CANTO SEGUNDO
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¿Hasta cuándo mantendrás el culto carcomido de ese dios, insensible a tus plegarias y a la ofrendas generosas que le presentas en holocausto expiatorio? Ya lo ves, el horrible manitú no te agradece las grandes copas de sangre y de eso que tú distribuyes en sus altares, piadosamente adornados con guirnaldas de flores. No te agradece… pues los terremotos y las tempestades continúan haciendo estragos desde el comienzo de las cosas. Y sin embargo -hecho digno de ser observado- mientras más indiferente se muestras, más le admiras. Se ve que tú sospechas la existencia de cualidades que él conserva ocultas; y tu razonamiento se apoya en la siguiente consideración: que sólo una divinidad de poder superior puede mostrar tanto menosprecio hacia los fieles que obedecen a su religión. Por eso, en cada país existen dioses distintos: aquí el cocodrilo, allá la mercenaria del amor; pero cuando se trata del piojo, al conjuro de ese nombre sagrado, todos los pueblos sin excepción inclinan las cadenas de su esclavitud, arrodillándose juntos en el atrio augusto ante el pedestal del ídolo informe y sanguinario. El pueblo que no obedeciera a sus propios instintos rastreros y diera señales de rebelión, desaparecería tarde o temprano de la tierra, como hoja de otoño, aniquilado por la venganza del dios inexorable.
¡Oh piojo de pupila contraída!, en tanto que los ríos derramen el declive de sus aguas en los abismos del mar, en tanto que los astros persistan en la trayectoria de sus órbitas, en tanto que el mundo vacío no tenga límites, en tanto que la humanidad derrame sus propios flancos en guerras funestas, en tanto que la justicia divina arroje sus rayos vengadores sobre este globo egoísta, en tanto que el hombre desconozca a su creador y se burle de él -no sin razón- agregando una pizca de desprecio, tu reino estará asegurado sobre el universo, y tu dinastía extenderá sus eslabones de siglo en siglo. Yo te saludo, sol naciente, libertador celestial, a ti, enemigo recóndito del hombre; continúa aconsejando a la inmundicia que se una con él en impuros abrazos, y que le prometa con juramentos no escritos en el polvo, que seguirá siendo su fiel amante por toda la eternidad. Besa de vez en cuando el vestido de esa gran impúdica, como gratitud por los servicios importantes que nunca deja de prestarte. Si ella no sedujera al hombre con sus pechos lascivos, probablemente no existirías, tú, producto de ese acoplamiento justo y consecuente. ¡Oh hijo de la inmundicia!, di a tu madre que si abandona el lecho del hombre para encaminarse por rutas solitarias, sola y sin protección, llegará a ver su existencia comprometida. Que sus entrañas, que te llevaron nueve meses entre sus perfumadas paredes, se conmuevan un instante con los peligros que de resultas correría su tierno fruto tan gentil y tranquilo, pero en adelante helado y feroz. Inmundicia, reina de los imperios, cuida, en presencia de mi odio, el espectáculo del crecimiento insensible de los músculos de tu prole hambrienta. Para lograr ese propósito, sabes que no tienes más que ceñirte estrechamente al costado del hombre. Tú puedes hacerlo sin que el pudor se resienta, porque ambos estáis desposados desde hace mucho tiempo.
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