miércoles

PORCA MISERIA (7) - SAÚL IBARGOYEN


LAS VACACIONES en lares de tía Mamema, en una villa que no alcanzaba a ser ciudad y era un lugar de paso, de parsimonioso crecimiento, sobre la orilla oriente del río como mar y frente a la expandida urbe, capital del país al otro lado de las aguas; las vacaciones, decía, resultaban muy distintas de las vividas en chez Zoreida.           

Solo estábamos un par de meses con mi tía y su rutinario marido, a más de su hija, pues el hijo estaba estudiando economía en un instituto capitalino, habitantes de una residencia de seis recámaras, las dos de adelante, que correspondías a la oficinas del telégrafo, sobre el zaguán de entrada, y las otras cuatro ajustadas a las medidas de un patio techado por un tremendo parral productor de uvas oscuras y pesadamente dulces. 

Mi tío era el director o jefe del telégrafo local, a más de él, había un ayudante de movimientos negligentes y un mensajero, de no más de doce años, que repartía los telegramas esforzándose sobre una crujidora bicicleta. En los veranos, la oficina no estaba muy activa, así que el jefe, el ayudante y el mensajero se ponían de acuerdo para poder cumplir con el ritual de la siesta, mi tío ocupaba dos horas en roncar y sus subordinados menos de una. La jerarquía es la jerarquía. Esto indicaba un ámbito de equilibrio, de quietud sin muchas novedades en el poblado. Mi prima, que iba a la secundaria, se hallaba de vacaciones, por lo que se dedicaba a realizar los tradicionales paseos por la plaza principal, situada a una cuadra del gigantesco edificio del ayuntamiento. Mi tía Mamema se ocupaba de mantener el cuidado ritmo cotidiano, con ayuda de sirvienta de muchos oficios, más una lavandera y planchadora de la ropa familiar. Hasta se hacía responsable de la higiene de la bandera nacional, que toda institución pública debía y debe lucir en su correspondiente y pulido mástil.

Al igual que en el villorrio adonde vivía Zoreida, me gustaba salir a caminar a la hora más solitaria del día, como a las tres de la tarde. Hasta la poca brisa emitida por el aire al chocar con la espuma del río, parecía una muy sutil canción tejida en el silencio. El sol crecía al paso de los minutos, en el atardecer sería un fulgurante ojo de un fuego extranjero que tejería sobre el poblado insólitos destellos, potentes como asombros o amenazas. La contemplación en soledad que realizaba fue el inicio, lo comprendí lunas y lunas después, de una inquietante sed de infinito, como los perros del falso Conde de Lautréamot.     

Ya en los mortecinos resplandores de uno de aquellos atardeceres, percibí a la lavandera y planchadora de mi tía Mamema caminando con un considerable bulto de ropa en equilibrio sobre su cabeza. No pude recuperar su nombre, apenas escuchado el día en que arribé a la casona. Decidí seguirla, digamos que respetando una distancia de unos quince o veinte pasos. Salimos del poblado, llegamos cerca de la pedregosa orilla del río.

De seguro la mujer estaba plena de fatiga, su caminar lo indicaba. Se detuvo para respirar con más hondura, entonces -sin saber el porqué- decidí acercarme, dije sin mirarla directamente, como para otra persona:

-Señora… ¿la ayudo con la bolsa?

Ella, portentosa equilibrista, tenía las manos libres, por lo que con una ligera toalla dio frescor a cara y cuello, contestó:

-No, gracias… puedo solita…

-Le pido que me deje, por favor… Soy chico pero tengo fuerza -hice una exhibición como si fuera un atleta o un anuncio de publicidad de chocolate energético.

La lavandera se rió de verdad, muy sueltamente, tanto que el bulto cayó a un costado. Entonces me agarré de uno de los nudos de la sábana de dos plazas que contenía todo, ella tomó el otro nudo y volvimos a caminar. 

-¿Qué te parece la maleta improvisada?

-Nunca había visto, la verdá… ¿Y a dónde vamos ahora?

-Al río, allí está mi hermana mayor que me echa una mano… Trabajamos a medias, nos pagan lavado y planchado y la plata va mita y mita…

-¿Tu hermana vieja no labura de sirvienta?

-No, ya dejó esa atividá… No le dan las piernas, y pa lavar ropa no hay que moverse del sitio, ¿viste?

-¿Y cómo hacen para lavar?

-Mirá, el río esta cerca del rancho, bajamos hasta los sitios de piedra de la orilla, no a los de arena, porque así podemos restregar las piezas de ropa como si fuera sobre una tabla, ¿no sabías de eso?”

-No, solo vi el lavado en tabla o a pura mano…

-Le metemos jabón y hasta un poco de soda cáustica a la ropa demasiado mugrienta, pa que quede blanca, y ponemos todo al sol. En invierno es bien jodido, los dedos se ponen colorados, las uñas se cuartean, y ni te digo del frío. Cuando hay humedá o llueve, tenemos que colgar sábanas y camisas adentro del rancho, en el comedor, y también bajo un techado de ramas y juncos que agregamos sobre la entrada. Es todo una joda, ¿sabés? -terminó su discurso con una emisión de aliento que se volvió casi gemido.

Arribamos a la vivienda de troncos y tablas sin cepillar, los huecos estaban rellenos de trapos y papeles, el techo era de láminas de zinc. En el comedor, una mesa -adonde se comía y se planchaba-, un baúl de múltiple contenido y dos sillas; las líneas del tendedero eran de alambre e iban de pared a pared. A un costado de la entrada, había un fogón con su chapa horizontal de hierro negro, y encima, ollas pequeñas y trastos varios colgando de clavos oxidados. Una olla más grande se hallaba sometida a un fuego de carbón y leña de monte; de su panza se despegaba un olor contundente a sopa de papas, maíz y fideo, con su agregado de grasa y huesos de oveja para darle más cuerpo.

La hermana vieja revolvía, con un gastado cucharón de aluminio, los hervores de la espuma; estaba sentada en un banco de tres patas, muy atenta al movimiento del utensilio y a las burbujas que, si uno las mira con cuidado, expresan el futuro infierno líquido de muchos destinos sin destino.

Yo apenas había pisado unos centímetros de aquel interior, la hermana menor alzó el bulto de ropa para ubicarlo en otro sitio. Informó a la más vieja:

-Esto es lo que trajimos, me ayudó el sobrino de la señora…

Se acomodó a cierto costo en una silla, dijo:

-No te convidamos con una taza de sopa, esta no es comida pa un gurí de la gente bien, ¿entendistes?

-Sí, pero tiene rico olor…

-¿Lo decís por compromiso? -preguntó la hermana vieja.

Entonces contemplé con más claridad su cara, las cicatrices en la frente y las mejillas, el ojo desviado.

-No, de verdá que huele sabroso…

-Pero igual no es pa vos, nene. Pienso que debés irte, de pronto se incomodan con nosotras… Patronas son patronas…

-Sí, mejor me las tomo. Igual, gracias por la sopa.

-Sí, nene. Igual, gracias por la ayuda.”

Como en la novela de Marcel Proust, ejemplo cimero, cuando ahora observo los juegos furiosos del agua hirviente supliciando carnes y verduras, mi nariz trasmuta las moléculas de olor actuales en aquellas que percibí en un rancho miserable cerca de un río límpido y lejano. Y un apetito sin hambre cunde por mi boca.   

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