CASI UNA década fui habitante de villas o ciudades fronterizas, en un punto al norte de mi patria (o matria) de nacencia. Dos poblaciones pegadas, como avanzadas que fueron en el siglo XIX. La de Brasil -nación que no olvida su pasado imperial- establecida con antelación, la de Uruguay fundada como respuesta geopolítica en cuanto contención de posibles expansiones. Mundo complejo, bi o trilingüe (español, portugués, portuñol), mentes cruzadas por la lentitud histórica, imaginario social saturado de creencias antidialécticas y sincretismos religiosos codiciados por los antropólogos. Ir y venir sin pausa a través de una frontera vulnerable, lindes que sugerían más las misturas que las separaciones, solo calles, avenidas y plazas. Se decía que si alguien, dispuesto a beber una taza de café, carecía de azúcar, cruzaba la calle y la compraba en la tienda de enfrente, o sea, en otro país. Al regresar y volcar dos cucharaditas de dulzor en su taza, el café aún estaba caliente.
Gustaba yo de dar paseatas los fines de semana por los alrededores de ambas ciudades, eran recorridos cuyo ritmo lo marcaba el ánimo del caminante combinado con los momentos del clima. En otoño e invierno, el inicio de la tarde; en primavera y verano, a partir del primer atardecer, hasta que ya no se distingue un hilo blanco de un hilo negro, según un dicho árabe.
De a poco, semana tras semana, llegué a trazar un defectuoso círculo mental que finalmente confronté con un mapa de la zona, realizado sobre la base de fotografías aéreas, destinadas a medir con más precisión la superficie de las haciendas y hasta para evaluar la cifra de cabezas de ganado, ya fuera lanar u ovino. Se apreciaba en ellas cómo un hacendado tenía campo en ambos costados de la frontera; eso facilitaba, of course, el contrabando en dos direcciones, según los precios del mercado ganadero.
El círculo imaginado se apoyaba en ciertos puntos reales que no había yo pisado, había un desfasaje, y entonces decidí remediar tales diferencias. Marqué los sitios en el mapa, impreso a color en papel ilustración, y al domingo siguiente, mientras las campanadas o “voces de bronce” invitaban a misa, salí sin apuro pero sí con algo de impaciencia, respirando un aire tempranero.
Arribé a un lugar denominado ‘Porto dos mortos’ (curioso nombre de “o” repetida cinco veces y rima con eco), nomenclator justificado por la leyenda popular: en una fecha imprecisa varios militantes sociales, campesinos que exigían la entrega por el gobierno de tierras ociosas, habían sido masacrados por la soldadesca vestida de paisano (se dijo que fueron mílites de los dos países). Solo se rescataron cinco cuerpos en medio de un denso plantío de eucaliptos, unos diez o doce hombres desaparecieron hasta hoy.
Hubo testigos que declararon, y esto es bastante reciente, que a los asesinados los metieron en un camión de transporte y así se los llevaron. Los que aparecieron entre la arboleda, muy heridos de bala y machete, se habían ocultado ahí, pero fallecieron desangrados.
“Si se salían del monte, los mataban… Los soldados hablaban en portuñol, yo no hablo eso, pero entiendo. Soy castellano, no más. Se les habían escapado, no pudieron encontrarlos…” manifestó un testigo.
“Los enterramos entre la gente de la barriada, no hubo tiempo de bendecir las cruces, después las quitamos, mucha tierra y pasto pa’ tapar las fosas… en verdá, una sola. Regamos todo bien mojado, hasta las mujeres plantaron unos malvones, esos se dan en cualquier sitio” soltó otro, para terminar diciendo “por tal asunto es que a este jodido montón de ranchos le pusimos ‘Porto dos mortos’... como que le queda bien, ¿no acredita usté?”
Alguien me había contado estos relatos testimoniales, y al entrar en aquella zona, al pasar por un costado de un pequeño jardín establecido casi en el cruce de dos estradas polvosas, pregunté a una señora que estaba echando agua a las plantas de malvón:
-Disculpe, ¿y este jardín, por qué está poco menos que en medio de la calle?
-¿No sabía, señor? Aquí enterramos a los cinco muertitos, gente de trabajo y de lucha… -voluntad de hablar ella tenía.
-¿Y cuándo fue eso, doña…?
-Muchos tiempales atrás, nadie se acuerda, pero ellos están aquí.
-¿Y las familias? ¿Qué pasó con las familias?
-Eran muchos hijos chicos entre todos, ni se sabe cuántos… las mujeres se marcharon con ellos, porque los milicos dijeron que iban a volver a matarlos a todos… Alguien escuchó eso, así nos enteramos. Se aguantaron una semana o un poco más, comiendo hasta cáscara de plátano y de papa, los gurís masticaban barro con pasto… Ayudamos, sí, pero eran demasiados y uno también come, ¿no es cierto? Fueron saliendo, se iban ya entrada la noche…
-¿Y nadie regresó?
-Nadie, nada más yo mesma, por eso le estoy contando esta jodida historia. Pero, ¿sabe usté?, yo le cuento pero no recuerdo nada: siempre lo vivo, todos los días, ¿para qué acordarse, entonces? ¿No basta con vivir?
No hay comentarios:
Publicar un comentario