domingo

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (8)


-No -lo atajé; hice un calco de su sonrisa cortés y reticente-. Eso mismo es lo que pienso hacer empleando su historia, la suya. -Dijo que estaba bien, como amenazándome-. Tito y usted, en el día segundo del regreso, pensando en la mujer y el chivo y en los probables, deseados beneficios del encuentro.

-Eso, y mi furia silenciosa. Pero, además, repito, estaba mi seguridad. Primero, como le dije, porque yo había conocido a Rita y ella me había conocido a mí. Rita era mía, eso era lo que estaba sintiendo en la cama mientras el querido imbécil bordoneaba exponiéndome proyectos. Tal vez le cuente qué proyectos. Mía porque unos años atrás, cuando no sabia que el lenguaje universal para entenderse con las mujeres es el de los sor­domudos, yo la deseé y ella supo que yo la de­seaba. También mía, y mucho más por esto -y no se escandalice, no saque conclusiones baratas-, porque yo la había espiado por la ventana hacer el amor con Marcos. La había visto, ¿entiende? Era mía. Y, segundo, era mía su historia por lo que tenía de extraño, de dudable, de inventado. El chivo. La complicación, el artificio perfeccionamiento que agregaba la presencia del chivo. De modo que la historia no podía ser para Tito. No importaba que hubiera sido él el primero de los dos en tropezar con la mujer y hablarle. En aquellos años de pensión fueron muchos los li­bros, le pongo un ejemplo, de que tuvimos simultáneamente noticia y nos apasionábamos por conseguir. Muchas veces era para mí un juego; jugábamos a quién lograba conseguirlo y leerlo primero. Siempre me dejaba vencer; esas victorias lo hacían feliz y, sobre todo, me permitían leer el libro cuando su curiosidad, apaciguada, no me lo alteraba, no me lo ensuciaba. Con Rita que mendiga viajes a Villa Ortúzar en la estación de enfrente me pasó lo mismo. Tuvo que hablar, por fin, de lo que nos preocupaba. Me propuso bajar a buscarla y le dije que no tenía interés, que no pensaba moverme de la cama. De modo que fue él, un poco desafiante, un poco intimidado. Fue a buscarla para mí, a establecer el contacto que yo necesitaba; a evitarme esperas, desencuentros, la tirantez del primer saludo. Entonces me puse en la ventana; desde allí no podía ver a Rita; si es que estaba, junto al puesto de periódicos. Pero dominaba la calle y la plaza frente a la pensión. Así que menos de media hora después vi a Tito surgir de la oscuridad de los árboles o de la claridad de los faroles redondos de la plaza, de regreso. Salí al comedor, bajé una escalera y lo vi pasar hacia arriba en el ascensor. Entonces bajé a la calle y fui hasta la entrada de la estación para comprar un diario. Continuaba el calor, la tormenta no había reventado y creo que resbaló sin lluvia por el cielo al otro día. Compré un diario y la ví; me asombró la lana larga del chivo, resplandeciente de limpieza. No sé cuántos años tendría -el chivo- aunque es fácil sacar las cuentas. Tan blanco, inmóvil y perfecto como un chivo de juguete. Tan Increíblemente fiel a la idea que puede tener de un chivo un niño o un artista fracasado que se ganara la vida trabajando para una fábrica de animales de juguete. Era una men­tira, y continuó siendo esa estimulante mentira durante toda la historia.

-Yo cavé, ayer, una fosa para un cabrón de mentira. Sentí durante la historia su perfecto, exacto olor a chivo; vi alguna vez las bolitas ne­gras, secas, bruñidas, de sus excrementos. Pero no me engañé; supe desde el primer momento, desde la primera tímida mirada con que nos conocimos, mientras compraba “Crítica” en el quiosco y disimulaba mi espionaje y mi profética emoción leyendo un titular cualquiera sobre cualquier vic­toria y cualquier derrota, que el chivo, aquella dócil apariencia de chivo, era el símbolo de algo que moriré sin comprender; y no espero que me lo expliquen. Quiero decir que no le estoy contando la historia para oír sus explicaciones. Un chivo de juguete, dije para orientarlo. Pero tam­poco eso, porque la idea de juego estaba excluida. Un chivo no nacido de un cabrón sino de una in­teligencia humana, de una voluntad artística. Extático en la penumbra próxima al quiosco donde ella se escondía -casi digo, perdón, se agazapa­ba- para elegir el candidato y atacarlo fortalecida por la sorpresa. Una idea-chivo inmóvil, revestida por largos pelos sedosos, revestidos a su vez por esa blancura increíble de los peinados de las vie­jitas que siguen fieles, junto al final, a lo único que importa y justifica su condición de mujer, y agregan añil al agua del último enjuage del lavado de cabeza semanal. Las patas de puro hueso, casi filosas, las pezuñas retintas, charoladas. Como usted ve, describí con astucia. Porque todo eso es para decirlo una vez y olvidarlo; o basta con decirlo así para que perdure. Porque por en­cima de todo eso estaban, cálidos, relampagueando cortamente con una imprevisible frecuencia, no lujuriosos ni burlones ni sabios, los ojos amarillos. Algunas veces los comparé con el topacio, con el oro, con un cielo de tormenta en la siesta cuando la ciudad huele a letrina. Tal vez sea forzoso volver a hacerlo esta noche. Ninguna de aquellas tres cosas, pero haciéndome pensar en la lujuria, la burla y la sabiduría. Agregue, yo tuve que hacerlo, la insinuación de retorcimiento de los diminutos cuernos, la barbita juvenil. Entonces, como queda dicho, un chivo de mentira, reservado estratégicamente en la sombra, traído fácilmente, con un tirón de cuerda, como una impresionante máquina bélica, al punto de ataque. Rígido, falso.

“Ella estaba muy envejecida pero no vieja; era una de esas mujeres que no pasarán de la madu­rez, que se detendrán para siempre en la asexualidad de los cuarenta años, como si este fuera el mayor castigo que la vida se atreva a darles. Pero aquella noche Rita no tenía más de veinticinco años. Estuve mirándola maniobrar con el chivo; su sonrisa era la misma, pero el brillo de los dien­tes se empañaba de paciencia. Mi incompleta estadística dio tres fracasos por un triunfo. Pasé a su lado sin mirarla y me fui a comer a un res­taurante donde era imposible que Tito viniera a buscarme.

Volvió a sonreírme y yo no comprendía. Se puso a limpiar la pipa para darme a entender que había concluido un capítulo. “Es un mal narrador”, pensé con poca pena. “Muy lento, deteniéndose a querer lo que ama, seguro de que la verdad que importa no está en lo que llaman hechos, de­masiado seguro de que yo, el público, no soy gro­sero ni frívolo y no me aburro”.

-Está bien -le dije-. He visto al chivo y seguiré viéndolo. Reconozco que es una bestia dis­tinta a la que llegó rengueando hasta el cemente­rio, siguiendo al fúnebre, obedeciendo a su mano con la misma docilidad con que obedecía a Rita frente a la estación. Tenemos al chivo y deduzco que es lo más importante. Estoy dispuesto a absorber todos los topacios, oros y cielos tormentosos que sean necesarios. ¿Pero por qué aquella primera noche, usted simuló leer las noticias de Corea o de fútbol en lugar de hablarle? Porque sigo pensando en lo otro; en lo que usted pen­saba una media hora antes en la pensión, a medias con Tito. Pero podemos tomar otro vaso y esperar; ya sé que cada limpieza de pipa señala el final de un capítulo.

-No fue por timidez -dijo-. Acaso yo haya querido primero, antes que nada, quedar en paz con ella. Estuve gastando mi odio en aquella ingenua venganza invisible: espiarla, a su lado, anónimo, verla grotesca y malvestida mendigar con trampa un dinero que yo le hubiera dado años atrás en Santa María multiplicado por cien aunque necesitara robarlo. Pero Tito sí, claro, conversó con ella. Esa noche tuve que oír su versión de la entrevista; hablaba excitado, con muchos adjetivos. No sabía nada de la verdad. Parece que ella, al principio, trató de Incluirlo en la farsa y estuvo insistiendo en el cuento de los impuntuales parientes de Villa Ortúzar. Se citaron para la noche siguiente, a las nueve. Le dije con voz preocupada que difícilmente los recibirían a los tres en un hotel y apagué la luz para dormir.

Reí un poco y entonces me llegó el turno de caminar hasta la ventana. Vi la noche muerta, alumbrada apenas por cuatro faroles desleídos, el resplandor velado de la marquesina del Plaza. El reloj de la intendencia dio una campanada; pero no podía saberse qué hora era porque el carrillón no funcionaba desde hacía unos meses. Me volví diciendo, sin burla, sin otro deseo que ayudar, como si la historia fuera un trabajo que íbamos haciendo entre los dos.

-Ahora estamos mucho mejor. En todo caso, es usted quien acaba de ver, personalmente, a la mujer manejando al chivo. No Godoy ni Tito. Ahora, el resto tiene que ser mucho más fácil. Se trata de unir esa escena con la del entierro, rellenar los ocho o nueve meses que las separan.

Pero Jorge no me estaba escuchando. Se había levantado y sonreía con fatiga, desencantado. No pude recordar en qué cara había visto yo una vez aquella mirada azul un poco atónita, aquel rabioso brillo de juventud, un mechón, cobrizo, colgando hacia la sien. Sopló en la pipa y la guardó en la cadera.

-Un trago y me voy -dijo mirando la noche por encima de mi hombro-. Mañana vamos a pa­sar el día en Villa Petrus, desde muy temprano. Nunca puede saberse. Estaba pensando que acaso yo no me vacié totalmente de mi rencor aquella noche cuando la espiaba simulando leer un diario. Y sin embargo no mentí al hablarle de la piedad. Esta vez se equivocó: no era el final de un capítulo sino el final del prólogo.

No volví a hablar con Jorge aquel verano; no quería acercarse; me saludaba de lejos alzando la pipa, exagerando la alegría de verme.

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