursivo es de esa época. Y esa intervención tan fuerte del Estado en la vida de la gente nuestras generaciones sólo la vivieron durante la dictadura. Es una especie de sublimación de la dictadura, en algún sentido. Pero es un libro que a mí todavía me gusta mucho. Gustavo Verdesio dice que estoy muy solo en esa preferencia.
A partir de Carlota podrida ya se instala Treinta y Tres, y ese tránsito de las vivencias personales a un discurso literario.
Sí, la anécdota más vieja era China..., es una historia que a mí se me ocurrió en aquella época de los cuentos clandestinos, basado en un razonamiento de ingenuidad adolescente, esas abstracciones bastante inmaduras... Me planteaba que la diferencia entre cordura y locura era una relación estadística, o sea que si se invertía, se cambiaban los papeles. Hice varios cuentos con esa historia, pero después me di cuenta de que era demasiado coral para cuentos. Y como además, cuando volví, yo empezaba a pensar -de una manera un poco supersticiosa- que alguien, para poder decir que es un escritor, debe escribir una novela, con esa historia salió China... Ni en China... ni en Carlota... hubo búsqueda de tema, el problema de encontrar el argumento. Algo que puede ser bastante frustrante, porque si te ponás a leer a [Adolfo] Bioy [Casares], por ejemplo, como me había pasado a mí, y después andás todo el tiempo en busca de una trama, sin escribir hasta encontrarla, es posible que no empieces más. Cuando empecé con Carlota..., la utilización de esos materiales vivenciales se fue dando con más naturalidad. La escribí en dos etapas: primero, poco más de la mitad y la dejé un tiempo, hasta que me di cuenta de que la cosa se iba dando con más fluidez, de que ya había encontrado el registro y tenía la totalidad de la historia, incluso con esa vuelta de tuerca final resuelta en mi cabeza. Pude articular cierto registro lingüístico que me interesaba, con esos contenidos más aldeanos y más relativos a la autoficción, como se suele decir.
Carlota ya reconfigura el panorama, y lo primero que muestra el quiebre es cómo la aristocrática Charlotte Rampling llega a la periferia de la periferia, sin sospechar que alguien sueña con que huela igual que una mujer pobre de Treinta y Tres.
Al principio era más modesta la ocurrencia. Y a veces era tema de broma -un poco macabra- entre unos amigos, en cuanto a plantear el nivel de abstracción que era necesario para sostener que determinados personajes de los márgenes del género humano, y otros personajes de los centros -a veces acá mismo, en Treinta y Tres-, pertenecían a la misma especie. A partir de esa broma se fue armando la historia. Charlotte Rampling, en ese sentido, da el physique du rôle. Me costó un poco no caer en excesos caricaturescos con eso, y tal vez lo hice.
Lo interesante es cómo el protagonista, a partir de su formación en el cine y el rock, rompe con la ilusión, con la simbología, al trasladarla a su propia realidad. Aclarándole que lo suyo no es una cuestión sexual, por ejemplo, sino que va por otro lado.
En un momento el personaje dice, con total megalomanía, que lo que intenta es una operación simétricamente opuesta a la que, según [Michel] Foucault, se propone El Quijote: transformar la realidad en signo. Él pretende hacer exactamente lo contrario, y creo que lo logra. Siempre está esa cuestión un poco más rocambolesca, con todas las peripecias del secuestro. Y todo lo derivado del leitmotiv de la novela, esa diferencia insalvable entre la realidad y su representación. Eso es lo que él vive con angustia. Pero cuando empecé a escribir la historia, no tenía acceso a internet, y creo que en Uruguay había poca. Recuerdo que Eduardo Espina estaba en Estados Unidos y le pedimos información pormenorizada sobre Charlotte Rampling. Lo que tenía era alguna referencia, y lo que recordaba de su filmografía estaba anotado en alguna servilleta. Cuando ya estaba escribiendo la novela pude averiguar mejor, y fui descubriendo que en realidad esa distancia en cierto punto no era tanta. Porque vos empezás a descubrir cosas, como que ella estuvo pasando la gorra con una troupe en España, y bromea en una entrevista con que la gente le daba dinero para que no cantara, por ejemplo; que su hermana mayor se suicidó en Argentina cuando tenía veintipocos años; que anduvo por Asia en situaciones bastante sórdidas. Entonces, capaz que esos olores a guiso y ese entrevero con la materialidad de la periferia no eran algo tan extremo para el personaje biográfico de Charlotte Rampling. Sí lo son para el personaje de la novela.

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