jueves

ARTURO DÁVILA -´EL NEOBARROCO SIN LÁGRIMAS (2)


A (1)

El barroco siempre fue un movimiento artístico incómodo. Incluso quienes ven el origen de su nombre en la palabra portuguesa barroco o “perla irregular” (barrueco en castellano), insisten esa esencia informe, no circular, ambigua. La derivan también de la forma silogística baroco basada en la contradicción de una conclusión. (4) Como movimiento estético literario cayó en desprestigio durante siglos. A partir de la muerte de Calderón de la Barca en España (1681) y Sor Juana Inés de la Cruz en México (1695), el barroco, que dominó gran parte del Siglo de Oro Español, perdió su hegemonía literaria. En España se impusieron Luzanes y Moratines, “reformadores del gusto” -como los denomina irónicamente Alfonso Reyes (XXV: 413) (5)- lectores de Boileau, quienes condenaron la “degeneración literaria” y “la retorica artificial” del gran siglo áureo (Dehennin: 14). El poder creativo, entonces, se deslazó hacia Francia. Marcelino Menéndez y Pelayo, “brocha gorda que siempre desconoció el barroco”, al decir de Lezama Lima, todavía escribía, en las postrimerías del siglo XIX, que cada época tenía sus “excrecencias”, para significar excesos y sobreabundancia que devaluaban los estándares de lo clásico. (6) Lo cierto es que el barroco, en su significación abierta, fue un movimiento peligroso, situado en las márgenes de la normatividad fija e inamovible, “clásica”. Góngora, “el más grande poeta maldito de las letras españolas”, como lo denomina Elsa Dehennin, y debatido artífice del movimiento en España, fue criticado despiadadamente por sus mismos contemporáneos, y su obra terminó calificada como “oscura”, es decir, incomprensible (7). Así, el humanista Francisco de Cascales, aunque lo llamaba “el primer hombre y el más eminente de España en la poesía” (en Reyes I: 63), tildó de ateísmo poético su afectación y artificialidad, “que como humor se ha de evaporar y resolver poco a poco en nada” (67). Y al buscar la intención de sus versos, declaraba que era como “pintar noches, que, aunque pintura valiente, es desagradable” (70); o sea, poesía inútil. Menéndez Pidal encomiaba los ataques de Quevedo -por lo demás también barroco- y sus sátiras “al culterano umbrático y a su turbia inundación de jerigonzas” (en Lázaro 11).

Y no es sino hasta el siglo XX, cuando la poesía gongorina adquiere, de nuevo, centralidad en el discurso crítico y es reivindicada por la generación del 27, que se autodeterminó así, específicamente, para celebrar el 300 aniversario de la muerte del poeta cordobés. (8) Recordemos a Gerardo Diego quien, en 1924, estimulado por sus amigos y maestros, Alfonso Reyes y Enrique Díaz Canedo, escribió el elogioso ensayo “Un escorzo de Góngora”, y vindicó para la generación de jóvenes ultraístas y creacionistas, la luz de algunas líneas del oscuro y negado poeta andaluz. (9) Gerardo Diego, al igual que Salcedo Coronel en siglos anteriores, admiró los cuatro versos que refieren la vida monjil de San Francisco de Borja, y que describen la conversión espiritual que lo llevó “del palacio a un redil”.

El ayuno a su espíritu era un ala
la oración otra, siempre fiscal recto
de su conciencia, bien que garza el santo,
las plumas peina orillas de su llanto.

Para Salcedo Coronel, cita Diego, los versos obedecían a una alegría moral ejemplar: “Con alusión a la garza, que suele habitar cerca del mar y de las lagunas, describe D. Luis las continuas lágrimas deste Santo. Penar las plumas dice metafóricamente por pulir y limpiar los defectos de la vida, como suelen las aves pulir con el pico las plumas. Cilicio, ayuno, oración y lágrima son el remedio con que se curan las heridas del alma (104-5). Para el joven creacionista, la audaz imagen alejada, que comparaba el llanto de un santo con una garza que limpia, “peina” sus plumas, cumplía con los requisitos de la más estricta vanguardia del momento. (10). Y ese tipo de imágenes extendidas sedujo a toda una generación que, así, se separaba de sus maestros: Ortega y Gasset, los Machado, y del mismo Juan Ramón Jiménez, entre muchos otros que no llegaron a apreciar cabalmente a Góngora. Unamuno sostenía que tras leerlo cinco minutos se “sentía mareado”, y de la obra de sus jóvenes epígonos afirmaba que se trataba de “ñoñeces insubstanciales” que no resistirían el paso del tiempo, y las definía como “gongorinadas de hoy… Son flor de un día.” (cf. Dehennin: 31-32)


Notas

(4) Esta reducción silogística es compleja e indirecta. Se logra mediante una contradicción; es decir, el contrincante en un argumento admite la verdad de las premisas, pero niega la verdad de la conclusión, o sea que sostiene una verdad contradictoria a la conclusión. Por ejemplo: Todo A es B. Algún C no es B. Por lo tanto, algún C no es A.
(5) Indicamos el tomo de las Obras completas de Reyes y la página donde se halla la cita.
(6) En la disputa de las nomenclaturas, Arnold Hauser cita al enciclopédico erudito español para desprestigiar al barroco en favor del manierismo. (I: 397 y 389, n. 9)
(7) Cervantes, sin embargo, lo elogia en Viaje del Parnaso (1614), y le otorga las llaves de la lengua. Lezama Lima comenta: ·Aquel que tiene de escribir la llave, dice Cervantes en su Parnaso alabancioso, reconociendo la adecuación de una autoridad a los preludios indescifrados del cordobés, reventados de sentido.” (Confluencias: 338)
(8) Antonio Carreira ha escrito sobre el carácter visionario de la poesía gongorina “… podría decirse de Góngora, como se ha dicho de Mahler, que con medios del pasado anticipa el porvenir.” (79
(9) “Conste nada más que nuestra generación ama a Góngora, pero reclama el derecho a “su Góngora” que no es exactamente el que nos habían legado”. (109)
(10) Curiosamente, Pedro de Valencia, hacia 1630. Pedía a Góngora que evitara “vocablos peregrinos italianos, y otros del todo latinos, que los antiguos llamaban glosas, lenguas, y ahora llamamos así a las interpretaciones de los tales y de todo lo oscuro. Estos conviene moderar y usar pocas veces, y, no mucho tampoco, unos de que usa con particular significación, y parece que afición, como “peinar”, “purpúreo”…” (Obras completas 1943: 971. Énfasis nuestro)

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