II (3)
Lo vi sonreír mientras se inclinaba para llenar los vasos. Un corto mechón de pelo bronceado se le abría sobre la frente. Algo auténtico y puro, una jubilosa forma de la nobleza triunfaba de sus ropas ridículas, de la frivolidad, la egolatría y la resolución de sentirse vivo a cualquier precio. Y ese algo y esa forma no procedían de la experiencia que pudiera recordar o continuara impregnándolo aunque no la recordara; se le acercaban como una lenta nube, desde los años futuros y próximos. No podría, por lo tanto, olvidarlos o rehuirlos. Así que mientras lo miraba morder el vaso para beber ansioso, como con verdadera sed, adiviné que si lograba contarme la historia iría gastando al decirla lo que le quedaba aún de adolescente. No sus restos de infancia: no se le morirían jamás. La adolescencia; los conflictos tontos, la irresponsabilidad, la inútil dureza. Lo estuve observando en soslayada despedida, con pena y orgullo.
Fue y vino por la sala con el vaso en la mano, sin ruido sobre la alfombra y la estopa de las alpargatas.
-¿No le molesta que camine? -preguntó; bebía con la cara hacia la ventana, hacia la pequeña noche de la plaza, provincial, húmeda, con sonidos de automóviles y música, con algunos gritos de muchachas.
-La historia -dijo para ayudarse o para anunciar- empezó hace mucho, dos años en cuanto a mí, o más. Pero cuando digo más no se trata de la misma mujer. Porque ahí estaban, a media cuadra de mi casa, de mi pensión, de mi ventana, cada anochecer y a veces casi hasta el fin de la noche -cuando llegaba el tren de Mar del Plata- los únicos que no variaron aunque envejecieran, y son imprescindibles. La mujer y el chivo, la mujer que fue joven y el cabrón que fue cabrito.
“Y fíjese en esto, algo que me preocupó mucho aunque ahora no podría decirle por qué me preocupaba. Ella debe haber estado allí en la estación, cumpliendo su guardia, su turno de trabajo, correo un vigilante en la parada, durante todo el primer año, sin que ni Tito ni yo nos diéramos cuenta. Quiero decir que no sólo no nos dimos cuenta de lo que ella significaba -pequeña, oscura, miserable, sosteniendo al chivo de la cuerda junto a las enormes escaleras de la entrada de la estación sobre la plaza- sino que ni siquiera la vimos. Y es forzoso que hayamos pasado cientos de veces junto a ella, para tomar el subte o ir a la pizzería o a tomar cerveza en las jarras de madera de la Munich.
“Lo supimos recién al final de aquel primer año. Y fíjese también en esto: lo supimos aquí, en Santa María, durante las vacaciones. No recuerdo si el Tito o yo, cuál fue el primero en enterarse. Pero hablamos, una tarde en el club, mientras tomábamos sol y mirábamos las pruebas de natación en la pileta, poco interesados porque el primer año de Buenos Aires nos había apartado de todo esto. O exigíamos que la gente de Santa María nos imaginara apartados, distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible para imponer esta imagen. Mirábamos las zambullidas esperando el fin del domingo, la hora en que empezaría el baile, la fiesta calurosa que atravesaríamos, hasta el final, hasta que apagaran el último de los farolitos de papel de la guirnalda, con sonrisas inmóviles, con sudorosas caras de aburrimiento y tolerancia.
“Nos dio rabia, nos sentimos humillados porque se trataba de Godoy, el comisionista. Podíamos verlo, gordo, bigotudo, viejo, descubriendo a la muchacha en la estación, dándole o negándole unas monedas, escondiéndose en las columnas para espiarla. Y, probablemente, la primera vez que pasó a su lado: mientras nosotros habíamos estado ciegos durante casi un año. Rabiosos y humillados porque él había puesto, antes que nosotros, las puercas manos, la puerca voz en la historia de Rita y el chivo. Más adelante esto dejó de importarnos porque la historia de él era otra, mentirosa, ya que era indigno de la verdad y del secreto. Pero si dejamos de sufrir por su voz regateando desconfiada un precio de boleto con la muchacha, aquella noche del encuentro en Constitución, la voz, a medida que nosotros fuimos sabiendo, se nos hizo más odiosa e insoportable. Quiero decir, la voz sofocada de Godoy, repartiendo la historia, la mezquina parte de la historia que le fue permitido conocer, a todos sus amigos de Santa María, en cuanto volvió de aquel viaje.
“Pero, de todos modos, fue así como nos enteramos. Y cuando nombro el sufrimiento, me anticipo. El sufrimiento vino después, cuando empezamos a saber a qué se había acercado Godoy aquella noche en la estación. Al principio sólo sentimos despecho: que él Godoy, gordo, imbécil, de 40 años o más, hubiera descubierto antes que nosotros lo que había estado, una noche y otra, esperándonos al paso, puntualmente, en el camino que recorríamos los dos cuatro veces diarias.
“El tipo, cargado de valijas porque acababa de llegar de alguna excursión comercial por el sur. Y la casualidad de la lluvia; no tendría puesto el impermeable o quería evitar que se le mojaran los anteojos o los bigotes. No siguió de largo, no bajó la escalera en seguida para buscar un taxi. Se quedó rezongando bajo el gran arco de la salida, bajo la luz que caía del techo. También ella, para protegerse o proteger al chivo que, sin saberlo, había dejado de odiar, no se ayudaba con la complicidad enternecedora del desamparo de la calle. Estaba arriba, en la zona iluminada de la salida, examinando a los que pasaban y eligiendo, casi no equivocándose nunca, con adiestrada intuición.
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