ESTE VIAJE, en apariencia sin término, de gitanos sin carromato ni automóvil, viaje por barriadas no conocidas en procura de un solar estable, para que la familia se asentara y pudiera pretender una existencia con aspecto de normalidad, fue dando a luz un inevitable desgaste, pese al cual mantuvimos la estructura fundamental de la sociedad, como se dice. La necesaria adaptación a una nueva vivienda, medida por los costos de renta, energía eléctrica, agua potable, impuestos, se daba en cada uno de nosotros de diferente manera. Mis padres mantuvieron casi sin modificación sus relaciones familiares y amicales, aunque el contacto en vivo y en directo en ocasiones se volvía muy irregular, sobre todo con las hermanas de mi madre que habían nacido y vivirían en provincia “hasta el último suspiro”, como decía románticamente Zoreida, una de mis tías.
No me sorprendió demasiado que, al inicio de las vacaciones de verano, mamá me dijera:
-Te vas de solito a San Pedro, mañana mismo. Tu hermana saldrá a Sacramento, ella parará en lo de Mamema y vos en lo de Zoreida. Así podrán pasar un lindo veraneo.
-Ta’ bien, ¿por cuánto tiempo nos vamos?
-Por un mes, después se cambian, ¿entendistes? Vos te vas ahora con Mamema y Judith con Zoreida… La próxima, vos con Zoreida y así…Ya arreglamos todo por carta… Ellas pagan los boletos de autobús, ustedes viajan con un permiso nuestro -había fatiga acumulada en su explicación.
Eso se repitió por unos cuatro años. Para decir la verdad completa, nos enviaban con las tías, no solo por asuntos de acercamiento familiar, sino para que comiéramos más y mejor y para eliminar las toxinas urbanas en los aires campiranos. El traslado a San Pedro, que hoy se hace en autobús en un par de horas, demoraba casi cinco veces más, en inseguros vehículos sin cuarto de aseo y por carreteras a medio construir. Cuando el autobús se inmovilizaba en medio del barro, los pasajeros hombres tenían que bajarse a empujar. ¡Y pensar que aún estamos en la modernidad tardía!
Doña Zoreida era madre ubérrima: cuatro hembras y cuatro varones, salvo la hija menor, de mi edad, los demás eran muy mayores para mí, pero con algunos en particular logré una real amistad. Fueron ellos los que me acercaron a la narrativa rusa del siglo XIX, y también a varios novelistas brasileños: Jorge Amado, Erico Verisimo, Graciliano Ramos… En esos escritores, que luego en otras edades yo releería, era frecuente la aparición de personajes asociados con la pobreza o las desgracias sociales, no solo “humanas” en trazos genéricos, que podía entonces comparar con una realidad cercana y en vivo, que no era de tinta y papel.
A la mesa nos situábamos en lugares fijos, pues de ordinario asistían amistades de mi tío y algunos de sus parientes que residían en aquella sosegada ciudad de provincia. También novias o novios de mis primas o primos mayores. Los domingos acomodaban dos mesas en un pasillo, pues la extensa mesa del desproporcionado comedor era insuficiente para recibir a más de veinte personas. Yo me sentaba estratégicamente lo más cerca posible de la cocina, no solo para comer en caliente (los últimos comensales solían enfrentarse a espaguetis con salsa y carnes asadas en estado de tibieza o frialdad) sino para recibir dosis más abundantes (a los últimos también les correspondían cifras menores de grasas, proteínas, carbohidratos). Claro, que mi tío, como dueño de la casa y principal proveedor, era atendido con lógica preferencia, al igual que tía Zoreida.
El cocinar casi desde el amanecer de cada domingo, el ordenar las mesas, el servir, el lavar los innumerables platos, fuentes, cubiertos, vasos, copas, platillos… correspondía a mis primas y a las dos sirvientas, estas solo tenían un día de descanso por quincena. Tanto trabajo se compensaba en parte porque se alimentaban a la par que la familia y solían ser obsequiadas con las faldas, medias y camisas que mis primas desechaban.
En su día de asueto eran remplazadas por una señora mulata, ¿Nicoleta?, muy laboriosa y parlanchina, que moraba en un suburbio junto al río. Una mañana, casi cuando los objetos no hacen sombra bajo el sol, me pidió:
-Ayudame a matar este pavo -y señaló al animal que llevaba colgado de las patas, estas bien amarradas.
-Bueno, te ayudo -dije como si no hablara con ella.
No me negué por una cuestión de inercia, porque algo en mí se había inmovilizado. Nicoleta dirigió su engordado cuerpo hacia una parte del desatendido jardín, ubicado al fondo de la amplia residencia (hoy convertida en escuela de infantes). Se detuvo al llegar a la cerca de alambre, el límite con la casa de junto.
-Agora lo alevantamos ansí, hay que aguantarlo para atarle las patas al alambrado… Ta bueno de altura… Ponele esa ollita debajo de la cabeza, si la mueve un poco no importa, se la sujetamos y chau.
Nicoleta degolló al animal de un único tajo, la cabeza se desprendió con facilidad sostenida por su mano izquierda, una pequeña catarata de vivo líquido rojinegro se volcó en el recipiente y una neblina dulzona se alzó al chocar la sangre con el fondo de frío aluminio.
-Agora hay que desplumar al bicho… si querés, podés irte…
No pude eludir un par de arcadas, cerca del vómito pregunté:
-¿Que vas a hacer… con la sangre?
-Se hace una salsa, hay que meterle unos chorros de vino…
-Bueno, ya me voy -agregué para terminar la plática.
-¡Cómo! ¿O creés que un solo pavo alcanza para tanta gente? Ellos sí que comen rico y bonito…
Al momento del almuerzo aparecieron dos fuentes, cada una con un pavo trozado en su salsa, papas a la crema, picadillo de huevo y un torpe adorno de espárragos frescos. Los comensales éramos unos diez o doce, jornada tranquila. Solamente logré tragar la sopa de fideos y una compota de peras.
Al final de la tarde, pasé por la cocina y vi a Nicoleta juntar huesos, pellejos, carnes aisladas y restos de papas y salsa. Ubicó todo en una bolsa, me miró y dijo: “Sabés, los hijos de los negros también comen… aunque sean sobras…”
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