sábado

GASTON BACHELARD - LAUTRÉAMONT (56)


VI. EL COMPLEJO DE LAUTRÉAMONT

II (2)

Toda esta biología artificial trata de sostenerse por medio de algunas observaciones científicas rudimentarias; pero ese esfuerzo de racionalización, que es una pretensión ya evidente al principio de la obra, se malogra. El mismo Wells lo siente; su espíritu positivo de repente se ve tocado por la nostalgia del misterio. Para tratar de volver plausible su obra, para borrar su aspecto simplista, su trazo de sombría mascarada. Wells, al final de la novela, nos presenta al narrador entre la razón y la locura, entre la realidad y los sueños. Así, en las últimas páginas, la obra adquiere tal vez cierto interés para un psicólogo, puesto que se penetra en el verdadero núcleo formador del relato.

En nuestra opinión, ese núcleo formador es un complejo de Lautréamont, complejo sin vigor, desarrollado sin fidelidad, sin sinceridad, que por consiguiente no ha podido dar una obra poderosa, pero que de cualquier manera ha sostenido al escritor a lo largo de una obra falsa y aburrida.

¿Cuál es aquí la marca ducassiana? No es tan enérgica como podría serlo; no designa una fuerza activa, una tentación irresistible; sólo es una solicitación puramente visual. Se trata de la extraña costumbre de ver a un animal particular en un rostro humano. Esa fue la idea directriz de la fisiognomía de Lavater, que tuvo un éxito muy significativo a fines del siglo XVIII y durante la primera mitad del siglo XIX. Esta costumbre es una especie de simpatía hacia la fuerza de la expresión, hacia la necesidad de expresar. Se aferra a un indicio. Estabiliza una actitud pasajera. Nombra con la prontitud de un Creador. Pone, para siempre, nombres de animales a un hombre, a una familia. De una licantropía, hace un estado civil. Los señores Lobo, Liebre, Gato, Gallo, Urraca, Borrego, Ciervo, Corzo, Toro, son nombres de un rostro de antaño. Por el contrario, cuando un escritor da el nombre de un animal a un personaje, inconscientemente le da el rostro correspondiente. Vigny, en Stello, (p. 104), al hablar de un artillero, dice con toda naturalidad “la larga cabeza de mi apacible tejón”.

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