APROXIMACIONES AL ESPACIO LITERARIO DESDE LA TOPOFILIA Y LA GEOPOÉTICA
Texto de la conferencia inaugural del XIII Congreso Internacional ALEPH
(Asociación de Jóvenes Investigadores de la Literatura Hispánica) celebrado en la Universidad de Salamanca (13/15 abril 2016) sobre el tema Geopoética: el espacio como significante y significado en la literatura hispánica, pronunciada en el Aula Magna del palacio Anaya.
(Asociación de Jóvenes Investigadores de la Literatura Hispánica) celebrado en la Universidad de Salamanca (13/15 abril 2016) sobre el tema Geopoética: el espacio como significante y significado en la literatura hispánica, pronunciada en el Aula Magna del palacio Anaya.
Tal vez haya que empezar por el principio
Puramente cuantitativos a primera vista, los conceptos relacionados con el espacio han estado desde siempre asociados a la condición humana. Los objetos que asignan un espacio son aprehendidos no sólo por su forma geométrica y el carácter mensurable en que resumen y simbolizan el mundo exterior de las apariencias, sino también a través de una relación subjetiva compleja hecha de demostraciones e intuiciones, lógica y estética. En tanto que ser en el mundo, el hombre es un ser espacial y, por lo tanto, fundador de lugares y creador de perspectivas. El espacio se configura como lugar significado y ese proceso de significación le brinda una proyección simbólica. De ahí las dificultades para cruzar la frontera entre la experiencia propia, expresada a menudo a nivel de sentimientos, y la ciencia como saber objetivo cuando se trata de fenómenos que conciernen un mismo espacio.
El valor intrínseco de la abstracción no se resume en los metros que miden el interior de un espacio o en las coordenadas -longitud, latitud, altitud- que lo dividen con precisión geométrica, sino que va mucho más allá de la tridimensionalidad clásica del espacio euclidiano que podía percibirse por los sentidos: el largo, ancho y alto. Gracias a las sugerentes representaciones simbólicas que la extensión abstraída de la geometría suscita, el determinismo físico, la visión única y absoluta de la ciencia geográfica se ha abierto a un pluralismo teórico y conceptual , capaz de describir el espacio a través de una multiplicidad de lenguajes, órdenes y formas que no necesitan ser recíprocamente excluyentes y que incluyen la representación literaria. Por lo pronto, porque la noción de espacio físico, está determinada por lo que lo rodea y envuelve -medio, ámbito, atmósfera, ambiente, contorno, zona, sitio, extensión, distancia- nociones que componen un verdadero “sistema de lugares” del imaginario contemporáneo y un campo semántico de sugerentes significaciones.
Así, en culturas como la japonesa, una sola palabra -fûdo- puede resumir un conjunto de nociones como territorio, clima, paisaje y costumbres de sus habitantes. Si clima tiene para nosotros la doble acepción de clima meteorológico correspondiente a una zona y la más amplia del clima de una situación o de un momento psicológico, el fûdo japonés sintetiza la peculiar relación entre la naturaleza y la cultura en un espacio determinado. Relación más compleja que el “medio”, tal como se entiende en occidente a partir de Hipólito Taine. Esta relación del hombre con el ambiente es factor determinante de la creación artística y de la definición de caracteres y comportamientos humanos, el “reflejo del mundo exterior en la imaginación del hombre” que seduce a Humboldt en su obra Cosmos, dimensión del espacio que puede ser mítica o simbólica.
El auge de la “geografía de la vida cotidiana”, donde los lugares de la realidad inmediata de cada uno adquieren un significado particular, ratifican la importancia del “lugar personalizado”. A partir de la comprobación de que, en tanto ser en el mundo, el ser humano fija distancias y funda lugares, pueden definirse otras nociones espaciales. Desde la Física de Aristóteles, “las partes y especies diferentes de los lugares” son el arriba y el abajo, la derecha y la izquierda, el delante y el detrás, términos elaborados a partir de un observador que está de pie, un hombre cuyo punto de vista crea horizontes y perspectivas.
El lugar significa emplazamiento, el locus donde se ha colocado una cosa. El adverbio locativo donde indica el lugar desde el cual el mundo se pone en perspectiva y se despliega el campo de la mirada. Allí se colocan marcas en el espacio y en el “aquí momentáneo” del emplazamientos se va construyendo un habitar hecho de apropiaciones, límites y fronteras, lo que es el campo de la propia existencia.
Debe recordarse que desde el Renacimiento el espacio ha sido una experiencia modelada por la cultura. En la medida en que el clásico espacio euclidiano se ha relativizado a través de juegos refinados de reenvíos y correspondencias entre variados componentes de la naturaleza y la cultura, del individuo y la sociedad, la noción física y geométrica espacial adquirió una densidad específica propia, poblada por un “bosque de símbolos” de signos diversos.
Hoy parece evidente que a culturas diferentes correspondan percepciones sensoriales diversas, representaciones cosmogónicas tradicionales que dividen el espacio primordial entre el cosmos y el caos, lo sagrado y lo impuro, lo civilizado y lo salvaje. Estas antinomias no hacen sino prolongar la dialéctica que encierran las parejas de finito / infinito, próximo / lejano, alto / bajo, vertical / horizontal, abierto / cerrado, pequeño / grande, continuo / discontinuo, polaridades y oposiciones de un alfabeto binario que se contrapone a la búsqueda de imágenes de buscada simetría, complementariedad, síntesis o inclusión, de las que las representaciones pictóricas y literarias aspiran ser su lograda expresión.
El espacio de las vivencias interiores
Gracias al creciente interés filosófico por las relaciones entre la existencia humana y el mundo, especialmente a partir de las reflexiones fenomenológicas que van de Berkeley a Husserl, el llamado “espacio cultural” o “espacio social” en el que se integra el espacio literario, se configura como experiencia. Como afirma E. Hall, “todo lo que el hombre hace está vinculado a la experiencia del espacio”. Esta preocupación pluridisciplinaria, conocida por espacialismo, no es, en ningún caso, una escuela o un movimiento filosófico, sino una nueva actitud que refleja la preocupación del “estar ahí” existencial. Los signos de esta presencia se reconocen en los espacios múltiples de la antropología natural y de la cultural o social, pero también en lo literario y poético.
En todos ellos hay un “espacio común”, noción epistemológica construida más allá de cualquier diferencia disciplinaria que puede ser tanto exterior como interior. La espacialidad externa tiene el reverso de una espacialidad intensa vivida interiormente, lo que no supone un espacio dual, sino un solo y mismo espacio que, por un lado, es exterioridad y por otro interioridad. En ese “espacio subjetivo” del cual ya hablaba Kant, se relativizan los valores absolutos del espacio geométrico y la visión pretendidamente objetiva de la ciencia. Como resume Gaston Bachelard:
En todos ellos hay un “espacio común”, noción epistemológica construida más allá de cualquier diferencia disciplinaria que puede ser tanto exterior como interior. La espacialidad externa tiene el reverso de una espacialidad intensa vivida interiormente, lo que no supone un espacio dual, sino un solo y mismo espacio que, por un lado, es exterioridad y por otro interioridad. En ese “espacio subjetivo” del cual ya hablaba Kant, se relativizan los valores absolutos del espacio geométrico y la visión pretendidamente objetiva de la ciencia. Como resume Gaston Bachelard:
El espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y a la reflexión del geómetra. Es vivido. Y es vivido, no en su positividad, sino con todas las parcialidades de la imaginación. En particular, atrae casi siempre. Concentra ser en los límites que protege.
El “espacio vivido” atrae porque concentra “ser” en los límites que diferencia y en tanto se experimenta se convierte en verdadero sistema de referencias de la crítica artística y literaria y de la reflexión filosófica. La imagen del espacio se filtra y se distorsiona a través de mecanismos que transforman toda percepción exterior en experiencia psíquica y hacen de todo espacio, un espacio experimental. El “espacio contemporáneo” del lenguaje, del pensamiento y el arte se funda en esa “conquista interior”, abierta al mundo. Ese “espacio mental” propicia un espacio intuitivo, sensible, íntimo, espacio vivencial, espacio vivido, “espacio que se tiene”, “espacio que se es”.
El “ser-uno” con el espacio, supone “habitar el ser” (Maurice Merleau Ponty, Fenomenología de la percepción), es decir vivir en un “dentro” que es una esencia donde el hombre se reconoce y arraiga, ese “espace du dedans”, al decir de Henri Michaux, cuya noción es el resultado del condicionamiento exterior múltiple del espacio intencional emergente de la conciencia. Este “espacio que tiene su ser en ti” -sobre el que poetiza Rainer María Rilke- no es sólo ascensión, sino vertiginosa caída, y está poblado tanto de imágenes estelares y de paisajes de vasto horizonte, como de laberintos enroscados sobre sí mismos, de túneles y escaleras interiores, de prisiones y de ruinas circulares.
Las variadas expresiones del espacio exterior ensanchado gracias a su propia dimensión interior, van del indiferenciado mundo circundante al del propio cuerpo individual, de la distancia mensurable de lo real a la “profundidad” en apariencia inespacial de los fenómenos psíquicos, aunque esta noción de “profundidad” no se acepte fácilmente. Como recuerda Arturo Ardao, “pocos prejuicios más pertinaces, y a la vez más graves, en la historia de la filosofía que el que sustrae del espacio a los fenómenos psíquicos”, prejuicio que deriva de la errónea identificación entre espacio y “extensión”. Aunque extenso, lo espacial es además “intenso”. “Ex-tensión e “in-tensión”, o simplemente, tensión, son dos caras de una misma realidad de lo real. La espacialidad externa que genera el orden urbano, tiene el reverso de una interna vivida en forma intensa, lo que no supone un espacio dual, sino un solo y mismo espacio que, por un lado, es exterioridad y por otro interioridad, peculiar manifestación “in-tensa” de lo “ex-tenso”. De ahí la tensión implícita en la propia etimología del término espacio. La raíz de spatium spes, supone espera, esperanza, un alargarse en el tiempo que es duración.
La espacialidad de la vida humana reivindica un “lugar de encuentro social” propio, donde el hombre “afincado en ese territorio podrá resistir mejor los ataques del mundo, hacerse su vida”. De ahí se comprende cómo el lugar es elemento fundamental de toda identidad, en tanto que auto-percepción de la territorialidad y del espacio personal. De ahí las dificultades de cruzar la frontera entre la experiencia propia, expresada con frecuencia a nivel de sentimientos, y la ciencia como saber objetivo sobre los fenómenos que conciernen ese mismo espacio.
El espacio se reconoce entonces en la variedad connotativa de planificadores y urbanistas utópicos, en los proyectos de arquitectos y paisajistas, en el recinto cerrado de la casa y en el abierto de la plaza pública, en el espacio ensalzado por excelencia, espacio feliz o espacio exterior de hostilidad, odio y combate, pero también en la dinámica del viaje. El recorrido exploratorio del aventurero, el camino sacralizado del peregrino, el deambular del simple transeúnte, son ámbito de vida y expresión del homo viator que “hace camino al andar”. Pero es en la “descripción literaria” donde términos como camino, escenario, distancia, horizonte, lugar, universo y paisaje se convierten en las figuras privilegiadas de las descripciones del “estar-aquí”, de esa manera de vivir el espacio
Aunque diferenciados, el espacio exterior y el interior deben comunicarse. De lo contrario, hay alienación, autismo. La comunicación recíproca entre el exterior y el interior y viceversa, propicia puntos de situación, de unión y separación, de aislamiento y sociabilidad, de atracción y repulsión de los que la creación artística y literaria son puente y obligado pasaje, pero también lugar de encuentro y síntesis. El umbral, gracias al cual se comunican, participa de la ambigüedad del cruce, es celebración de la articulación que no termina de abrirse ni de cerrarse, convocatoria para que lo íntimo perciba el exterior y para que las diferencias entre ambos sean evidentes y se acepten. Gracias al umbral se mantiene una apertura hacia otros horizontes. Su función, aún fijando límites que se pueden atravesar, es articulada, supone una disposición al contacto exterior, hacia la transición a otro espacio lo que le da una sugerente inestabilidad.
La intencionalidad del sujeto define, pues, la objetividad de las cosas y toda descripción del espacio, incluso en las proyecciones cartográficas, atenidas a reglas codificadas como planos, mapas y planisferios, no son otra cosa que el resultado de las convenciones por las cuales el medium se disimula entre el objeto y la representación científica. En esta perspectiva se puede llegar a decir que la geografía es una metáfora, en tanto representa hechos social y existencialmente relevantes bajo la forma de la abstracción de un territorio. La “lectura” de un mapa, por muy detallado que sea, no proporciona por sí misma la ilusión de la representación a la que invita. Detrás de la abstracción está la seguridad de que un signo, un topónimo o el nombre de una calle en el nomenclátor urbano, el trazado rectilíneo o circular de un plano no hace sino esconder una realidad de cuya vitalidad simbólica y su sentido secreto no existen dudas, a las que la imaginación da su inevitable complemento. ¿No decía acaso Robert Luis Stevenson que “no hay mejor materia para un sueño que un mapa”?
El vacío y sus signos amenazadores
Desde los albores de la historia, el vacío, la carencia de un espacio propio, se ha presentado bajo signos amenazadores. Mientras no existe el bosquejo conceptual que lo ordene, todo espacio desconocido inspira desconfianza, no exenta de cierta ambigua atracción por los misterios que puede encerrar. Ante el ser humano desfilan formaciones incomprensibles que le inspiran terror o admiración, atracción o rechazo y de las que siente la imperiosa necesidad de apropiarse.
Tomar posesión del espacio circundante ha sido, pues, el primer signo de toda civilización. Claude Levi-Strauss explica el nacimiento de la cultura como el resultado del shock que provoca en el hombre primitivo el enfrentamiento con el caos abigarrado, pleno, confuso y extraño de la naturaleza, tal como se presenta ante sus ojos. En ese enfrentamiento se empieza por establecer una perspectiva. Una planta, un árbol, la montaña que se recorta en el horizonte, la casa o la choza en la que se vive, se ordenan en un diorama que va integrando el entorno como vivencia y donde se establece una geometría que no determina solamente la configuración de espacios y de formas en una dimensión matemática, sino que además le da un sentido, transformando el mundo en universo simbólico. Con palabras sencillas, Kenneth Clark inicia su obra El arte del paisaje recordando que:
Estamos rodeados de cosas que no hemos hecho y que tienen una vida y una estructura diferente de la nuestra: árboles, flores, hierbas, ríos, montes, nubes. Durante siglos nos han inspirado curiosidad y temor. Han sido objeto de deleite. Las hemos vuelto a crear en nuestra imaginación para reflejar nuestros estados de ánimo.
En la visión cosmogónica de un indígena consustanciado con su medio, en la del artista que se apropia estéticamente de su alrededor, en la del explorador admirado o sorprendido por la realidad que descubre o en la del colonizador que verifica la extensión de su dominio, hay siempre una representación del espacio que organiza la realidad en función de la perspectiva que la guía. Pero ese interés, al ser diverso según los puntos de vista asumidos, establece profundas diferencias entre las visiones de una misma realidad. Por lo pronto, la del artista buscando extraer del caos una visión sensible e inteligible, ya que “todo arte tiende a establecer sus límites en el espacio y a controlarlo de un modo u otro, por sus propios medios y estableciendo sus reglas en el contorno”. La naturaleza desnuda, no embellecida por el trabajo y el arte provocaba en el pasado cierto horror; asustaban los abismos y las cumbres que ahora se escalan con embelesamiento; los bosques estaban poblados de una temible aura que desacralizaron los paseantes románticos. El mismo Kenneth Clark sugiere que el hombre “ha ido humanizando el paisaje” y Michel Collot que el género descriptivo, género en su origen poético, ha hecho de la experiencia del hombre en la naturaleza su traducción representativa en paisaje.
La pintura como la literatura delimita y embellece el espacio que representa como naturaleza, a la que domestica para transformarla en paisaje, el topos amable de su contorno, lo que transforma en cultura en el sentido etimológico de la palabra: cultivo. Sin llegar a sostener que “donde no está el hombre, la naturaleza es estéril” -como propone William Blake en sus Proverbios del infierno- es evidente que la naturaleza ha tenido que ser manipulada literariamente de muy distintas formas hasta poder llegar a ser el paisaje y el asiento cultural con que se la asume. Por ello, la cordillera de los Alpes fue una presencia amenazadora en Europa, hasta que un poeta como Petrarca y un filósofo sentimental e ilustrado como Albert Von Haller describieron su hasta entonces inexpresada belleza.
Apropiación artística que lleva a Pedro Laín Entralgo a sostener que el paisaje castellano ha sido inventado por los escritores. Son Miguel de Unamuno, Antonio Machado y Azorín (ninguno de ellos, por otra parte, era castellano) quienes han forjado literariamente los tópicos del paisaje con que se identifica Castilla. El espacio imaginario resultante puede reflejarlo, trascenderlo o desmentirlo; en todo caso lo significa y enriquece.
Ello hace patente la topofilia que todo paisaje puede llegar a suscitar. Entendemos por topofilia “el modo como los seres humanos reaccionan a su entorno, la forma en que lo perciben y el valor que le otorgan”, donde se funden los conceptos de “sentimiento” y de “lugar” (Yi-Fu Tuan 2007:13). La palabra topofilia es un neologismo, útil en la medida en que puede definirse con amplitud para incluir los vínculos afectivos del ser humano con el entorno, lazos que difieren en intensidad, sutileza y modo de expresión. Aunque difuso como concepto, es vívido y concreto en cuanto experiencia individual, suerte de “visión del mundo” o cosmovisión no solo personal sino en buena parte social, ya que está estructurada como actitud y sistema simbólico de creencias colectivas y de una cultura y una visión estética compartida. Mundo mental de adhesión que media entre las personas y la realidad externa, entorno que se concentra como ninguno en el intenso sentimiento de topofilia, espacios compactos y reducidos -como puede ser una isla, un hogar, la aldea nativa o la ciudad en que se vive- llegan a encarnar.
La necesidad del límite
En ese habitar un espacio, en la construcción progresiva del campo de la existencia se aborda el problema de fijar direcciones y sentidos. Construir y habitar concretan el lugar, el topos; al describirlo lo trasciende en logos. Esta dimensión lingüística se traduce en la apertura conceptual a metáforas espaciales que impregnan el lenguaje cotidiano, hecho de expresiones como “sentido común”, “perspectivas de futuro”, “distancia interior”, “línea del partido”, “tener un horizonte en la vida”, “dirección clara”, “estar desorientado”, terminología de superficies que se abre a una rica polisemia. La experiencia del espacio se confunde con su representación concreta en las expresiones no siempre literarias como “descenso a los infiernos”, estar en “las alturas”, “clase alta”, “salarios bajos”, referencias espaciales que demuestra hasta que punto el lenguaje es una intuición a priori de la razón, como ya sospechaba Kant.
Gerard Genette habla de un “verdadero campo de nociones” , que se traduce en las técnicas y códigos del lenguaje de la perspectiva pictórica y escultórica, en los planos y el montaje cinematográfico, a los que podríamos añadir los “espacios virtuales” creados por la informática. En todo caso, el espacio no es nunca neutro. Inscripciones sociales asignan, identifican y clasifican todo asentamiento. Relaciones de poder y presiones sociales se ejercen sobre todo espacio configurado. El territorio se mide, divide y delimita para mejor controlarlo, a partir de nociones como horizonte, límite, frontera, confín y el espacio vital se abre a nuevas relaciones de dominio, de trasgresión y a formas de diferenciación espacial que pueden ser tanto naturales y espontáneas como artificiales o de dominación. Zonas fronterizas, recintos sagrados, territorios míticos, fronteras políticas, “fronteras vivas”, “procesos expansivos”, reductos inaccesibles o prohibidos, tierra prometida, prácticas fundacionales territoriales, surgen de este proceso de división y fragmentación del espacio y de la idea, tan difícilmente de erradicar del espíritu humano, de “la necesidad de la existencia de límites”.
En este contexto, cobran importancia las funciones de la orientación, esos referentes de profunda significación simbólica como son los “puntos cardinales” -Norte, Sur, Este y Oeste- y los de la situación axial de todo objeto en el espacio: la cruz marcando direcciones que todo observador puede desplegar a partir de su punto de vista y de su localización en el espacio.
Punto de vista que es inseparable de la noción de horizonte. Si quedaran dudas sobre la íntima relación de objeto y sujeto, de interior y exterior que todo espacio conlleva, la noción de horizonte la disiparía. En efecto, el horizonte se configura a partir de un sujeto y no tiene realidad objetiva. Aunque no puede ser localizado en ningún mapa, el horizonte acompaña toda percepción de un paisaje en esa mezcla de “dentro y fuera” que resulta del encuentro de una mirada con el mundo exterior, en el metafóricamente llamado “punto-yo”.
El espacio es uno y comprende los mundos del dentro y del fuera en ese intercambio en que se funda todo trazado de la línea del horizonte. Claro está que su función en la organización del campo de la percepción es ambigua, ya que el campo que delimita en el territorio interior en el que el paisaje se estructura como conjunto estable, varía fácilmente. El horizonte se aleja, cambia con el movimiento en el espacio, sea cual sea la dirección elegida. Si bien el horizonte es inasible, ayuda a configurar un espacio orientado, al dividir el mundo entre cielo y tierra, arriba y abajo, cercano y lejano. Es más, le da sentido, lo que significa, como bien ha señalado Michel Collot, que:
Todas estas direcciones dan un sentido no sólo al espacio, sino a la existencia misma y tienen un valor simbólico que no ha pasado desapercibido a los poetas: “profundidad del espacio, alegoría de la profundidad del tiempo”, escribía Baudelaire. La amplitud de la mirada corresponde a la amplitud de la vida. El horizonte está vinculado sobre todo a la dimensión del porvenir del proyecto y del deseo; el ser humano es un “ser de lejanías” y tiene necesidad de una lejanía que, como el horizonte, quede al mismo tiempo a la vista pero siempre alejado, para orientar y sostener el impulso de su existencia.
Espacio y creación literaria
El esfuerzo actual del espacialismo por relativizar y hacer cambiante el espacio de la física, ha existido, por el contrario, desde siempre en la creación literaria. La emergencia del espacio subjetivo se produce espontánea y -nos atreveríamos a decir- inevitablemente en el texto novelesco. Esta invención le confiere una realidad propia que el lector acepta sin dificultad, en la medida en que el espacio verbal del yo narrador es “un contexto para los movimientos en que la novela se resuelve”, construcción estilística hecha de reiteraciones, alusiones, paralelismos y contrastes que fundan el “lugar de la ocurrencia”, donde los personajes están y, por lo tanto, son.
El estar determina el ser, relación que la crítica ha traducido en general en los análisis sobre paisajes, ambientes, descripciones que forman parte del espacio novelesco, espacio que supone el lugar donde se desarrolla la intriga, verdadera red de relaciones suscitadas por el propio texto. Como ha precisado Jean Weisberger:
El espacio de la novela es en el fondo sólo un conjunto de relaciones entre lugares, el medio, el decorado de la acción y las personas que ésta presupone, es decir, el individuo que cuenta los acontecimientos y las gentes que participan en ellos.
Si no siempre un paisaje contemplado traduce un estado de ánimo, el espacio suele estar ligado a la psicología de los personajes y condiciona su carácter. “Le dehors est notre patrie” -resume el poeta libanés Salah Stetie, para añadir- “Poetas, somos un pueblo del exterior. El espacio en sus tres dimensiones es el más común de nuestros sueños. Amamos lo que se mueve en el espacio y lo que se mantiene inmóvil”.
El “exterior como patria” es evidente en las llamadas novelas de la tierra (Doña Bárbara y Canaima de Rómulo Gallegos) y en la creación de “territorios” míticos como Comala en la obra de Juan Rulfo, Santa María en la de Juan Carlos Onetti o Macondo en el universo de Gabriel García Márquez. Pero no todo exterior es “patria”. Puede ser también desarraigo y exilio en la proyección metafórica de la búsqueda del espacio a través del motivo narrativo del viaje.
La relación del arte con el espacio puede fundarse en el horror al vacío y en la eliminación de todo intersticio que preconiza el barroco, en el punto de vista del behaviorismo y de “la escuela de la mirada” del nouveau roman o en la significación del “espacio en blanco” de las expresiones artísticas contemporáneas, esa “nada, anterior a todo nacimiento”, de la que habla Kandinsky en la pintura y que Maurice Blanchot define para la literatura como “soledad esencial”.
Pero el espacio novelesco, el lugar, es, sobre todo, “otro sitio” complementario del sitio real desde el cual es evocado. La ficción, como precisa Michel Butor, “dépayse”. El espacio novelesco puede ser la construcción de un espacio auto justificado y cerrado, como las figuras de la biblioteca y el laberinto en la obra de Jorge Luis Borges o espacios de figuración simbólica, paralelos y engañosos, multiplicados al infinito para desorientar como El castillo de Kafka, espacio paradojal por excelencia.
El espacio puede estar confinado en una ciudad (Ulises de James Joyce, Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, La región más transparente de Carlos Fuentes), en la variedad de su catalogación alegórica (Las ciudades invisibles de Italo Calvino) o en la creación de “zonas” en 62, Modelo para armar de Cortázar y en las novelas de Juan José Saer. El espacio puede ser cerrado, la habitación de una pensión en El pozo de Juan Carlos Onetti o de un hotel en L'Enfer de Henri Barbusse. El espacio puede ser “comunicante” a través de las “galerías secretas” o la “continuidad de los parques” del citado Cortázar o causa de la disolución del personaje en el espacio selvático como propone La vorágine de José Eustasio Rivera. Finalmente, en la poesía pampeana de Jules Supervielle, se puede vivir “el vértigo horizontal” de la extensión.
El “espacio-refugio” de un cierto tipo de literatura, transformado en el “temible espacio-refugio donde algunos artistas y escritores actuales han construido sus laberintos” de que habla Gérard Genette, confirma la topología desconcertante de un mundo donde el espacio euclidiano ha sido neutralizado por las nociones del espacio-curvo, de las complejas relaciones entre espacio y tiempo y la presencia de la cuarta dimensión y, sobre todo, por la yuxtaposición espacio-temporal de los recursos de la narrativa contemporánea. Basta pensar en la superposición de espacios, en la irrupción de recuerdos, en ese “medio indeterminable, donde erran los lugares” del espacio prustiano analizado por Georges Poulet.
Todo espacio que se crea en el espacio del texto instaura una gravitación, precipita y cristaliza sentimientos, comportamientos, gestos y presencias que le otorgan su propia densidad en lo que es la continuidad exterior del espacio mental. En resumen, en lo que es la creación de un espacio estético. En estos casos, el escritor “gana espacio” -como decía Rainer María Rilke- al crear nuevos espacios. Donde termina un espacio real, empieza el espacio de la creación. Gracias a estos autores la dimensión ontológica del espacio integra la dimensión “topológica” como parte de una comunicación y tránsito natural del exterior al interior y viceversa.
Este espacio creado invita a los “topo-análisis” del “espacio feliz” que propone Gaston Bachelard en La poètique de l'espace y en La terre et les rêveries du repos, a los estudios críticos sobre el “espacio del texto” de Georges Poulet y de Maurice Blanchot y a los del “espacio genético y espacio plástico” de Francastel y de “la mirada en el espacio” de Jean Paris. Gracias a estos autores la dimensión ontológica del espacio integra la dimensión “topológica” como parte de una comunicación y tránsito natural del exterior al interior y viceversa.
Estos modos de organizar el mundo según circunstancias creativas que generalmente son tan dinámicas como envolventes, pero en todo caso subjetivas e interiorizadas, se traducen también en el espacio novelesco resultado de una tensión, de una escisión y de una disconformidad con lo real. Los impulsos de cambio y de creación de “otra realidad” se traducen en sueños, utopías generadoras de espacios alternativos o de simple evasión, pasajes sutiles de los planos reales a los fantásticos, esos planos que invitan al “juego de espacios” de Utopiques en la obra de Louis Marin y cuyos signos se reconocen sin dificultad en buena parte de la narrativa hispanoamericana contemporánea, cuyos autores no serían otra cosa que “buscadores de utopías”.
La toma de posesión del espacio americano
El espacio americano se apareció desde el primer momento a los ojos de Occidente como un lugar o conjunto de “lugares posibles” para el despliegue de un prodigioso imaginario geográfico. América, a partir de su descubrimiento, se convierte en “un nuevo vivero de imágenes”, utilizando la feliz imagen de José Lezama Lima: “Desde su incorporación a la historia occidental, el Nuevo Mundo entrelaza íntimamente el mito clásico y la nueva utopía”. En América, en los primeros años de la conquista -recuerda Lezama- “la imaginación no fue "la loca de la casa" sino un principio de agrupamiento, de reconocimiento y legítima diferenciación”. En la medida que se desconocía su articulación interna, el vacío primordial del espacio inédito ofrecía una predisposición cosmológica a la creación demiúrgica. Su propia indeterminación era una invitación a conquistarlo y a “bautizarlo” con palabras nuevas, apasionantes grafías con las que se construyeron progresivamente los paisajes arquetípicos con que ahora se lo caracteriza. Gracias al proceso que va del topos al logos se fueron haciendo inteligibles los conceptos y las nociones que permitieron la puesta del Nuevo mundo en perspectiva y la fundación de una auténtica geopoética latinoamericana. No otra cosa proponemos desde estas palabras iniciales a vuestras deliberaciones.
OBRAS CITADAS
Henri Maldiney, “Topos–Logos–Aisthèsis”, Le sens du lieu, Bruxelles, Ousia, 1996, p.17.
Toda una escuela de geógrafos del que fuera pionero Eliseo Reclus y su obra fundacional El hombre y la tierra (1869) se inscribe en esta dirección. Un ejemplo contemporáneo es el de Yves Lacoste, fundador en 1976 de la revista Herodote, subtitulada “revue de géographie et de géopolitique”, y del movimiento de geógrafos que ha rehabilitado la geopolítica en tanto que conocimiento estratégico.
Entre otros, A.Buttimer, “Home, reach and the sense of place”, The Human Experience of Space and Place, Nueva York; Seamon D., Senses of place, Londres, Silverbrook, (1985) y J.Eyles, Geography of everyday life.
Aristóteles, Física, Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina, Colección Austral, 1949, p.67.
Edward Hall, La dimension cachée, Paris, Seuil, 1971.
Georges Matoré, L'Espace humain, Paris, La Colombe, 1962.
Gaston Bachelard. La poética del espacio, México, FCE, 1965, p.17.
Entendemos el “espacio mental” en el sentido explorado por Gilbert Durand en Les Structures Anthropologiques de l'Imaginaire, Paris, Dunod, 1969.
Arturo Ardao, Espacio e inteligencia, Caracas, Editorial de la Universidad Simón Bolívar, s/f
Henri Michaux, Oeuvres completes I, Paris, Pléiade 1998. Michaux contrapone la noción de movimiento y de exploración hacia tierras y culturas lejanas (Ecuador, Un bárbaro en Asia) a la circulación en los espacios imaginarios (Ailleus, La nuit remue...) y a las experiencias alucinógenas (L'Infini turbulent, Les Grandes épreuves de l'esprit...).
Arturo Ardao, Espacio e inteligencia, o.c. p.51
Friedrich Bollnow, Hombre y espacio, Editorial Labor, Barcelona, 1969, p.113.
Culturas, “La plaza pública: un espacio para la cultura”, Vol,V; 4, Paris, UNESCO,1978.
Claude Lévi-Strauss, Le regard éloigné, Paris, Plon, 1983. La misma idea aparece en Race et histoire, París, UNESC0, 1952; y en Anthropologie structurale. Paris, PLON, 1958.
Kenneth Clark, El arte del paisaje, Barcelona, Seix Barral, 1971, p.13
Le Corbusier, “New world of space”, Horizon, 106, London, Octubre.1948.
Michel Collot, Paysage et poésie du romantisme à nos jours, Paris, José Corti, 2005.
William Blake, Poemas proféticos y prosas; Barcelona, Barral Editores, l971, p.102.
Pedro Laín Entralgo, “Un paisaje y sus inventores”; Arbor, Madrid, 1967.
Gerard Genette, Figures I, Seuil, París, 1966; p.106.
Michel Collot, “Horizon et poésie”, Poésie-Espace; Bruxelles, Maison Internationale de la Poésie, 1990; p.133.
Ricardo Gullón, Espacio y novela, o.c., p.2
Jean Weisberger, L'espace romanesque, Editions L'age d'homme, Lausanne, 1978; p.14.
Salah Stetie, “Ariane, notre soeur”, Poésie-Espace”, o.c. p.30
Michel Butor, “El espacio de la novela”, Sobre literatura II, Barcelona, Seix-Barral, 1967, p.54
Gerard Genette, Figures I, o.c. p.102.
Georges Poulet, L’Espace proustien, Paris, Gallimard, 1963
En Fernando Aínsa, Los buscadores de la utopía, Caracas, Monte Ávila, 1977, hemos desarrollado esta tesis.
José Lezama Lima, La expresión americana, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
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