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EL CÍRCULO DE LA MUERTE (7) - JULIO HERRERA Y REISSIG


Sólo exigimos de ellos, y en esto opino contra Guyau, Max Nordan, Brunetière y Menéndez Pelayo, que nos sacudan, que sus emociones, agradablemente o terriblemente, de un modo triste, alegre, mórbido, macabro, depresivo o vital, que lo mismo importa, pero siempre intenso, siempre poderoso; que nos sugieran estados de conciencia, ya reales, ya imposibles, ya vagos, simpáticos o refractarios al todo social, salubres o perversos, turbulentos o apacibles, que nos enaltezcan o nos debiliten, que nos alucinen o nos repugnen, pero siempre de tal manera, que una realidad parezca resucitar dentro de nosotros al ser evocada por el numen feérico, y que vivamos, un instante, violentamente, el capricho o la voluntad del libro que nos señorea.

Pienso que la moral en Arte es sólo un punto de vista, así como la simpatía es sólo un convencionalismo más o menos adaptable a la organización de la sociedad, o de cualquiera de sus grupos.

El arte no está obligado a set cátedra evangélica, ni debe degenerar en eje de conducta de los hombres, perdiendo, por una solidaridad ajena a sus propios atributos, la soberanía de su fuerza libérrima de señor de todos los tiempos, de todas las razas, de todos los espíritus y de todas las civilizaciones. La Belleza es por sí sola y se produce sin condición. Los griegos jamás nos la pintaron exclusivamente casta, generosa, cabal, plausible, sino con todos los atributos simpáticos o anti-sociales, positivos o negativos, ergotistas o colectivistas, útiles o deletéreos, con toda la gama del gesto humano y hasta fabuloso, pero, siempre revestida de una majestad suprema que es por sí propia una ley, una emoción y una vida orquestal. Dado que lo bello no es lo útil, que subsiste independientemente de aquel atributo, ¿por qué exigir al Arte una utilidad social o doctrinaria que repugna a su naturaleza íntima; a qué obligarle a diluir a la plena luz de la vida, en el palenque de la lucha humana, el elemento de sueño y de imposible de la que se compone en alto grado, y en el que se ha mecido ingenuamente, desde que nació? La hermosura, fuera de la Ética: tal es el ideal. Libremos al Arte de toda conducta, del pesado arreo de los atavismos. Nadie pregunta a Safo: ¿sois hetaira? Y a Teresa de Jesús: ¿sois santa? Y a Corina: ¿sois marimacho? y a Rachilde: ¿sois demonio? Nos gustan y nos penetran: eso es todo, y eso nos basta. Por eso viven. Por eso vivirán. Mismo, lo feo, lo repugnante (juzgados como inmoralidades de las cosas en la escolástica de Alejandría), lo trivial, lo horrible y hasta lo absurdo, fuertemente sugestivos, constituyen a veces los elementos de la Belleza en la obra de arte, y agradan en un conjunto armónico a fuerza de repelernos por separado. Se trata, ni más ni menos, que de una trasmutación superior, de una solución de antítesis, en vista de un esfuerzo absoluto del genio, que todo lo puede y todo lo doma a su antojo anormal, imantándolo de su virtud rediviva.

En la naturaleza existe en gran parte el elemento de fealdad o desagradable: noche, borrasca, invierno, aridez, constituyen los elementos negativos de unos hemisferios del mundo Armonía, que encierran en sí su entidad de emoción y se resuelven en Belleza suma al combinarse con los positivos del polo contrario: así la noche y el día nos dan la aurora al besarse, triunfo magnífico del color -y entre el invierno y el verano, tiende un puente de  rosas la primavera: maravilla del perfume y de la poesía. Veamos también según esto, como a imagen del genio -foco de creación espontánea, que todo lo transforma con su chispa inédita- un simple rayo de sol puede, en cualquier circunstancia, tornar un cielo caótico de frías nubes, descolorido y sin expresión, en campo de panoramas sublimes, opulento de gracia y de relieve.

Y para concluir con la moral en la literatura: ¿quién habrá que desaire a Schiller, condenando “Los bandidos” porque estos titanes de la paradoja, incitaron a la vida salvaje, fuera de los códigos; ni tampoco quién blasfemará de Goethe, leyendo a Werther, por la epidemia de suicidios a que dio lugar su éxito en las almas hiperstésicas, enfermas de amor?...

Lo que hay de cierto, después de todo, es que lo único que perdura en la obra varonil, n es la técnica, no es el estilo, la palabra, el género, la orquestación, el cronos, la geometría, la mayor riqueza o simplicidad, la transparencia ni la bruma, y menos las definiciones harto inocentes de sus propios autores y de los escolásticos que las explican, con apostólica gravedumbre, a la posteridad; sino lo que escapa muchas veces a la red de la palabra misma y persiste en contra y a pesar de ella; es ese fluido familiar que nos impresiona, esa substancia imponderable que nos toca, estremeciéndonos, al simpatizar con nuestra misma substancia; es ese “algo” resistente al tiempo, a la censura y a la volubilidad de las modas artísticas, como un metal milagroso, moldeado en un conjunto de cosas simples y a la vez complejas, que grita, como Memnón en la obra del genio: ¡soy lo que vos anhelabais y lo que buscan todos: doblad la rodilla!

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