XII / LOS MUCHACHOS EN EL MONTE (4)
En unos cuantos segundos oí su lerda pisada, y luego sentí que el toro estaba olfateándome por todas partes. Después de eso, trató inútilmente de darme vuelta, supongo que para examinarme la cara. Fue horrible soportar sus cornadas y quedarme inmóvil, pero al cabo de un rato se sosegó un poco y se contentó con vigilarme, olfateándome de vez en cuando la cabeza, y luego, dándose vuelta, olfateándome los talones. Probablemente su teoría, si es que tenía alguna, era que yo me habría desmayado de espanto al verle y que luego volvería en mí otra vez, pero no estaba bien seguro qué parte del cuerpo daría las primeras señales de vida. Cada cinco o seis minutos parecía impacientarse y empezaba a patearme, lanzando broncos mugidos y salpicándome con espuma; por último, como no mostrara la menor intención de alejarse, recurrí a una medida sumamente temeraria, pues mi situación se iba haciendo cada momento más y más desesperada. Esperé que el toro volviese la cabeza, entonces bajé cautelosamente la mano hacia el revólver; pero antes de que alcanzara a retirarlo enteramente de su estuche, notó el movimiento y giró con rapidez, pateándome al mismo tiempo las piernas. En el momento preciso en que acercaba su cabeza a la mía, le disparé el revólver en la cara y la repentina explosión le espantó de tal manera que mostró los talones y arrancó sin detener una sola vez su lerdo galope hasta que desapareció en la distancia. Fue una gloriosa victoria, y aunque al principio apenas me mantuvieron las piernas, era tanto lo tieso y adolorido que me sentí, que reí de contento y aun le disparé un balazo al toro mientras se alejaba en lontananza, acompañando el disparo con un agreste y jubiloso alarido triunfal.
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