sábado

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (2)


II (1)

Empecé a saberlo, desaprensivo, irónico, sin sospechar que estaba enterándome, cuando el habilitado de Miramonte vino a sentarse en mi mesa en el Universal, un sábado poco antes del mediodía; pidió permiso y me habló del hígado de su suegra. Exageraba, mentía un poco, andaba bus­cando alarmas. No le hice el gusto. Tiene largos los bigotes y los puños de la camisa, mueve las manos frente a la boca como apartando moscas con languidez. Sugerí, por antipatía, la extracción de la vesícula, me dejé invitar y, a través de la ventana enjabonada, miré con entusiasmo el verano en la plaza, intuí una dicha más allá de las nubes secas en los vidrios. Después mencionó al chivo -fue esa la primera noticia que tuve y podría no haberla oído- mientras yo fumaba y él no, porque es avaro y remero y supone un futuro para el cual cuidarse. Yo fumaba, repito, desviando la cara para hacerle entender que debía irse, mirando el torbellino blanco que habían dejado en el vidrio de la ventana el jabón y el estropajo, convenciéndome de que el verano estaba de vuelta. Fue entonces que dijo:

-...este chico de los Malabia, el menor.

-El único. El único que les queda -comenté de costado, maligno y cortés.

-Perdone, es la costumbre; eran dos. Una gran persona, Federico.

-Sí -dije, volviéndome para mirarle los ojos y causarle algún dolor-. Lo enterró Grimm. Un servicio perfecto. (Pero él, Caseros, el habilitado de Miramonte, confiaba en que más tarde en el mediodía yo iba a decir sarcoma hablando de su suegra. No quería irse; hizo bien, según supe después.)

-El señor Grimm es un decano en su profesión -elogió; mordió una aceituna, miró el carozo en el hueco de una mano.

Y aquel verano se me mostraba, atenuado por la confusión de la nube blancuzca en el vidrio de la ventana, encima de la plaza, en la plaza misma, en el río calmo a cuatro o cinco cuadras. Era el verano, hinchándose perezoso a treinta metros, cargado de aire lento, de nada, del olor de los jazmines que acarrearían de las quintas, de la ternura del perfume de una piel ajena calentándose en su sol.

-El verano -dije, más o menos directamente, a él o a la mesa.

-Vino el chico Malabia, como le decía, y me hablaba tragándose las palabras. Entendí que era un duelo. Pero no tenía, que supiera, un solo fa­miliar enfermo, aunque, claro, podía ser un ataque o accidente o en forma inesperada, y me pide, cuando nos entendemos, el sepelio más barato que le pueda conseguir. Lo veo nervioso y pálido, con las manos en los bolsillos, apoyado en el mostra­dor. Le hablo de esta mañana, en cuanto abrí, porque el señor Miramonte me confía las llaves y hay días que ni viene. Un sepelio. Le pregunto, extrañado y con miedo, si se trata de un familiar. Pero mueve la cabeza y dice que no, que es una mujer que murió en uno de los ranchos de la costa. Por discreción no quise preguntar mucho más. Le doy un precio y se queda callado, como pensando. Pero, me dije en seguida, si no paga él está el padre. El muchacho es, usted lo conoce, bastante orgulloso, serio. No como el otro, el mayor, Federico, de que hablábamos. Sin embargo, le dije que no se preocu­para por el pago. Pero él que no, con las manos en los bolsillos, muerto de sueño sin querer mirarme, preguntando por el precio al contado del entierro más barato. Sacó un dinero del bolsillo y lo puso, contándolo, arriba del mostrador. Alcanzaba, sin ga­nancia, para el ataúd y el fúnebre; nada más. Le dije que sí y me dio la dirección, en el rancherío de la costa, para hoy a las cuatro. Tenía un certificado de defunción, correcto, de ese médico nue­vo que está en el policlínico.
-El hospital -dije.

-El doctor Ríos -insistió con entusiasmo-. Así que a las cuatro le mando el coche. Por la edad podría ser casi la madre, le lleva como quince años. No entiendo. Si fuera una amiga de la familia, una conocida, una sirvienta, hubiera venido el padre; o él mismo, pero no a regatear, no a insistir en pagar al contado, no a enterrar a la mujer esa casi como un perro. Rita García creo, o González, soltera, un infarto, 35 años, los pulmones rotos. ¿Usted comprende?

No comprendía nada. No le hablé de cáncer sino de esperanzas, lo dejé pagar.

-¿Y en qué lado del rancherío?

-Cerca de la fábrica. Trató de explicarme. Claro que el cochero va y pregunta y en seguida le dicen. Conoce, además.

-¿En el cementerio grande?

-¿Dónde creía? ¿En la colonia? Fosa común dentro de un mes. Pero siempre se guardan las apariencias -me tranquilizó. Y fue entonces que dijo-: Además hay un chivo. Tenía, criaba la mujer. Un chivo viejo. Lo averigüé después que el chico de Malabia vino a contratar.

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