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EL CIELO EMPIEZA EN EL SUELO (4) - elMontevideano Laboratorio de Artes en Viena


H.G.V.                                                 


CATEDRAL

Un día antes de mi trilce (en el sentido de triste y dulce) viaje a Salzburgo, mi hijo me había llevado a conocer la catedral de San Esteban.

Allí pude comprobar que el verdadero centro de Viena no es una planicie comercial sino una cumbre estética.

Vale decir: lo que reina en la ciudad es un espiralamiento arquitectónico iniciado en 1137 que conecta lo románico, lo gótico, lo renacentista y lo barroco con una gracia de invencibilidad capaz de superar catástrofes de todo tipo.

Una de las más terribles se produjo el 7 de octubre de 1938, cuando durante la festividad de Nuestra Señora del Rosario el cardenal Theodor Innitzer armó lío vociferando en un famoso sermón: ¡Nuestro único Führer es Jesucristo!, y las juventudes hitlerianas terminaron tomando por asalto el Palacio Episcopal.

Y si revisamos el relacionamiento aritmético del templo nos encontramos con una especie de estructuradísimo enclave clarinando contra el gran cambalache del siglo XXI (Saúl Ibargoyen dixit): la anchura es de 111 pies (35,52 m.) mientras que la longitud suma 333 pies (tres veces 111) y hay 343 peldaños (7 por 7 por 7)  coronados por los 444 pies (142, 08 m.) de la torre sur.

La compacta maquette de altura humana erigida afuera del templo demuestra con rotundidad, por otra parte, que allí todo es sincronicidad áurea, más acá o más allá de las continuas reformas y reconstrucciones acumuladas a lo largo de casi diez siglos.

El Belvedere, en cambio, el célebre museo instalado en el Palacio que se construyó en el siglo XVIII para el príncipe Eugenio de Saboya (y que después adquirió María Teresa) es una réplica de Versalles donde el rococó imperial transforma al barroco de estirpe contrarreformista en una enjardinada suntuosidad vacía.

Y fue tragicómico encontrar un Hulk verde cotorra expuesto entre las no menos monstruosas columnas de mármol redimidas en el primer piso por la jugadísima vanguardia novecentista: nada menos que Klimt, Schiele y Kokoshka.

No tuve tiempo de averiguar quién concibió ese bromazo posmoderno (para hablarlo en Espínola Gómez) que demuestra que la barbarie ilustrada de los imperios siempre termina por tratar de aplastarnos con una caoticidad alienante y seductora.

En la catedral, en cambio, el primer rayo que recae sobre el altar mayor ilumina el lugar que se usa como símbolo del cielo abierto que, según los Hechos de los Apóstoles, pudo  contemplar San Esteban mientras cantaba un himno en plena lapidación.

Y no me asombra en absoluto haber fotografiado imantadamente la nave donde dos altísimos vitrales derraman una especie de nácar supraterrenal sobre el oro del retablo de la Virgen coronada por su Hijo.

Estos datos los conocí después de documentarme, pero yo supe ipso facto que allí estaba Ella porque ese resplandor me viene guiando desde que llegué a París en 1973 y una Beatrice de 15 años me purificó irreversiblemente con el mismísimo trasluz inmaculado que habitó al primer mártir de la cristiandad mientras llovían las piedras.

¿Les molesta este amor?

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