viernes

ZARPES DESDE CATALUNYA / LUIS SILVA SCHULTZE /



LOS DOMINGOS DE JUAN SEBASTIÁN ELCANO (1)
                               
LA POLINESIA FRANCESA Y NUEVA ORLEANS

I

Las aguas de las islas de la Polinesia Francesa, con sus veintisiete tonalidades de azul, están muy bien diferenciadas de las oscuras aguas del mar abierto del Océano Pacífico, gracias a las formaciones de corales que las rodean en forma de anillos. Cuidado: no confundir formaciones de corales con formación coral que es un coro. Las formaciones de corales o arrecifes de coral, explicado a bote pronto y sin que me lean en el Ipa, son como muros levantados abajo del agua, no con cemento sino con el carbonato de calcio que expulsan los corales. Mary estaba tan entusiasmada con el arrecife de Bora Bora que me dejó por él. El entusiasmo de ella es comprensible por ver cómo la naturaleza hace de ingeniera: el arrecife crea un ecosistema en aquellas aguas transparentes y poco profundas, que podríamos llamar una selva de mar por cómo se reproducen y crían muchas especies para regocijo de turistas y pescadores, pero además, el arrecife protege la costa de la erosión y de la sedimentación. ¿Qué sería de la economía de la Polinesia Francesa, uno de los centros turísticos más caros del mundo, sin ese muro natural que existe en algunas islas y que el hombre no puede recrear? A ese santuario, fiesta de vida y color, llegan delfines, cachalotes, rayas, ballenas, tiburones y millones de peces (como la zoología no es lo mío, sabía que existían peces de todos los colores, pero para mí fue una sorpresa que la mayoría de ellos reúnan gran cantidad de colores en diferentes formas asimétricas e irregulares, y entonces, viéndolos en su conjunto, parecen una murga cantando abajo del agua).

La Polinesia Francesa es una Colectividad de Ultramar de Francia. Su territorio, que cuenta con tanta autonomía que prácticamente se le considera a nivel internacional como un país, y que además cuenta con el franco polinesio como moneda propia, tiene sólo 4167 kilómetros cuadrados de superficie, correspondientes a sus casi mil islas, esparcidas en 2.500.000 kilómetros cuadrados de Océano Pacífico. Confeccionar un mapa de estas características, con tierras tan dispersas en semejante volumen de agua, fue una tarea muy difícil pero hermosa para los cartógrafos del siglo dieciocho. Y si no lean a la escritora alemana Judith Schalansky: “Los cartógrafos deberían reivindicar su oficio como un verdadero arte poético y los atlas como un género literario de belleza máxima; en definitiva, su arte es digno merecedor de la primera denominación que recibieron los mapas: Theatrun orbis terrarum (Teatro del mundo)”.

Las islas polinésicas (cuidado que no todas las islas son paradisíacas) fueron fuente de inspiración para muchos novelistas, como el escocés Robert Stevenson, que aunque solo llegó a vivir 44 años ("desde los treinta años no he tenido un solo día efectivo de salud pero ni un solo día dejé de escribir"), llegó a crear fantásticas novelas, poesías y cuentos sobre Los Mares del Sur. Las islas también cautivaron a numerosos pintores, como el gran Paul Gauguin, que llegó a Tahiti escapando del mercantilismo artístico de Paris, y que allí, en esa naturaleza exuberante y salvaje por la que volaba el amor libre, pintó sus mejores telas retratando sobre todo a la mujer maorí. Y hasta el mismo Marlon Brando, deslumbrado por aquellos lugares, se compró una isla después de rodar "Rebelión a bordo".

Llegamos a Papeete, capital de la isla de Tahití, a su vez capital de la Polinesia Francesa, a las 12 y 30 de la noche,  lo que hubiera sido para nosotros el inicio del sábado 21 de noviembre, pero como un rato antes el avión había cruzado el meridiano de cambio de día, volvimos a vivir en el viernes 20. Pero no hay dos días iguales en la vida aunque tengan la misma fecha: mientras que en Nueva Zelanda, habíamos despertado en un confortable hotel, en Tahiti lo hicimos en los asientos del aeropuerto, debido a que el barco que nos llevaría a la isla de Moorea, nuestro primer paseo, salía a las siete de la mañana, y no valía la pena trasladarse hasta un hotel en el centro de la ciudad a cinco kilómetros. Por cierto, nos despertamos a las cuatro de la mañana con el abrir de tiendas y el llegar ya de mucha gente, porque esa es la hora en la que comienza la actividad diaria, antes de la salida del sol.

La isla de Moorea, a 17 klms., enfrente mismo de Papeete, nos encantó. Alquilamos una moto para conocerla mejor y subimos al pico de un volcán inactivo, llamado Belvedere en homenaje a que Liverpool salió campeón de la B el año pasado. Desde allí la vista es extraordinaria porque se divisan hacia el poniente las dos grandes bahías que posee la isla, una al lado mismo de la otra, y que se formaron durante la última erupción del volcán. En una de esas bahías estaba nuestro hotel, que tenía un comedor sobre la misma costa que se prolongaba adentrándose en las aguas, en una especie de muelle techado y sin paredes, donde cenar con música maorí en vivo era también como navegar entre peces y aves,  tanto es así que en una oportunidad vi a dos pájaros enormes comerse las frutas de Mary que se había levantado unos momentos, y por culpa de los típicos cortocircuitos que me incendian la memoria me acordé de mi abuela, que le ponía más vino tinto  que jugo de naranja a sus ensaladas de frutas, y aunque no le ofrecí vino a los pájaros, tampoco se me ocurrió expulsarlos, y ellos al final levantaron vuelo, símbolo de la libertad, por lo que todo constituyó una escena de elevados tintes ecológicos.

Al otro día, siempre en Moorea, hicimos una excursión preciosa. Fuimos cuatro parejas en una embarcación hacia una zona bellísima que los organizadores tienen reservada como vivero de peces y rayas. Nos sumergimos cinco metros con unas escafandras alimentadas con bombonas de oxígeno ubicadas en el barquito. Caminás por allá abajo como si lo hicieras por la luna, entre rayas que podés acariciar y peces que no se dejan. Tenemos fotos submarinas y un video.

Cuando volvimos a Papeete teníamos varias horas libres y empezamos a caminar al lado del agua hasta que vimos un parque cerrado con mucha gente y decidimos entrar. Era una especie de feria del libro, con editoriales exponiendo y  autores que presentaban sus novedades tomando una copa con sus allegados. Un ambiente precioso, como siempre, el que brindan los libros. Se respiraba un aire intelectual francés y el aire autóctono intelectual maorí. En el centro del parque y por lo tanto en el centro de todas las actividades de la feria, había un árbol imponente, omnipresente, imperial, que tenía ya desde la raíz una anchura de diez metros y una altura enorme. Era evidente que ese árbol estaba allí desde hacía siglos y era un símbolo viviente del pasado maorí. ¿Se habrá sentado a mirarlo Gauguin y habrá tenido luego el impulso de pintarlo?  Cuando terminó la hora de los libros, ya de noche, comenzó la del teatro. Sobre el círculo de arena que rodeaba al árbol, hombres y mujeres, hablado más en maorí que en  francés,  se sucedieron en monólogos, diálogos, algún canto, y aunque nosotros no entendíamos casi nada, era evidente que se estaban refiriendo al pasado ancestral del pueblo maorí y a la naturaleza que siempre es parte de su familia. Todo era emocionalmente solemne. Y también hizo su aparición la danza, con un cuerpo de baile mixto de unos veinte jóvenes con  unos cuerpos esculturales, seguramente profesionales. Y nos conmovió cuando el viejo árbol, del que les hablaba antes, pasó a ser el centro de la obra ya que los actores y bailarines giraron hacia él, y comenzaron a hablarle y  acariciarlo, como cuando se le rinde pleitesía a un dios, o más terrenal, cuando abrazamos a un abuelo muy querido. Para nosotros fue fantástico presenciar todo aquello porque para eso viajás a conocer cómo es el mundo de otra gente, cómo se ganan la vida, cómo llenan su vida con su música, canto, baile, cerámica, simpatía y sonrisas. Su cultura, entonces. No solo de paisajes bonitos viven los viajes. Los viajes organizados  por agencias solo te ofrecen comodidad y paisajes bonitos, pero jamás te van a llevar a una fiesta popular si no tienen una comisión (la nuestra fue gratis), y menos a tener contacto con la gente del país que visitás. Para nosotros, que siempre viajamos por nuestra cuenta, muchas veces ocurre que como los países que visitás son tan distintos al tuyo, en varias ocasiones pasás por momentos de desconcierto y hasta  angustia cuando lo que te encontrás es muy distinto a lo que habías imaginado cuando preparaste el viaje en tu casa. Nadie te espera en los aeropuertos, nadie te ayuda con las valijas, no conoces las calles y los idiomas, y algunas costumbres son muy diferentes a las tuyas. Y entonces, cuando surgen estas inesperadas manifestaciones populares, o cuando podés conversar unas horas con alguien interesantísimo que vive en un mundo tan distinto al tuyo (situaciones que se dan más de una vez en cualquier viaje no organizado) te llega la recompensa a aquellos momentos difíciles, y sentís la profunda alegría que brinda el caminar por el mundo.

Y al otro día, bien tempranito, volamos a Bora Bora. Su aeropuerto, como el de Papeete, está sobre un atolón, es decir, los restos de lo que fue una isla cuyo volcán se ha hundido y  de la que solo queda el anillo de arrecifes de coral regenerado, una gran roca en definitiva. Como en Bora Bora el atolón está alejado de la isla,  el pasaje aéreo incluye también el barco que te lleva hasta la costa misma de la isla en una bienvenida preciosa que te da la naturaleza del lugar. En otros atolones (hay 85) están algunos de los  grandes hoteles de lujo, con el suelo todo de cristal para gozar del mundo submarino.

Nuestro hotel estaba repartido en cabañas y la nuestra estaba al lado mismo de la playa con una gran vista. En los casi cuatro días que pasamos en Bora Bora, hicimos dos excursiones marítimas y una en bicicleta con mucho sol y calor. El tiempo restante lo pasamos caminando  por la playa, nada más ni nada menos. En una de las excursiones estuvimos nadando muy cerca de un arrecife de corales donde los tiburones pasaban al lado nuestro rapidísimos (no sé explicarles por qué). Mary, más adaptada que yo a las gafas subacuáticas y a las patas de rana (utensilios de los que yo no tenía experiencia porque no se usaban ni en la playa Malvín ni en la fuente de la Plaza de los Olímpicos), se pasó dándoles de comer abajo del agua a los peces pan mojado y sin mermelada, y a las rayas, pan mojado y sin manteca. Fantástico fue cuando dos maoríes, responsables de una excursión, nos llevaron a una isla deshabitada, donde en muy poco rato prepararon al fuego comidas típicas del lugar. Pero lo interesante fue cómo los comensales debían servirse las distintas especialidades preparadas que estaban en la mesa. El maorí es un pueblo de grandes tejedores, y los dos que estaban con nosotros nos tejieron en muy pocos minutos dos libros de seis páginas con varias hojas de árbol, muy grandes y bastantes consistentes. Luego se iba poniendo sobre cada hoja la comida que se iba eligiendo, reservando la hoja de más abajo para el postre.

En fin, en la Polinesia nos dimos un baño que nos sacó varios años que teníamos sobre los hombros y nos dejó muy livianos, jóvenes otra vez.


II 

Si hay una palabra con la que podríamos identificar a Nueva Orleans, ella sería música. Pero antes un rápido vistazo social. La ciudad aún hoy siente las terribles inundaciones del huracán Katrina del 2005, cuando su población se redujo a 190.000 personas, casi la mitad de lo que tenía antes. Lo terrible, recordemos, no fue solo el avance de las aguas por la ruptura de un dique, sino la vergonzante  “ayuda“  del gobierno de Bush  le dio a los  damnificados, la gran mayoría pobres, en los días siguientes y en los que murieron miles y miles que se podían haber salvados si el auxilio hubiese llegado a tiempo. Actualmente, con una desigualdad impresionante, una gran parte de la población negra y algunos blancos viven muy mal en la periferia de la ciudad.

El centro de Nueva Orleans corresponde al llamado Barrio Francés, al borde del río, con sus hermosas casas muy bien conservadas del período en el que Nueva Orleans fue colonia española y francesa, y un poco más allá otro barrio  moderno de altos edificios llenos de hoteles y negocios. Toda esta zona no sufrió los devastadores daños del huracán.

Y para afrontar la vida, que para muchos es muy dura, se necesita la música. Hay calles enteras donde los boliches con música en vivo están uno al lado del otro. Pero cuidado, no esperan la noche, todo el día suena el jazz, los blues, las fusiones, todo el día reina la música. Ver a los músicos tocar con un nivel altísimo porque así lo exige la historia del lugar, era otra vez ver una película de los años veinte. Y también cuando en una esquina, gracias a esa maravilla de la naturaleza que son los genes, un trío de chicos negros de ocho o nueve años bailan jazz solo con los sonidos provocados por las chapitas de los talones de sus zapatos contra la calle, el malambo del jazz. Una mañana vimos venir de frente a un negro de unos veinticinco años caminando solo, despreocupadamente, tocando la trompeta con una mano y con la otra en el bolsillo, sin pedir dinero, lo que me hizo imaginar que su única compañera, y la que le daba sentido a su vida era la música y nada más (y el nada más me dio tristeza). Una noche fuimos a un local que fue la cuna del jazz de la ciudad y pagamos una entrada cara para ver una fabulosa orquesta de siete músicos, cada uno seguramente el mejor de la ciudad y los alrededores en su especialidad, una especie de seleccionado local. Estuvimos en la fila más de una hora para entrar, pero valió más que la pena. Curiosamente, para no tocar la historia, el local, que es muy chico, no se reforma nunca y hasta puede resultar incómodo para los espectadores, al grado de que había muchos sentados en el piso. Pero no es nada incómodo para los oídos, porque a ellos les gusta la buena música.

Hermosa la noche que navegamos en un barco del siglo diecinueve por el Mississippi,  donde las notas de jazz de la orquesta, cruzaban primero las nubes de vapor de las máquinas y luego el aroma del vino de nuestra cena romántica, para llegar finalmente a nuestros corazones. 

Interesante ver las casas de la época de las plantaciones, casas como la que aparece en “Lo que el viento se llevó” y tantas otras. En una mansión que pudimos visitar, bastante alejada de Nueva Orleans, se conservaba todo el mobiliario de aquellos tiempos, incluida una mesa de comer muy baja dado que la gente en esa época era de menor estatura, y en el techo había una especie de ventilador para ahuyentar las moscas que manejaba manualmente un esclavo desde un rincón. Lo mejor estaba en los extensos jardines con unos árboles de vieja fantasía y lo peor al fondo con las habitaciones para los esclavos.

Y los dejo descansar. Me hubiera gustado más contarlo con mapas, fotos, videos, preguntas y comentarios, pizarrón y tizas, una clase de geografía, pero el liceo de la rambla hace tiempo que cerró y ya no abrirá más.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+